Maya, recuerdo ese día que venías a mi casa, era medio día, yo estaba ocupado fumigando cucarachas que se habían agolpado en una esquina de la cocina huyendo de los ataques del spray mortífero; eran cucarachas grandes como fósiles prehistóricos, diría uno que se escaparon del museo de historia natural del Cairo. Tú venías llena de ira, movida por un aire pesaroso, pues había olvidado felicitarte en tu cumpleaños a primera hora. ¡Solo Dios sabe cómo odias que eso suceda!

Recuerdo que llegaste a casa, tocaste la puerta suavemente, tal vez intentando apaciguar la cólera que te llevaba arrastrada y primero salieron a saludarte las cucarachas antes que yo; me reí mucho mi niña, estabas asustada y la ira que llevabas se fue detrás de tus gritos, y es que cuando gritas se te brotan las venas del cuello como las raíces de los grandes arboles amazónicos donde los monos juegan a saltar y corretearse unos a otros. Cuando volviste la mirada al interior de mi casa pudiste verme sosteniendo una torta apachurrada y decorada con el esfuerzo de un veterano de guerra que perdió el brazo que más creatividad tenía. —Feliz cumpleaños—te dije.

Y me abrazaste entre lágrimas con un trinar de rodillas producido por el espanto y la ira que se disolvía en el suelo como un helado en verano.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS