Nunca supe cómo ni por qué, pero sin darme cuenta empecé a ver el mundo de otra manera. Percibía en la forma de actuar de las personas una carencia de la razón tan profunda que me era imposible ignorar. Trataba de evitarlo, diciéndome que solo era el estrés en un modo absurdo de engañar a mi subconsciente, pero no tardé mucho en sentir una completa apatía por el mundo social. Trabajaba como contador en una empresa reconocida, y hasta entonces contaba con excelentes relaciones laborales, pero en el momento en que renuncié se disipó por completo el control que tenía sobre lo que en un principio fue mi proyecto de vida.
Aún recuerdo cómo sucedió. Ese día registraba las cuentas del mes anterior, y de pronto el odio me invadió al oír el ruido de la puerta y la voz irreverente de mi jefe preguntando si ya había completado la labor. Otra persona quizá habría respondido con alguna mentira cotidiana; como el encargado de la oficina de talento humano al asegurarme que en un minuto haría el trámite del personal de servicios, y tardó dos horas en realizarlo, o como el responsable de inventarios que prometió que entregaría los implementos de mi nueva oficina en una semana, y recibí los artículos dos meses después. «Aún no termino» -respondí sin mirarlo-. Pensé que mi actitud le molestaría, pero en esa ocasión no fue así. «¿Y a qué hora acabas?» -volvió a preguntar-. Di vuelta y lo observé. Traía una camisa Guayabera blanca que combinaba a la perfección con su pantalón caqui. Las mejillas rosadas sobresalían un poco en su rostro redondo, dándole un aspecto que resultaba gracioso. «No sé» -dije inexpresivo-. Él sonrió esperando que añadiera algo, pero yo me mantuve en silencio sin cambiar de expresión. «Has cambiado tanto que me asustas» -me dijo-. Y se despidió de mí con una palmada suave en el hombro.
El ambiente se tornó apacible cuando me vi solo otra vez, pero minutos después entró de repente el técnico de la oficina de recursos físicos. Era un hombre mestizo con un gran sentido del humor. Llegó corriendo a mi oficina y lanzó un grito eufórico por el gol que su equipo favorito anotó minutos antes. De no haber sido porque rechazaba cualquier acto de violencia, habría estrellado su cabeza contra la pared y lo habría golpeado con el monitor. «¿Qué quieres?» -pregunté malhumorado-. Él percibió mi enojo, pero aun así continuó importunándome. «¡Celebrar el gol del equipo y mostrarte mis zapatos nuevos!» -respondió entusiasmado-. «No me interesa el futbol -le dije-, y los zapatos están horribles». No conforme con mi respuesta, insistió en que debía apreciar bien los detalles para poder dar una opinión sincera. Por un momento quise desaparecer. Odiaba que las personas invadieran mi espacio, y fue esa la razón por la cual le anuncié antes al jefe que no quería trabajar más en el escritorio nuevo con la silla ergonómica junto a la puerta principal. «Es la mejor oficina; ¿entonces cuál?» -preguntó extrañado-. Mi respuesta fue contundente: «Una donde no tenga que hablar con nadie».
Pero las cosas no salieron como las planeé. «¡Ya te dije que los zapatos son horribles -le respondí-; deja de fastidiarme!». Por fortuna logré hacer que se marchara. Organicé las facturas en un orden perfecto para que el jefe las recogiera, y sin más preámbulos escribí mi carta de renuncia. La dejé sobre el teclado y al ver la hora guardé mis cosas en la mochila y apagué el computador. En el camino encontré a tres de mis compañeros reunidos junto a la entrada. Hablaban en medio de carcajadas lascivas turnándose para narrar las experiencias de sexo salvaje que nunca tuvieron, pero que ellos mismos se convencían de lo contrario para aumentar su masculinidad. Uno de ellos se percató de que me acercaba y les hizo a los otros un guiño en un acto de complicidad, seguido de un cuchicheo que terminó con una risotada. «¡Carlos! -me llamó-; ven acá, cuéntanos como fue tu primera vez». Quise insultarlo, pero me abstuve de hacerlo. Ellos siguieron riendo mientras yo trataba de evitarlos, a pesar de que era imposible porque no existía otra manera de salir. «Yo creo que sigues siendo virgen» -respondió-. Caminé hasta que sus voces apenas se escuchaban, sin voltear la mirada sintiendo una mezcla de lástima e indignación por aquellas mentes perdidas en el orbe de la ignorancia.
Llegué a la estación del autobús y al subir me senté junto a una mujer de unos treinta años que llevaba puesto un blazer negro, y el rostro con un maquillado pulcro y delicado que le daba distinción. «Malditos indigentes -dijo viendo a través de la ventana-; son una plaga que crece sin parar». La miré con repugnancia, y fue suficiente para que entendiera que no me interesaba tener una charla al respecto.
Bajé en la siguiente parada y casi percibí el sosiego de mi hogar. Tardé veinte minutos en estar frente a la puerta. Entré, cerré de nuevo, inhalé profundo y sonreí por primera vez en lo que había transcurrido del día. Abrí el refrigerador y comí un par de frutas, me despojé de la camisa y el pantalón, y vestí una pantaloneta y una camiseta. Luego me dirigí hacia la cama tomando antes un libro del anaquel, y allí, rodeado por cuatro paredes, sin más compañía que el sonido de mi propia respiración, abrí las primeras páginas y me sumergí en aquel estado de profunda tranquilidad que solo me proporcionaba la soledad.
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