-¡Que la niña Lau ha vuelto a casa!
Y clarito vimos como se abrieron sus verdes ojos, apagados de luz desde hacía cuarenta años.
La abuela pidió, haciendo señas con las manos para que Lau se acercara.
Tomó primero las manos, después acariciò su cara. La estrechó enseguida contra su pecho, llenándola de besos en la cabeza, en la cara, en las manos.
-Tu pelo huele igualito a como olía cuando yo te bañaba. Dijo la abuela a Lau.
La abuela estaba sentada en la mecedora de alambrón y cuerdas, en el enorme patio de la casa. Rodeada de naranjos, mandarinas y carambolos. El graznido de tordos madrugadores y perros en la lejanía. La algarabía de los vendedores recorriendo las calles y anunciando frutas, tortillas. El periódico. El sol de Altamira. El silbato del tren de carga alejándose.
La mañana era fresca y ligeramente húmeda. Diciembre había sido siempre la mejor época para no tener que lidiar con los calores.
Diciembre era también época de sacrificios.Pavos y marranos hacían turno.
La cocina era la estrella de aquella casa. El calor emanando de hornillas y hornos. El bullicio de las mujeres. El paloteo de la masa para las galletas. Las almendras tostandose al comal. El aroma de sus aceites. La marinada de vinagre y aceite de olivo, hojas de laurel y tomillo. Pimienta y naranja cucha. El encendido colorido del achiote. La abuela y sus ojos apagados y la ronca voz en las arengas ¡ordenando!
-comadrita que le pongan más sal al adobo. Diciéndole a la criada más vieja. Tan vieja como la misma abuela. Tan curtidas ambas, tan amigas, tan íntimas.
-que bañen el lomo con el adobo. Que le incrusten las almendras tostadas. Que remojen en agua con limón rebanadas de manzana verde.
-¡comadrita! Que escojan bien las manzanas. Que estén maduras pero firmes.
-que rebanen también naranjas dulces, que las despepiten.
Ya no son como las de antes comadrita. A estas cabronas hay que decirles cada cosa para que lo hagan a nuestro gusto.
Y se perdía su mirada entre las ollas y los metates.
Gordas y achaparradas, morenas de brillante piel, las risas estampadas en sus rostros, las costeñas hijas de la luna y el mar, reían ante los reclamos de la abuela.
-bien que nos quieres abuela. Bien que nos quieres. Decían en coro. Atreviéndose incluso a dar palmadas de cariño en sus hombros.
Para entonces, la abuela se sentaba en su sempiterna silla de bejuco, en un rincón de la cocina, cogía con la mano izquierda el ancestral pote de peltre con el café supremo del día y con la derecha, el cigarro de tabaco liado en hojas de blanquísimo papel de arroz.
A los ya de por sí enloquecidos aromas en la cocina, se sumaban ahora los del café recién hecho y por sobre todos ellos, los del tabaco.
El silencio llegaba entonces cabalgando entre la memoria y el recuerdo, entre la pena perpetua y el dolor, entre suspiros y alguna lágrima.
Callaban las criadas, y la comadrita elevaba la única plegaria permitida en aquellos trances.
-que Dios nos coja confesados.
El ritual había sido por décadas, patrimonio exclusivo de la abuela.
Las piernas mechadas, lomos de cerdo, galletas de maizena, pasteles de frutos secos, los consomés para el día siguiente. Las charolas con buñuelos, los jarros de barro negro con el ponche. Las cacerolas de butifarra y los canastos de panes y quesos. Todo era comunitario bajo el estricto mando de la abuela.
Lo del pavo era sólo de ella, y todos los demás asistían sin chistar al espectáculo.
Desde la cuidadosa alimentación del pavo, semanas previas. Esa mezcla inventada por la abuela. Nueces y frutos de temporada. Pistachos. Granos de maíz silvestre, trigo y cebada. Agua fresca desde un cántaro de bronce. La cuidadosa engorda con sorbos de leche y queso madurado en mecate. El ayuno, justo cuarenta horas antes de la muerte. Reloj en mano.
Después del mundanal aquelarre en la cocina. Habiéndose agotado las tareas recomendadas. Los lomos y las piernas horneandose. Se hacía la pausa que aquel memorable momento merecía. Todo aquel mundo entre mujeres y mozas daba lugar a la triunfal faena de la abuela.
Dos jóvenes criados arrimaban el perol con agua hirviendo, hasta los pies de ella. La única ayuda que le harían.
Ella misma cogía el pavo por las alas, lo sopesaba y sonreía al comprobar las buenas hechuras. Ataba las patas del pavo. Cruzaba entre sí las alas para evitar el aleteo. Tomaba la cuerda que colgaba de la rama del árbol. El mismo árbol, la misma rama y quizás también la misma cuerda de todos los años. En un santiamén el pavo colgaba ya, cabeza abajo. La comadrita corría junto a la abuela y con destreza lavaba cabeza y cuello del ave. Enjuagaba con abundante agua para quitar residuos de la jabonadura.
Con la mano izquierda, la abuela sostenía la cabeza del pavo, doblando enérgica el cuello. En la diestra, el filoso cuchillo que la abuela conservaba para el degüello, y que jamás nadie había tenido entre sus manos. Un cuchillo gastado por los años, el mango de palo de rosa. El afilado canto asentado por la propia abuela, y capaz de cortar un cabello. El movimiento preciso de la abuela deslizando el cuchillo. Un solo tajo en el cuello del pavo. El corte nítido. El chisguete de sangre saliendo a presión. Manchando primero las manos de la abuela, el antebrazo derecho. Salpicando aquel avejentado rostro, el cuello. El pecho. La sangre del ave manchando su faldón blanco. Y sus piernas y sus botines. La sangre del ave derramándose en la tierra.
La abuela permanecía quieta sosteniendo con la mano izquierda la cabeza del enorme pavo. Hasta que dejara de manar la más mínima gota de sangre. Hasta que el ave luciera inerte. Quieta también.
La mano derecha con el cuchillo también quieto. La abuela invariablemente, limpiaba la hoja del cuchillo en su propio vestido, lo guardaba en la funda de piel y volvía a ponerlo en su cinto.
-¡comadrita!, que lo desplumen con mucho cuidado. Ordenaba luego a la comadre.
La abuela iba a sentarse a su vieja silla de bejuco que, algún mozo, había traído desde la cocina. Cogía con las manos ensangrentadas el cigarrillo recién liado. Encendía un cerillo y daba dos o tres aspiradas llenándose los pulmones de humo. El reloj marcaba siempre las doce en punto. El mediodía. La hora santa. Las estaciones de radio hacían un corte de programa con el Ave Maria.
La abuela era servida entonces con media jícara de mezcal de pechuga. Blanco y cristalino. Y tres rodajas de mandarina espolvoreadas con sal y chocolate amargo. Sorbía el primer trago y justo antes de llevarse la mandarina a los labios, se dibujaba en aquel rostro la más espléndida de las risas.
Frente a ella, también sentada y con su jícara de mezcal en mano, la comadrita levantaba el trago saludando.
Las mozas, y con el mayor de los cuidados, desplumaban el pavo.
La historia de la abuela Otilia y la comadrita Micaela, es una historia que se enreda y se desenreda en el tiempo. Que se nutre particularmente de la duda y del olvido. Impensable para unos y otros en aquella época, y menos aún en estos tiempos. Lau se enredó también en buscarse a sí misma en esa historia. Nieta única, hija también del único hijo de la abuela. Muertos él y su madre en oscuras circunstancias, igual que el marido de la abuela, su abuelo. La historia de Otilia, la abuela, y Micaela, la comadrita, se retorcía también en la niebla de la memoria, doliendole al pueblo, a los santos, al mismo demonio.
¡Inmaculada y púber! Otilia la niña virgen.
-¡Que jamás nadie mancille tu cuerpo, que jamás nadie te posea!
Y Micaela dejaba caer en aquel cuerpo núbil jícaras de fresca agua del manantial, serenada con hojas de chanté y flores de cocoite.
Acariciaba su cuerpo, recorría amorosa los cabellos, besaba pezones y labios. Otilia, la joven, descansaba después su cabeza, en el pecho de Micaela.
-Que pague con la sangre de su cuerpo y la de su estirpe, quien ose tocarme. Había respondido Otilia
Y con estas palabras sellaban un pacto de amantes.
Lau volvía a sus raíces cuarenta años después de haber sido arrancada de aquellos brazos. Había vivido una vida de soledad y melancolía. En una ciudad ajena. Con un velo entre la verdad y la mentira.
Conocía por fin el pueblo de Altamira, el barrio y la casona de la familia. Conocía también a la criada Micaela y a su abuela Otilia. Se reconocía en esencia con ella. La misma mirada de ojos verdes. Y la misma sonrisa.
Arribó al pueblo a las siete de la mañana. Y se dejó abrazar y besar por la abuela.
A las nueve y treinta y siete minutos de la noche, el festín sobre la mesa. Pierna y lomo en los extremos. Jarros de humeante ponche. Salsas de naranja y manzanas. Galletas y panes. Al centro el enorme pavo con pasas y miel de abeja reducida con vino tinto, y espolvoreado con ajonjolí recién tostado. La charola con papas horneadas con gajos de cebolla y rodajas de hinojo.
La servidumbre sentada a la mesa. Criadas y mozos tan pulcros en sus blancas vestimentas. El silencio y la espera por la abuela y por la comadrita.
-Vino tinto con ralladura de nuez moscada, hojas de valeriana y la infusión de adormidera. La pizca de azúcar.
Había contado Micaela a Otilia cuando se quedó dormido el marido de esta. Y después con los años, cuando a insistencias y terquedades lo habían hecho con el hijo y con su esposa. El sopor primero y enseguida el sueño profundo. El cuchillo afilado e inquieto en la mano derecha de Otilia. El cuerpo del abuelo primero, y del hijo y la nuera años después, recostados, y las cabezas colgando al filo de la cama. La abuela sosteniendo firme la cabeza con la mano izquierda, girando el cuello. El tajo certero y nítido. El degüello.
-Sangre eres de la estirpe. Sangre de mi memoria y mi recuerdo. Había dicho la abuela mientras descubría el cuello de su nieta.
La hosca seriedad en el rostro de Micaela.
En la mesada la algarabía de criados en torno al banquete, mordisqueando panes y galletas, sorbiendo ruidosos el ponche con licores. Deshuesando el pavo a dentelladas y pellizcos. El remojo del pan entre las salsas y las mieles. Aquelarre de ingentes.
La abuela y la muesca de sonrisa en el rostro. La mano izquierda sosteniendo cabeza y cuello. La mano derecha firme en el cuchillo de filosa hoja y mango de palo de rosa. Sabe lo que sigue. Lo hizo recién esta mañana en su ritual insigne. El degüello del pavo. La hoja del cuchillo descansando ya en el lugar preciso. ¡Esperando! ¡Esperando!
La mesa y los criados devorando todo. La noche del rey de reyes. La natividad. La noche de las luces sin tinieblas. La noche de cerrar círculos y de adorar estrellas. La noche del veinticuatro de diciembre.
Micaela sorbe su trago de mezcal y rie. Habrá quien asegure que si no es por esta noche, jamás antes había reído.
Otilia la niña, la joven. Otilia la mujer desposada. Otilia la viuda. Otilia la madre. Otilia la abuela.
Una vez asentado el cuchillo en el sitio preciso del cuello, basta tan solo un rápido movimiento de la muñeca. Sin ninguna prisa. Sin ningún titubeo. Sobre todo sin ningún remordimiento.
Había dicho la abuela Otilia a la comadrita Micaela
Mientras bebía su jícara de mezcal y aspiraba con fruición el cigarrillo.
La nieta había pasado del sueño y el gozo de perfumado licor, al sueño y al gozo eterno.
¡Aleluya! ¡Aleluya!
En las calles del pueblo se entonaban ya villancicos navideños, y se servía rompope, y se tronaban cohetes y cohetones.
Altamira, dic. 24 del 2016 By Oscar Mtz. Molina
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