De haberse detenido a escuchar el repiqueteo de sus tacones le habrían recordado a la lluvia con la que se dormía de niña, cuando visitaba la casa de su abuela en semana santa. Nada quedaba de la pequeña, honesta, soñadora y lenguaraz Martina que se dormía tranquila creyendo que los chubascos primaverales interpretaban nanas para ella en un recóndito pueblo del norte.
Ahora, era un mujer. Adulta e independiente; capitalina. Una mujer con el cabello cenizo ondulado tras una hora de plancha, vestida como una ejecutiva de éxito y postín, perfumada con naranja y ébano. Capaz de corresponder desinteresada y desdeñosa a las miradas que la encontraban interesante. Cierto, había subido tres tallas en el último año pero todavía se veía atractiva al mirarse en el espejo. «Soy más de lo que puede aspirar a tener» se recordó frenando su paso ágil al encontrarse, al final del corredor de la estación de Cuatro Caminos, con la escalera mecánica.
Saturada por un impulso de seguridad, subió a pie por el lado izquierdo que, quienes preferían esperar que la maquinaria los llevara sin esfuerzo como habitualmente ella también hacía, dejaban libre para quienes iban con prisa. Martina la tenía, mucha. Estaba impaciente. Miró el reloj de su teléfono móvil. Contaba con diez minutos largos de margen, así que fue práctica y esperó a que los siguientes dos tramos de escalera la llevasen a la superficie con su lento ascender. Sonreía con descaro ensimismado. Su corazón empezaba a acelerarse.
La noche había caído con la temperatura agradable de los otoños perezosos. Cuando salió al exterior, tomó una profunda bocanada de aire y se apoyó en la barandilla de la entrada al metro. Silenció su teléfono, que mantuvo en la mano para emular que ojeaba cosas interesantes, pero su atención estaba en la gente que se acercaba. Él tenía que estar a punto de llegar, siempre alardeaba de puntual y, en eso, lo creía.
«Aquí estoy, Carlos. Dámela, dame la excusa más cutre que se te ocurra». Hasta en pensamientos sonaba retadora, segura de su victoria. Su cita tenía dos años más que ella, un divorcio y una niña pequeña llamada Paula. Eso no era importante. Lo importante era la tórrida historia de cibersexo que mantenían desde hacía cinco años, causa argumentada de la demanda de divorcio y que, finalmente, habían decidido volver real. Solo que Martina estaba convencida de que él era un Catfish.
Que le hubiera mentido todo aquel tiempo sobre su aspecto físico explicaba su negativa a mantener videoconferencias, las pocas fotos que le había mandado y su insistencia en guardar primero fidelidad física a su mujer y, más tarde, un supuesto luto por su matrimonio muerto. Una parte de Martina deseaba ver aparecer al musculoso y atractivo hombre moreno, con gafas de pasta y barba hipster. Un look demasiado contemporáneo para su edad. Que nada más verla, se acercara y le empotrara un beso con brusquedad, sin necesidad ni de saludarse. A fin de cuentas, se habían relatado con profusión de detalles todo tipo de peripecias sexuales, escritas o por teléfono, que ansiaban perpetrarse. Ella, como cualquiera, se perdía a menudo en sus fantasías pero eso no significaba que las creyera.
Cuando el reloj marcó la hora en punto, le llegó una notificación. Un mensaje de Whatsapp de Carlos que aseguraba que llegaría en un momento, porque el metro se había detenido más de diez minutos en Ríos Rosas.
— Patético… — masculló para sí. Entrecerrando los ojos, respondió un emoji con el pulgar arriba y un seco «yo ya estoy aquí».
Martina esperaba una excusa por parte de Carlos. Como que su hija se había puesto repentinamente enferma. Quizás un ghosting de manual, y no volver jamás a saber de él. La otra opción era que se presentara para admitir en persona que había falseado las fotografías, y nada le parecía tan penoso como eso. Carlos aún tenía tiempo de tomar una de las dos primeras opciones a la desesperada, así que Martina esperó ojeando Instagram para regalar unos cuantos Likes, aguardando impaciente un nuevo mensaje. Uno más estrambótico e inverosímil. Algo como que las vías del metro se habían llenado de humo, los estaban desalojando, se había intoxicado y se lo llevaban en ambulancia. «Vamos, a ver qué inventas».
Cuando un grupo desperdigado de gente comenzó a salir de la estación, alzó la vista. Y allí estaba Carlos, de los primeros, de los que se habían subido todas las escaleras mecánicas a pie. Su pecho se movía agitado, y miraba entre ilusionado y receloso a todas partes. Sus miradas se encontraron, por un instante, y Martina tuvo una vívida precognición de todo lo que podría pasar entre ellos.
Cómo la saludaba risueño, y su voz sonaba todavía un poco ahogada. Él se disculpaba por la tardanza y ella le restaba importancia. Bromearían sobre que pensaban que el otro les había mentido, o no iba a aparecer, y reirían. Tratarían de encontrar un restaurante pero se decidirían por atajar hasta las copas. Solo un gin tonic y medio después, se besarían. No llegarían a pedir el siguiente, porque Carlos había alquilado una habitación en el Holiday Inn que los esperaba para saciar sus deseos carnales, tras un lustro, de forma física. Y a partir de ahí, una vida de cuento.
Cuando Carlos apartó la mirada de ella sintió un mazazo en el pecho. Con mano temblorosa guardó el teléfono en el bolsillo y lo observó pasar de largo. Mirar a un lado, a otro, agorero. Sacar su teléfono, mandar un mensaje, y sentir el suyo vibrar.
«Soy yo» pensó Martina, como si solo por eso pudiera escucharla. Pero mentía.
Ella nunca había sido la de las fotos.
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