Era la primera vez que me escapaba al bosque. Me gusta la vida en el campo, pero la sensación de huir es una tentación solo superada por la idea de estar en un bosque por la noche, con los misterios que en-cierran los cuentos que leía con voracidad.
Este bosque de día era precioso, con una vasta flora de todas formas y tamaños, y con los animalillos más curiosos que existen. Pero de noche, de noche, la naturaleza imponía, en su totalidad, la belleza y elegancia que uno se puede imaginar.
Me adentré lo más que pude. Los árboles formaban las más curiosas formas bajo la luz de la luna. Un rugido a lo lejos extinguió la mansedumbre de la noche; recordé entonces las historias que cuentan sobre el puma que la habita, a quien nadie lo ha visto de cerca y ha vivido para contarlo. Me quedé helado de miedo por una media hora esperando otro indicio del felino, pero el silencio camuflado con el sonido de los grillos fue toda la respuesta que recibí.
Comencé a caminar cada vez más despreocupado, hasta llegar a una roca plana donde me senté a descansar exhausto, pero feliz; aún recuerdo claramente ese momento: Ella bailaba al son del viento, mostrando unas curvas finas y a la vez llenas de erotismo, un largo cabello ondeado, en fin, era la silueta, la sombra de la mujer perfecta.
A mi corta edad, era un ignorante de lo que significaba enamorarse, pero aquella mujer sin siquiera verla ya me había cautivado. Me quedé observando el suelo donde se reflejaba la sombra de la ninfa que me flechó. Quise levantar la mirada y verla a los ojos y decirle que desde siempre la amé sin conocerla, pero mi cuerpo no me respondía. Verla y la idea del rechazo me espantaba aún más que el puma, así que me quedé contemplándola indirectamente por tiempo indefinido hasta caer dormido sobre las frescas hierbas del bosque nocturno. Calculo que no pasaron más de dos horas que desperté asustado y desorientado. La sombra no estaba, la luna no alumbraba. Era señal de que el amanecer se aproximaba. Corriendo, regresé a mi humilde hogar en el campo con una sensación en el corazón de que era algo nuevo para mí. Al día siguiente, en la noche, debía volver, ya no por la idea de huir, sino solo para verla.
Como el centinela espera la aurora, así yo esperaba el anochecer, no sabía qué haría al llegar. Solo estaba seguro de que el levantar la mirada para tenerla frente a frente era un acto muy bizarro para mí. El cielo comenzó a cambiar de color entre naranja y púrpura: ya era hora.
Ya dentro del bosque y después de unos pocos pasos, el rugido característico del puma, que enmudece a todo ser vivo que lo escucha, retumbó como avisando el inicio de la noche; noté que mi temor era mucho menor a la vigilia anterior. Caminé decidido hacia el punto de encuentro que, sin hablarlo, ya había sido sellado como pacto entre los dos. Como parte de dicho trato, llegué con la cabeza hacia abajo buscando su silueta reflejada en el piso por bondad de la luna. El acuerdo se cumplió. Allí estaba ella, moviéndose al ritmo de la brisa nocturna, callada, pero a la vez diciéndome todo mediante tan simples y bellos movimientos. Otra vez no dije nada. Solo la miraba en el suelo húmedo. Por momentos, sentí que me miraba directo. Eso solo acrecentó mi miedo y me encorvaba. Conforme avanzaba la noche, y lejos de aburrirme, comencé a tararear lo que creía que bailaba. Nunca supe qué tarareaba yo. Así pasó toda la noche segunda.
“Mujer de mis sueños, de mis desvelos; creo conocerte y que me conoces. Me causa eso miedo. Cita nocturna acordada a las doce, en palabras mudas te digo te quiero”.
Se venía la tercera noche y las cosas ya debían mejorar. Este poema servirá, pensé. No me creía un gran escritor, pero era mejor que nada.
La noche regresó como fiel compañera de aventuras y el bosque me recibió igual a como se recibe a un viejo amigo. El silencio seguido del lejano rugido del puma fueron los siguientes en saludarme. El espacio sobre la roca plana ya era prácticamente exclusivo para nosotros y esta noche no fue la excepción. Por primera vez abrí mi boca para saludarla, con los ojos cerrados le recité el poemilla entre tartamudeos y sudores fríos. Cuando me callé, quedaron unos segundos de silencio que resultaron eternos como respuesta a mi recital. Inmediatamente, llegó una brisa del este que sacudió mi cabello y vi la silueta de mi amada moverse con alegría hasta que al fin mi incertidumbre desapareció. No sabía si ella me habló o fue mi imaginación que en ese estado de excitación me hacía tener pequeños espasmos de nerviosismo. Gracias. Es lo que escuché o imaginé. Nunca traté de averiguarlo. Después de unos segundos de incómodo silencio, me levanté para regresar a casa.
«Hasta mañana, señorita. Espero verla mañana otra vez a la misma hora», dije con la mirada al piso, mientras hacía una reverencia de despedida.
Me giré y me regresé corriendo antes de que me pueda responder. No podía estar más feliz y orgulloso. Me sentía más hombre que nunca. A mi corta edad ya me sentía a la altura de los más grandes caballeros de los libros que anteriormente había devorado.
Quizá la amé, quizá ella me amo. Solo fueron tres noches y parecía toda una vida. Ahí iba yo, decidido a poder mirarla a los ojos la cuarta noche, la última noche con miedo. El rugido del puma lejano solo logró que me emocionará más. Era signo de que me acercaba a ella. El invierno se acercaba y eso se notaba en el ambiente frío y lúgubre y en las noches cada vez más oscuras.
Oh mujer de mis sueños, ¿dónde estabas? El corazón se me rompió en cuatro pedazos: uno por cada noche que me escapé a tu encuentro, todo para que desaparezcas. La noche que rompería mis miedos te fuiste aprovechando la oscuridad del bosque, ni la luna me hizo compañía. Creo que huyó contigo en la espesa penumbra.
Desperté al día siguiente más solo de lo que jamás me había sentido. Ella no me amó. Eso me repetía, pero mi lado débil me decía que seguro tuvo un percance, quizás ella enfermó, tuvo una reunión familiar, ¡qué sé yo!, algo pasó.
Sintiéndome estúpido y totalmente humillado, me adentré al bosque a penas se ocultó el sol. Fue la noche menos oscura que había presenciado en invierno. Entré corriendo a la espesura con miedo de arrepentirme. ¡Estaba ella allí! Esperé un momento a que se disculpara por su ausencia de la vigilia anterior. Su sombra se movía de lado a lado como danzando, pero muda.
-Ayer vine, ¿sabes? Hacía mucho frío y tú no estabas. Pensé qué tonto soy, pensé que entre nosotros había algo. Anteayer te escribí un poema. Sí, soy tímido y quiero creer que tú también, pero yo soy el que habla y hace todo y sí, soy un cobarde que no se atreve a mirarte de frente, pero aún así me enamoré de ti. Dime si tú sientes lo mismo que yo, ¡dime algo! – mis lágrimas comenzaron a correr por mi mejilla mientras me las secaba con la mano- ¡Y sigues sin decir nada! Mírame a los ojos…
Al fin levanté mi mirada. Tenía al frente un arbusto con ramas finas y un tronco similar al cuerpo de una mujer. Fui el hombre más imbécil sobre la tierra. Mi llanto de dolor se convirtió en llanto de odio y cólera. Me jalaba los cabellos mientras gritaba como poseído. Levanté una piedra, la más grande que cabía en mis manos, y la lancé con ira. Rompió las ramas y cayó detrás del arbusto. En ese momento, aquella piedra me recordó algo que esta noche había olvidado.
Escuché más fuerte que nunca, y más aterrador de lo que imaginaba, el rugido del puma. Ausente toda la noche, resonó por todo mi cuerpo. A continuación, solo existió en el ambiente un silencio ensordecedor que acompañaban a dos ojos amarillos apareciendo sobre el arbusto y aproximándose a mi enclenque cuerpo petrificado. Y después… Pues ahí acabó todo.
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