Encuentro con el trovador

Encuentro con el trovador

Pablo Ponce

29/09/2018

«Encuentro con el trovador I»

Un rancho a lo lejos,

un sillón gastado

y dos palomas blancas

en la cima

del viejo sauce.

El crujir de las piedras

anunció mi llegada,

como la voz

de un reloj

del siglo pasado.

El silencio es el amo

de cualquier desvarío,

y el viento

lo enredaba

en mis manos.

Devuelvo en versos

lo que me llevé

de ese paisaje,

el aire que volvió

a la jungla.

En la ventana reseca,

el cristal envejece

con las bofetadas

del invierno,

y en sus grietas

resuena un violín,

el trovador galán

cantando su ilusión,

y sobre la mesa

dos copas de vino.

Los escalones crujen,

paso a paso

me invitan al fogón,

y la puerta se abre

al son de un bolero.

La melodía se escapó

hacia la galería,

como intentando gritar

a los cuatro vientos

los latidos de un gemir.

«Regálame unas estrofas»,

le pedía al zorzal,

mientras abrazaba

la cintura

de su guitarra,

como aferrándose

a su vida, a su amor.

Bebió un sorbo de vino,

acarició sus cuerdas,

y la poesía despertó.

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«Encuentro con el trovador II»

«Y si me resbalase al bailar

en la cornisa de la luna,

es porque bebí demás

del veneno que se escapa

de tus labios rojos».

Así la noche se presentaba

en las cuerdas de su voz,

delimitando espacios

que se oscurecían

en las frases finales.

«Y si me ves en la vereda

con dos monedas,

es porque regalé

mis serenatas al viento,

las que tú dejaste partir».

Recordé esas noches

en las que las nubes

no dejan de regresar;

quizás sus ojos grises

guardaron esas vigilias.

«En los huecos de mis manos

sólo quedan nostalgias,

la espuma del mar

que oculta tus huellas

en mis arenas añejas».

En la pared vi el retrato

de una mujer elegante;

él llevó su mano a su boca

y le tejió dos alas a un beso,

que aún sobrevuela la sala.

«Sé el final de la historia;

si no me abandona mi voz

seguirás encerrada aquí,

en estas paredes húmedas

de tanto llanto atrapado».

No me había percatado

de la sala, silbando bajito

aquél nombre sulfatado,

y así supe que el silencio

la conocía tanto como él.

«Será la dulce locura

de mi osadía, del miedo

a que te escapes

de la jaula de mis recuerdos,

que sigo aquí, contigo».

Tantas veces he escuchado

la palabra «libertad»,

y cuanto más la entiendo

más la desconozco,

y más me parezco a ella.

——————————

«Encuentro con el trovador III»

Miré de cerca sus manos,

como buscando el aroma

de un viejo perfume,

aquella bocanada

que había guardado,

las migajas de las estrofas

que había olvidado,

pero apenas yacían

los muros caídos

de una loca pasión.

Busqué en sus ojos

las golondrinas ciegas,

las que jamás regresaron,

las que encerró el viento

en la jaula del rencor.

Él se perdió con ellas,

quizás traicionando su fe,

dilatando sus días

en aquella mujer

de elegante sonrisa.

El suelo de la sala

estaba empapado

de solitarias melancolías,

atadas a un sueño sin final

con puntos suspensivos.

No había un verso,

no había preguntas,

no había ansiedad;

ya se habían cansado

de esperar en su sillón.

Sólo canciones brotaban

de las cuerdas de su voz,

de las raíces de sus manos,

y la música era su espejo,

su eterno fiel reflejo.

La espera intransigente

del dolor morboso,

los retratos opacados

de tanto descansar,

la rutina de la lluvia.

El trovador se hundía,

como siempre, en su lodo,

en sus noches sin dormir.

Pero no tenía más sueños

que sus canciones,

más estrellas que el farol

que iluminaba el salón,

más verdades que sus versos,

más compañía que el vino,

su guitarra y su sillón.

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«Encuentro con el trovador IV»

«Solía ver su rostro,

pero ahora es una brisa

de madrugada.

Sólo mis canciones

se lleva con ella,

cada vez más lejos,

cada vez más fría.»

Le devolví

su mirada cómplice,

su arte bohemio.

Supuse que era todo

lo que quedaba

de aquella noche.

Quedaba una gota de vino

en el fondo de su vaso,

testigo fiel

de su dulce condena.

La sala guarda sus secretos,

pero los gorriones

me los dirán, algún día.

No seré la ceniza

de su hoguera,

pero al menos

fui parte de su arte,

y algo de mí se fue con él.

Las heridas se curan

si las compartimos;

y en esas horas, sin saber,

dos lágrimas del mar interior

se secaron para siempre.

Me despedí de él

hasta otra ocasión,

y prometí volver

a su rancho, a ese fogón

inundado de canciones.

«Si algo hemos aprendido,

es a no olvidar

los buenos tiempos,

porque los malos

se van sin que los echen».

Abrí la puerta de madera,

me tomé unos segundos,

y las palomas blancas

seguían en la cima

del viejo sauce.

La melodía continuaba,

como continúan los sueños,

aunque sólo sea una voz

en búsqueda de la vida,

y él había aprendido a vivir.

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