EN EL ESPEJO

EN EL ESPEJO

Pedro Mata

24/11/2018

EN EL ESPEJO.

Todo pasó, literalmente, en un segundo. Once y veintitrés minutos, el segundero aun no contaba diez. Acababa de colgar el auricular y me revolcaba entre las sábanas de mi cama, mojando con mis lágrimas las almohadas y las cobijas. Remojando con esas lágrimas la galleta salada en que, nuevamente, se había convertido mi alma.

Una sonrisa, pero no la mía, una sonrisa que hacía mucho no veía. ¡Maldito espejo! Era yo y no era yo. Mi reflejo, por enésima vez en mi vida se burlaba de mí, me tragaba con su mirada fría y pétrea, me obliga a derramar una lágrima más al sentir su reproche que me llegaba al tuétano, que me cortaba la carne, que me llamaba IMBECIL.

Esta vez no entré, por vez primera él salió. Me heló. El frío era mayor a cada instante e invadía todo mi ser. Tenía ganas de vomitar.

-Imbécil, era lo único que decía, lo único que me decía y hacía que penetrara hasta lo más profundo de mi corazón.

Me abofeteo con su mano derecha, palma y dorso, mejilla izquierda y derecha. Sólo apreté los puños. Nos vimos de frente; sentí su aliento nauseabundo. Se acercó y abrió su boca, dejó a la vista su dentadura manchada de rojo, sacó su lengua, negra y viscosa. Se agachó un poco y lamió mis lágrimas desde mi barbilla hasta el rabillo de mi ojo izquierdo, lentamente, sin prisa, saboreando cada pizca de dolor y sufrimiento que contenían esas gotas exprimidas de mi espíritu; de eso se alimentaba y lo gozaba. Lo gozaba demasiado. Se detuvo y olió mi cabello, lo aspiró y sentí como su vaho entraba por mi oreja y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

-Estás solo, ahora más que nunca, tus sueños se desvanecieron hoy- me susurro al oído, o eso me pareció, pues más sentí que sus palabras llegaron directo a mi cerebro.

Sentí un puñetazo en el vientre y caí de rodillas, las manos al suelo y mi cara rozando el polvo. Se paró a mi lado y me quiso tomar del cabello pero no pudo por lo corto que lo tengo, me dio risa, era un buen chiste en un mal momento. Sentí su mano detrás de mi cuello, apretándolo, haciendo que me levantara y mirara al espejo. ¡Negro! Negro y más negro, no vi nada más; no se reflejaba nada, sólo había oscuridad.

Pronto comencé a ver, a distinguir, figuras pasaban delante de mi. De pronto se iluminó y al fondo pude ver el ocaso, el fuego de la tarde que anunciaba las sombras de la noche, como avisándome que se acercaba el atardecer de mi alma.

Sentí como me empujó aquella mano. Me hizo cruzar otra vez a ese reino de penurias y dolor. Esta vez me sentía mas derrotado que las veces anteriores. Arrodillado observé a mi alrededor, algo había cambiado, faltaba algo: ¡Los demonios!

No vi ninguno, no me persiguieron, no trataron de comerme, no me pegaron, no tuve que luchar. ¡¿Por qué?!

-Ya te ganaron, me anunció una voz que se escuchó muy lejana. Ya te ganaron, repitió más cerca.

Vi como se acercó una silueta desde mi lado derecho. Una mujer. Bonita, más no bella, pues la belleza es del espíritu y a la distancia se notaba que “Ella” no tenía espíritu pues era parte de ese reino maldito. Vestía una túnica negra del mismo color de su cabello.

Se acercó y me tendió su mano, grácil y hasta dócil a primera vista, dura, fría, llena de dolor y rencor al contacto. En otro momento, en otro lugar me hubiera llenado de miedo, de frío pero… qué más podía esperar en un sitio como ese.

Me puse de pie y al levantarme me di cuenta que era más baja que yo; su frente me llegaba a los ojos, pero había algo en ella que hacía que lo abarcara todo, que su presencia se sintiera en todas partes de aquel terrible lugar.

Posó su mirada en mí y dibujó lo que trató ser una sonrisa. Entonces separó sus labios y volvió a decir: -Ya te ganaron, esa es la razón por la que no tienes que pelear, ya te comieron, viven dentro de ti, por eso no ves a ninguno, pero los puedes sentir.

El frío quemaba mi interior, era insoportable, los oídos me zumbaban y la cabeza me daba vueltas, sentí calambres por todo el cuerpo y creí desmayarme pero Ella me tomó del brazo y me sostuvo.

-Es normal, me dijo, necesitas adaptarte.

¿Adaptarme? Me tenía que adaptar a algo que en todos lo años que llevo de vida he combatido y he rechazado: a mis demonios. ¡Tal vez era lo mejor! Había llegado el momento y había que dejarlo y olvidarlo todo, entregarme a la maldición, a la soledad, al destierro, al dolor por completo.

Comencé a ver más figuras a mi alrededor, la mayoría caminando sin rumbo, gimoteando y con la desesperanza dibujada en sus rostros. Vi una mujer sentada con una pequeña flor amarilla entre sus manos, la acariciaba y de vez en cuando la besaba. Volteó y me miró por un segundo y regresó a cuidar su flor.

Sentí, nuevamente, ese roce frío en mi mano, era Ella, como diciéndome que no me olvidara dónde estaba. Me tomó de la mano, entrelazó la suya con la mía, como dos enamorados comenzamos a caminar, en silencio, despacio; una leve brisa comenzó a soplar y acarició mi rostro, entrecerré los ojos y vi más gente por todos lados, el lugar no tenía nada, estaba vacío, eran sólo siluetas y nada más. Me sentí como flotando en la ausencia.

Delante de mí el ocaso se imponía a todo vacío. Una casa y un árbol, de repente, aparecieron a un costado de lo que supongo era el camino que seguía en aquella nada, eran grises, casi negros. Me detuve y los observé detenidamente. A colores sería una casa y un árbol preciosos, pensé. Me reí, reí con fuerza, el estómago se me hizo nudo y el frío era más intenso. ¿Cómo podía pensar en colores en ese momento?

Sentí el tirón de Ella en mi brazo, lo que me hizo voltear. Percibí más frío y aun más soledad dentro de sus ojos, me sonrió y, hasta el momento, no se decir si esa sonrisa estaba llena de burla, odio, pena, compasión o de todo al mismo tiempo.

Quise ver por última vez aquella casa y aquel árbol, pues sabía que, tal vez, nunca más los volvería a ver, pero al dirigir la mirada hacía donde supuse estaban, la visión se había ido. Más triste que desconcertado solté su mano y giré sobre mi eje lentamente, buscando, aun cuando algo me decía que era inútil, pero conforme daba la vuelta comenzaron a aparecer niños, flores, personas, animales, ríos, mares, montañas, nubes, juguetes, pájaros, pero todos de color gris.

-Esperanzas muertas, sueños malditos, ilusiones perdidas, recuerdos que quieren ser pero nunca más serán, me dijo Ella. No te preocupes, tendrás mucho tiempo para acostumbrarte y talvez, muy pronto puedas ver tus recuerdos aquí.

Me embargó la congoja, la tristeza, la desolación y la desesperación aun más, agaché la cabeza y observé mis pies, esos que a tantos lugares me habían llevado, tenían que hacer un último viaje. Ahora yo la tomé de la mano y le dije: – Vamos, no soporto más, y clavé la mirada en lo único que tenía color en aquel lugar, ¡las llamas del atardecer¡

Ella complacida me miró y cuando disponíamos a partir escuche una voz que decía:

-No vayas.

Me volví y vi una de tantas siluetas con un punto amarillo a la altura de sus manos. Era la mujer de la flor; estaba de pie.

-No vayas, repitió.

-Debo ir, contesté, allá esta el canto de todo cuanto quise y cuanto amé, allá está la redención y la paz, allá hay calor y allá está el final de la soledad.

Todo eso lo dije mientras una lágrima atravesaba mi rostro, tal vez la última, y caía al vacío.

-No vayas. Eso, y señaló al ocaso, son las llamas del infierno y con quien andas, es la muerte.

-Vamos, ¿crees que no lo sé?, le respondí.

Le di la espalda a aquella mujer, caminé unos cuantos pasos y me detuve, me volví para ver aquel manchón amarillo. Sentí las manos de Ella sobre mis hombros y su respiración cerca de mi oído, escuché su voz.

-Vamos, es hora de marchar, no hay que perder el tiempo, ya tendrás demasiado para “pasear” por aquí.

“¡Pasear!”, pensé, me dijo pasear y eso lo tendría que hacer en medio de aquella nada descolorida. No aparté la vista de la pequeña flor que a lo lejos veía y entonces pregunté:

-¿Por qué en medio de todo este vacío e imágenes grises, esa frágil flor puede conservar su color?

Ella no contesto nada, sólo sentí como su respiración se hizo más rápida y se estrellaba en mi espalda. Tiró de mis hombros, pero no moví un solo músculo.

A mi pregunta llegó la respuesta. Tranquila, en calma y un poco fatigada. Era la voz de la dueña de aquella flor.

-La esperanza, aseguró, aún aquí puede existir. La esperanza es lo que hace que mi flor tenga este color.

-¿Esperanza en qué o de qué?, pregunté.

-Esperanza de que, aun en este sitio, puedes sentir amor y puedes sentir felicidad aunque sea por momentos. Esperanza de que ni las llamas a las que te diriges, ni Ella, pueden quitarnos del todo nuestras ilusiones y el brillo de nuestro espíritu, y del espíritu es de donde toma esta flor su color.

-Pero, si es así, ¿por qué sigues aquí, por qué no sales de este lugar?

-Porque crucé esas llamas pensando en que eran un atardecer, que eran la redención, que eran la esperanza y la solución a todo lo que yo sufría, pero al final me di cuenta que todo fue un espejismo que yo misma creé y olvidé que mis verdaderas ilusiones estaban dentro de mí y tenía que luchar por ellas. Esta flor es lo único que pude conservar y es lo único que me aparta de todo el dolor y la soledad que hay aquí.

Esperanzas, ilusiones, brillo. Me acordé que siempre, en mis más locos sueños, imaginaba que era un caballero de luz, y que esa luminosidad provenía de mi interior; ahora me daba cuenta que siempre había sido verdad y la luz la llevaba, la llevo en mi corazón.

Comencé a temblar y a sudar; me vi las manos y me di cuenta como la piel comenzaba a agrietarse. Escuché un grito, un alarido a mi espalda, volteé y me di cuenta que Ella también se veía las manos las cuales tenía negras, ¡las tenía quemadas!

-Maldito, me gritó, maldito.

¡El maldito maldiciendo!

La piel se me resquebrajaba y comenzaba a brotar luz de mi interior, los rayos dorados lo inundaban todo y los aullidos de Ella también. Por un instante todo se congeló, sólo estaba yo en aquel vacío, ¡iluminándolo! Expulsé a los demonios que llevaba en mi interior y me di cuenta como su oscuridad se desvanecía en mi luz.

Dirigí mí mirada a la que pretendía ser mi guía y le hablé: -Hoy no será, algún día tendremos que vernos, pero no será en este lugar, ahora lo sabes y sé que, cuando ese día llegue, me reconocerás y me sonreirás.

Eché a andar, a recorrer lo que se suponía era el camino que había atravesado, llegué hasta la mujer de la flor y viéndola directo a los ojos le di las gracias, le dije que viniera conmigo, pero se negó, me dijo que su destino estaba sellado hasta la segunda venida.

Lo único que me pidió fue un puñado de luz, que con gusto y con toda mi alma se lo di. Extendió su mano derecha y puso en la mía su flor, con su mano izquierda hizo un movimiento delante de mi pecho, rozando mi corazón, como quien atrapa un insecto, al momento se separó y vi como dentro, en su puño, brillaba la luz, sonreí y ella también, me acerqué para darle su flor pero ella la rechazó, hizo más amplia su sonrisa y abrió su mano y dejó escapar la luz y de ella, de esa luz en su mano se formó un ramo de flores doradas de una hermosura que, pensé, jamás había visto.

-Te regalo esa flor para que recuerdes lo que tengas que recordar y nunca más se te olvide. Con respecto a estas flores doradas – y puso el ramo delante de mi-, tú sabes que si haz visto algo más bello y es por lo que vas a volver. Tú tienes tu ramo de flores doradas que te esperan.

Apreté la pequeña flor en mi mano y la llevé a mi corazón para que por siempre viviera allí. Le di las gracias nuevamente y salí.

Entré en mi habitación y me di la vuelta para ver el espejo. Sólo estaba mi reflejo; ¡sólo! yo. No regresé más feliz, pero sabía, sé porque regresé.

Once y veintitrés minutos, el segundero llegaba al diez. Había que buscar ese ramo de flores doradas. Levanté el auricular, pulsé los botones y marqué el número de un futuro incierto, lo sé, pero donde una pequeña flor amarilla aun está viva.

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