“Una ostra que no ha sido herida de algún modo,no puede producir perlas,porque la perla es una herida cicatrizada…”

Ya era casi la hora de salir y yo estaba dando los últimos toques a mi maquillaje, el rímel, el labial, una mirada más en el espejo para evaluar los resultado; sí, está bien. Corrí al dormitorio, me calcé los zapatos, busqué en el cajón de la cómoda el perfume, uno fuerte, intenso, detrás de las orejas, el cuello, las muñecas y el escote. Todo listo,

-¡Ya bajo! grité.

Agarré el abrigo y me disponía a bajar cuando caí en la cuenta de que me faltaba algo… El collar. Volví sobre mis pasos, abrí de nuevo el cajón de la cómoda, saqué el alhajero, lo abrí, y allí estaban, arriba de todo, dos collares, uno de perlas blancas y uno de perlas negras. No los recordaba, los miré un instante, dudé, no había pensado ponerme ninguno de ellos, pero en ese momento me tentaron ambos. ¿Cuál?, el largo, suave y brillante de perlas blancas, o el otro, más corto pero más grande, de perlas negras, facetadas, con reflejos cambiantes según la luz. Bien distintos, pero igualmente adecuados al atuendo y a la ocasión. ¿Cuál elegir?

-¿Demorás? Gritaban desde abajo.

-Fácil me dije, abreviemos, me pongo los dos y decido frente al espejo. De vuelta en el baño y frente a la imagen que me devolvía el espejo, quedé paralizada… los dos collares estaban alrededor de mi cuello, de mis hombros, de mi pecho y de mis brazos enroscándose sobre mí, atándome. Una sensación de ahogo, de carga, de peso y de miedo se apoderó de mí. En lo que sentí como un esfuerzo atroz por liberarme, de un manotazo a tientas sobre mi cuello agarré fuerte y di un tirón. Una bocanada de aire entró por mi garganta, a la vez que una cascada de perlas resbalaba por mi cuerpo y como gotas de lluvia se estrellaban en el piso sin ton ni son, rebotaban y corrían… alivio, libertad…

-¿Qué pasó?, ¿te falta mucho?

Lejano sonaba el apremio que venía de abajo, ante al tintineo desparejo pero armonioso de las perlas que libres de su hilo bailaban y cantaban por todo el baño.

-Nada, murmuré apenas, absorta por aquella melodía, -nada…

Tin tin tin tin, caían y rodaban sin rumbo, tin tin tin

Estaba tan ensimismada contemplando aquella danza, que no escuché los pasos en la escalera,

hasta que dos manos me sujetaron por los hombros, despertándome de golpe.

-¡AY! me asustaste!!! -Se me rompió el collar, contesté contrariada.

-Bueno, ponete otro y vamos que llegamos tarde, como de costumbre.

No podía abandonarlas ahí, pero tampoco era el momento de recogerlas. Tomé la chaqueta y bajé, haciendo con mis pasos, eco de los pasos que bajaban delante de mí por la escalera.

Hoy abrí nuevamente la cajita donde guardo las perlas. Varias veces intenté volver a armarlos, pero ya no quedaban igual; claro, no logré juntarlas todas, algunas se perdieron, aunque a mi me gusta pensar que no, que libremente eligieron partir buscando nuevos rumbos, y que las otras, menos aventureras, disfrutaron su momento, pero más arraigadas a sus orígenes decidieron quedarse y esperar.

Yo cada tanto las contemplo, las acaricio entre mis dedos, las reconozco una por una, y guardo con ellas en la cajita, la esperanza de poder algún día, de manera cuidadosa, consciente y amorosa, como un orfebre respetuoso de las cualidades del material que trabaja, delicadamente ubicarlas cada una en el lugar que se merece enhebradas en el hilo de mi vida.

María Noel.-

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