«Encuentro con el trovador I»
Un rancho a lo lejos,
un sillón gastado
y dos palomas blancas
en la cima
del viejo sauce.
El crujir de las piedras
anunció mi llegada,
como la voz
de un reloj
del siglo pasado.
El silencio es el amo
de cualquier desvarío,
y el viento
lo enredaba
en mis manos.
Devuelvo en versos
lo que me llevé
de ese paisaje,
el aire que volvió
a la jungla.
En la ventana reseca,
el cristal envejece
con las bofetadas
del invierno,
y en sus grietas
resuena un violín,
el trovador galán
cantando su ilusión,
y sobre la mesa
dos copas de vino.
Los escalones crujen,
paso a paso
me invitan al fogón,
y la puerta se abre
al son de un bolero.
La melodía se escapó
hacia la galería,
como intentando gritar
a los cuatro vientos
los latidos de un gemir.
«Regálame unas estrofas»,
le pedía al zorzal,
mientras abrazaba
la cintura
de su guitarra,
como aferrándose
a su vida, a su amor.
Bebió un sorbo de vino,
acarició sus cuerdas,
y la poesía despertó.
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«Encuentro con el trovador II»
«Y si me resbalase al bailar
en la cornisa de la luna,
es porque bebí demás
del veneno que se escapa
de tus labios rojos».
Así la noche se presentaba
en las cuerdas de su voz,
delimitando espacios
que se oscurecían
en las frases finales.
«Y si me ves en la vereda
con dos monedas,
es porque regalé
mis serenatas al viento,
las que tú dejaste partir».
Recordé esas noches
en las que las nubes
no dejan de regresar;
quizás sus ojos grises
guardaron esas vigilias.
«En los huecos de mis manos
sólo quedan nostalgias,
la espuma del mar
que oculta tus huellas
en mis arenas añejas».
En la pared vi el retrato
de una mujer elegante;
él llevó su mano a su boca
y le tejió dos alas a un beso,
que aún sobrevuela la sala.
«Sé el final de la historia;
si no me abandona mi voz
seguirás encerrada aquí,
en estas paredes húmedas
de tanto llanto atrapado».
No me había percatado
de la sala, silbando bajito
aquél nombre sulfatado,
y así supe que el silencio
la conocía tanto como él.
«Será la dulce locura
de mi osadía, del miedo
a que te escapes
de la jaula de mis recuerdos,
que sigo aquí, contigo».
Tantas veces he escuchado
la palabra «libertad»,
y cuanto más la entiendo
más la desconozco,
y más me parezco a ella.
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«Encuentro con el trovador III»
Miré de cerca sus manos,
como buscando el aroma
de un viejo perfume,
aquella bocanada
que había guardado,
las migajas de las estrofas
que había olvidado,
pero apenas yacían
los muros caídos
de una loca pasión.
Busqué en sus ojos
las golondrinas ciegas,
las que jamás regresaron,
las que encerró el viento
en la jaula del rencor.
Él se perdió con ellas,
quizás traicionando su fe,
dilatando sus días
en aquella mujer
de elegante sonrisa.
El suelo de la sala
estaba empapado
de solitarias melancolías,
atadas a un sueño sin final
con puntos suspensivos.
No había un verso,
no había preguntas,
no había ansiedad;
ya se habían cansado
de esperar en su sillón.
Sólo canciones brotaban
de las cuerdas de su voz,
de las raíces de sus manos,
y la música era su espejo,
su eterno fiel reflejo.
La espera intransigente
del dolor morboso,
los retratos opacados
de tanto descansar,
la rutina de la lluvia.
El trovador se hundía,
como siempre, en su lodo,
en sus noches sin dormir.
Pero no tenía más sueños
que sus canciones,
más estrellas que el farol
que iluminaba el salón,
más verdades que sus versos,
más compañía que el vino,
su guitarra y su sillón.
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«Encuentro con el trovador IV»
«Solía ver su rostro,
pero ahora es una brisa
de madrugada.
Sólo mis canciones
se lleva con ella,
cada vez más lejos,
cada vez más fría.»
Le devolví
su mirada cómplice,
su arte bohemio.
Supuse que era todo
lo que quedaba
de aquella noche.
Quedaba una gota de vino
en el fondo de su vaso,
testigo fiel
de su dulce condena.
La sala guarda sus secretos,
pero los gorriones
me los dirán, algún día.
No seré la ceniza
de su hoguera,
pero al menos
fui parte de su arte,
y algo de mí se fue con él.
Las heridas se curan
si las compartimos;
y en esas horas, sin saber,
dos lágrimas del mar interior
se secaron para siempre.
Me despedí de él
hasta otra ocasión,
y prometí volver
a su rancho, a ese fogón
inundado de canciones.
«Si algo hemos aprendido,
es a no olvidar
los buenos tiempos,
porque los malos
se van sin que los echen».
Abrí la puerta de madera,
me tomé unos segundos,
y las palomas blancas
seguían en la cima
del viejo sauce.
La melodía continuaba,
como continúan los sueños,
aunque sólo sea una voz
en búsqueda de la vida,
y él había aprendido a vivir.
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