Conté a mi corazón lo que mi razón decía:

Le dije que dijo que todo está determinado a obrar según una causalidad necesaria.

Le dije que afirmó que es inevitable creer en la unívoca forma lógica del mundo, y que persuadió a mi voluntad para que desechara toda pretensión de esperar llenarse del amor divino, y mucho menos del carnal.

Que todo eso eran puras lucubraciones subjetivas de mónadas ciegas.

Gritó: lo real es la carne, la esquina, el hombre, la ciencia, Ella.

Conté a mi corazón lo que mi persona decía.

Le dije que dijo que la libertad es la conformidad con la voluntad del genio del pueblo.

¡Por mí hablará la patria!; le dije que afirmó su inexistencia, y que le era igual existir que no ser, porque ella vivía y moría por la nación.

Gritó: lo objetivo es la comunidad, el libre mercado, el capital, la sociedad abierta, el Estado.

Conté a mi racional persona lo que mi corazón dijo.

Le dije que dijo que el sentido de toda vida terrenal está en el reconocimiento del advenimiento de la nada, que la única certeza cognoscitiva que fundamenta toda construcción intelectual, es la evidencia de que somos “seres para la muerte”.

Le dije que dijo que el método científico es la corazonada, que el verdadero Dios está en El.

Gritó: lo que importa no es la causalidad, sino la virulenta experiencia íntima del hombre, el Mito.

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