Ojalá todos fuéramos niños.

Afuera llovía, estaba oscureciendo y el paisaje se nublaba sin prisa. Yo, sentado en un cómodo sofá de cuero vinotinto, esperaba pacientemente a que el hombre delante de mi siguiera hablando.

—Y bien… una última pregunta y podrá irse.

—Sin prisa. —Contesté.

—¿Con qué compara la felicidad? ¿Cree que existe?

—¿Eh?

—Puede decir lo primero que le venga en mente. —Volví mi vista a la ventana, tomando un momento para tomar esas palabras y volverlas hecho.

—¿Cómo un niño y el cielo?

—Sí, ahora, ¿lo hace por el hecho de que los niños son siempre felices?

—No. —No lo sabía exactamente, fue lo primero que vino a mi mente y no dudé en decirlo.

El psicólogo me miró, inexpresivamente. Se acercó a su escritorio y soltó su libreta en el. Giró sobre sí y se inclinó hasta quedar recostado en postura relajada. Alzó una ceja, esperando que concretara mi respuesta.

—¿En algún momento de su vida ha visto usted a un niño mirando directo al sol, siguiendo su curso por la órbita? Fíjese, ellos no miran más allá de las nubes y por mucho no acostumbran, o siquiera piensan en colocarse lentes oscuros para intentarlo, la curiosidad también tiene límites.

A cambio, por las noches cuántos no se deleitan mirando la luna al caminar, creyendo ser perseguidos, o nosotros creer perseguirla. Ellos sólo ignoran que el sol está ardiente, saben que si lo miran se lastimaran.

—Se sabe que está el problema pero deciden no intensificarlo, sin embargo miran las nubes.

—Bien sabe que hay diferentes perspectivas. —Me removí ignorando el sonido que producía el sillón al momento, y continúe—. No creo en una felicidad constante, pero creo en ella, y quizá incluso ese no sea el mejor sentimiento. Pero si no la busco, ¿qué sería de mi en mi entorno? Hemos sido felices antes, y seremos felices luego. Porque hay un punto donde la luna está sobre ti; te das cuenta entonces que la felicidad existe, porque sino no la buscáramos con tanto frenesí. Ojalá todos fuéramos niños.