El Perro de la Muerte

El Perro de la Muerte

Noel Chávez

18/10/2018

Los días pasaban como si de un mundo que gira entorno a dos soles se tratase, segundos después de soportar las cosas que dejaba a la vista la luz del primero y la paz momentánea de la oscuridad cuando se marchaba, era la presencia del otro la que prometía mostrar cosas distintas, pero nada era distinto, la vista era siempre la misma, y duelen el amanecer, y el anochecer que gotea e inunda mis sueños una y otra vez.

A diario por las mañanas, las caminatas con mi perro Otto, un pitbull color blanco, dejan al destello del primer haz de luz mostrarme la repetida arquitectura de la ciudad que recorro entre muros agrietados que la suave brisa acaricia hasta derrumbarlos. Entre ruinas y entre personas en ruinas se escurre el canino siguiéndome a paso lento producto de una leve pero progresiva degeneración en las articulaciones… ¡Qué se yo!, se hace viejo mi perro, pero va conmigo a su paso tras el mío, quizá queriendo andar más de prisa.

El polvo invade las viviendas de adobe, de cimientos más débiles que las patas del que ladra, del que jadea humeante por el frio clima que te abraza al despertar, cual viejo con pipa humosa. Jóvenes que respetan y heredan vicios exhalan angustia que se mezcla con la neblina y el jadeo de mi perro, cada día el protagonista es uno de ellos y la neblina huele menos a tabaco pero hay menos que respiren su pureza.

Con tanto frio en mí y con tanta vejez en Otto, culmina nuestro sendero en un sitio con pequeños pinos en la entrada, donde el rocío reposa sobre la tela de araña que deja el arácnido anónimo y me quedo un rato viéndole. Quietas las cuerdas que soportan todo sobre ellas. Avanzo a la entrada, pues el aroma llama y la calidez que siento al escuchar los trastos sonar en aquella cocina de casa humilde, donde duermen muchos en pocas camas, despierta en mí la nostalgia de una taza de café de palo, cuyo olor evoca vejez y trae paz a mis sentidos.

Se acercan los niños y acarician al perro, quien en una ocasión mordió a uno de ellos, dejando en él cicatrices que delatan el mal genio de Otto, pero el tiempo ha doblegado su carácter, ese mezquino que nos doblega a todos y que a granos de arena que caen forma rocas de minutos y montañas de horas, que pesan en los huesos diciendo repetidamente que estás lejos del inicio y muy cerca del final.

Vi a hombres aquí sentados leer periódicos, poniendo en duda la veracidad de su existencia, pero a pesar de no haberle visto nunca, yo creo en el tiempo, pues él ve a las personas y nos hace a nosotros verlas diferente, me siento entonces a diario en el mismo lugar donde lo hice hasta ahora a esperar este día, ansioso mientras fingía dibujar, escribir o hacer algo que me haga parecer interesante, aunque nadie me vea, excepto Otto. La poca bondad que me queda la goza el hogar de pulgas que me sigue y lame mis huesos secos, mientras extiendo mi mano para darle un trozo de pan.

Es un día como todos los que tengo planeados, mi aburrir es lamento ajeno y la caravana de segundos que pasa frente a mí de camino al destino que tengo como fin me invade y me rodea de lo ajeno, de vidas mal vividas que no estoy en mi derecho a reclamar y es que yo voy como otros, perdiendo a más de los que me perderán a mí.

Recuerdo lo ocurrido aquella vez en que perdido en la ciudad me encontré con un tipo falto de creatividad para resolver los problemas ajenos; Y es que, si algo atormenta a un hombre más que su propio dolor, es el dolor de los suyos.

Así pues, un día este sujeto buscando la paz que encuentro yo fácilmente en mis mañanas, decidió realizarme la petición de salvar a un nieto, pasaba yo de regreso de mis labores, cuando en lamentos frente a la puerta del hospital del cual salía, se encontraba rogando un milagro.

No soy de hacer tal cosa, pero hago intercambios para dar más vida a mi viejo Otto; Tan preciso fue el desconocido en sus palabras al ofrecer su vida por la del niño, que no me lo pensé dos veces en aceptar.

Hace tan solo unos meses de aquel evento decidí en qué fecha pagaría su deuda, y esperé ansioso desde entonces que llegara el día. Y por fin ha llegado, ese día es hoy, y aquí sentado en su sofá me encuentro contando los minutos, mientras jugamos ajedrez, con la mirada él ve al perro echado en la sucia esquina de la sala, el perro me ve a mí sentado en el sofá rasgado y yo lo veo a él descansando en su mecedora rechinante.

Rechinó la mecedora al levantarse, sé que va por vino, sonaron los trastos, sonaban igual que los de aquel lugar que visito en las mañanas.

Volví a ver a la esquina de la sala donde estaba echado el perro, movía su cola demostrando la misma alegría que me causó a mí ver lo que no hacía desde hace mucho tiempo, me levante y camine por el sucio piso, acaricie al animal y nuevamente me lamió y se quejó suavemente, era su agonía.

Grito y apuro al viejo, el cual sale de la cocina con una copa de vino y un plato de comida para el perro, pasa frente a mi cual funeral, se inclina a dar de comer al perro y éste lame su mano. Suspiró y se sentó junto a mí en el rasgado sofá, le entregué un sobre y lo añadió dentro de su copa oscura, tomó lentamente el vino y poco a poco se sumió en un profundo sueño hasta dejar de respirar, lejos de sentirme orgulloso, tomé una vida para prolongar la del que me hace compañía, me atormenta más el dolor del perro que el mío.

Me dispuse a salir de la casa y olvidarle, recogí a Otto y al salir, tan solo di unos cuantos pasos cuando el perro dio muchos menos y se desplomó. Vi hacia dentro y noté en la cara del viejo tirado en el sofá, esa sonrisa que siempre se tiene al poner en Jaque a tu oponente.

Regreso nuevamente para reclamar lo que me pertenecía, como intento de aliviar la agonía, el vino derramado adornaba el sofá y vi de nuevo su rostro sonriente, satisfecho de haberme dejado anclado en este lugar. No encuentro el valor de salir a caminar solo esta vez.

No pesa ya tanto el tiempo y el reloj ya no marca la muerte.

Me he quedado aquí preguntándome aún ¿quién era ese viejo?

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