Sonia se detuvo, en seco, a pocos metros del edificio. La tenue luz de las farolas, dejaba ver a una chica sentada en la cornisa del séptimo piso.
Ella empezó a agitar los brazos y a llamarla, a implorarla que volviera dentro. Sin embargo, la joven se tiró.
Sonia se acercó corriendo y se arrodilló a su lado. Aún respiraba. Su rostro y sus manos estaban salpicados de sangre y escarcha.
Se quitó el abrigo y le cubrió el cuerpo. Luego, se levantó, sacó el móvil, del bolso, y llamó a una ambulancia.
Al cabo de unos minutos, la sirena de las urgencias atrajo varias miradas desde las ventanas.
Sonia, que tenía las manos apoyadas sobre la chica, se levantó y se dirigió a las dos médicas.
—Hagan algo, por favor, no creo que aguante mucho.
Ellas asintieron y se agacharon junto a la joven. Una le tomó el pulso, mientras la otra, comprobaba la temperatura.
—Está en estado crítico de hipotermia. ¿Cuánto tiempo lleva así?
Sonia le explicó que ya estaba así cuando había saltado. Las doctoras se miraron desconcertadas.
—Pueden salvarla, ¿no?
Una volvió a poner los dedos sobre su cuello y sacudió la cabeza. La frecuencia de los latidos había disminuido.
—Vamos a llevarla al hospital, pero no creo que lleguemos a tiempo.
La doctora trasladó, al vehículo, a la chica y arrancó. Su compañera se quedó con Sonia.
—¿La conocías?
Sonia se enjugó las lágrimas y respondió que no. Ella solo volvía de trabajar, por la misma ruta de siempre, y se había visto envuelta en ese altercado.
—Siento que hayas tenido que vivir esto. Si quieres, en el hospital contamos con un equipo de psicólogos.
Sonia se lo agradeció. No obstante, prefería marcharse a casa.
—Lo comprendo, pero antes de irte, ¿podrías decirme desde qué ventana ha saltado?
Ella se lo indicó y se alejó de allí. La doctora avisó a la policía y pocos minutos después, subieron al piso.
A su paso, los vecinos abrían las puertas y les acosaban a preguntas. Ellos no respondían, así que muchos les siguieron hasta el séptimo.
Uno de los policías forzó la cerradura y entró en un pequeño salón.
Un salón oscuro y congelado, con una mesa llena de velas derretidas y dos sillones puff a cada lado.
Él empezó a tiritar, a castañearle los dientes. Cruzo los brazos y pulsó el interruptor, pero no funcionaba.
Salió al rellano y le pidió a su compañero el abrigo y una linterna.
Luego, volvió a entrar y empezó a inspeccionar. Entonces, tirado en medio de la cocina, encontró a un chico.
Él se acercó y le incorporó. Tenía el rostro y los labios morados, la nariz cubierta de rajas y de sus pestañas colgaban trozos de hielo.
Él frunció el ceño y regresó al descansillo.
—Oiga, ¿qué ha ocurrido? —dijo una señora que intentaba colarse entre los brazos del otro policía.
—Sí, que nos tienen aquí desinformados —dijo un hombre.
Ellos les narraron lo sucedido. Varios vecinos se llevaron las manos a la cabeza. Algunos, incluso, estallaron en lágrimas.
—Qué pena. Una pareja tan joven —dijo una mujer.
Un vecino asintió y apretó los labios.
—A mí, alguna vez, ella me había comentado que, a duras penas, podían pagar las facturas, pero nunca había imaginado que sería hasta este punto.
—Pero, ¿qué pasa? ¿qué no trabajaban? —dijo otro.
El hombre se encogió de hombros. Su vecino empezó a mover la cabeza de un lado a otro, el disgusto reflejado en su rostro.
Entonces, uno de los policías les ordenó que despejaran el rellano; su compañero y la médica sacaban al chico metido en una bolsa.
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