Mi demonio escarlata

Mi demonio escarlata

Abraham Omonte

21/09/2018

Sinopsis

Monólogo de lectura no lineal, con las confesiones de un errante adicto a las mujeres jóvenes, sus cuestionamientos y dudas sobre la pedofilia y otros desórdenes existenciales. Alterna la remembranza de sus experiencias sexuales con reflexiones sobre el mal que puede hacer una mujer, aunque sea joven, en la vida de un hombre, incluso sin tener la voluntad de hacerlo.

1. Me descarriaron temprano

Con hoy, son quince años de huir de los míos, y llegué a estas tierras, o borde de la tierra, para asentarme como un anónimo errante en aires ajenos, que pronto dejarían de serlo. El pánico inicial se convirtió en incertidumbre, para luego transformarse en paz conmigo mismo: ellos no llegarían aquí.

Las tardes y las madrugadas en esta anónima esquina del mundo tienen la particularidad de dejar brotar los pensamientos a distinto nivel. Al haber quedado tan empobrecido, me quedé sin deudas. Al haber perdido a mi esposa, me quedé sin familia. Al haber perdido mi negocio, me quedé sin ingresos, pero también sin responsabilidades. Perdí mucho, pero, por momentos, pienso que gané más.

No fue fácil adaptarme a esta nueva vida, con gente extraña al principio; no fue fácil ser aceptado como uno de los suyos, pero el solo hecho de trabajar acomodando botellas en una bodega al segundo o tercer día de llegar, cuando no tenía ni fuerzas en las manos, fue una señal clara de esperanza, y eso me acompañó en este tramo de la vida.

Ahora, ya sin fuerzas en la espalda, arrastrando los pies, cuando las luces se hacen cada vez más difusas, quiero escribir las confesiones tardías de un pedófilo reprimido, sin pretensiones literarias, sin esperar redención divina o humano perdón, sino, simplemente, dejar constancia de mi paso por este mundo, con muchos errores, lastimando quizá, pero siendo, en esencia, un hombre asustado.

Haber aceptado una vida asceta en este tramo final no fue una elección, sino una dura aceptación, pero aquello me dio una serenidad nunca antes experimentada. Ahora, ya sin interés en el sexo, siento la paz necesaria para confesar el duro camino recorrido hasta este punto, compartiendo a la vez un fragmento de mi memoria, antes de perderla en la oscuridad absoluta, pues en cierta oportunidad, no recuerdo cuándo, leí algo así como «la vida no es la vivida, sino la recordada, y cómo la recuerdas para contarla».

Mis recuerdos más remotos son con una niña de 6 años. Yo tenía por entonces la misma edad. Jugábamos con otros niños en el patio. No sé a quién se le ocurrió, pero terminamos bajo las colchas, y ahí le di un beso. No recuerdo su reacción, pero tampoco recuerdo palizas ni nada por el estilo.

A lo lejos, se oían ruidos extraños, como explosiones. Más tarde, casi de noche, llegaba mi madre asustada, con las bolsas del mercado semivacías, después de salvarse por milagro de una balacera militar, después de la cual más de uno no llegó con los suyos. En esa misma casa, no recuerdo cuánto tiempo después, una vecina pervertida, mayor por cinco años o más, me llevaba a la parte de atrás, donde se subió la falda y me obligó a practicarle un cunnilingus. Su nombre era… ya lo olvidé.

Esos son los recuerdos remotos de mi interés por las niñas. En ambos casos, yo era un bellaco inconsciente de sus actos, incluso una víctima de una vecina abusiva, a quien nunca se me ocurrió denunciarla. Hoy, tantos años después, me preguntó qué en la vida puede ser considerado “normal”.

2. En medio de tanto pan, me quedé quemado

Mi recuerdo sexual más vívido se produjo varios años después, cuando tenía 16. En el mundo, moría la plantilla de un equipo peruano de fútbol. En mi casa vivía Rosita, una niña que llegó con su hermana y su cuñado, quienes eran de las tierras bajas. A Rosita, entonces de 11 años, le gustaba acercarse a mí hasta sentirme, y ser tocada. En realidad, fueron dos las niñas. La otra tenía 12, hija de una vecina solterona. La primera, morena como pan quemado; la segunda, blanca como pan crudo. Yo las tocaba mucho por separado, y ninguna protestaba; al contrario, se mostraban siempre cómplices, especialmente cuando con mis dedos invadía su intimidad. Un día, con Rosita fui más lejos. Le subí la falda, y me bajé la bragueta. La atraje hacia mí, y acomodé mi pene, ya duro, entre sus piernas. Ella me miraba con ansias. Yo la miraba con deseo. Pero ganó el miedo. No hubo penetración. Con la blanquita, sucedió otro tanto, días después. Jamás pude penetrar a ninguna de las dos. Sin embargo, las sensaciones y emociones fueron intensas. El miedo, sumado al deseo, puede resultar una emoción rara, pero posible. Meses después, me enteré que sorprendieron a Rosita cogiendo con dos muchachos vecinos, ambos de mi edad, en su habitación.

Abandonado de una forma u otra, crecí, o vegeté, sin rumbo definido, haciendo cada día un poco de mi historia personal, dominando a lo largo de años a mi bestia interna. Dominándola, o vigilándola, no estoy seguro. Algunas personas trabajan para vivir; otras, viven para trabajar. Tampoco de eso estoy seguro, pero tengo la impresión de estar entre ambos extremos. Hice cuanto pude para sobrevivir, evitando, a toda costa, tener hijos, con la conciencia de no ser el único demonio suelto por ahí. Nunca me desempeñé como fotógrafo de niños, heladero o algún otro oficio en contacto con ellos, pero nunca perdí el interés por las niñas. Sin embargo, yo también tuve mis límites. Supe de pedófilos extremos a quienes no les importó dañar a bebés, incluso matarlos.

Desconocía la palabra pedófilo, y las relacionadas, hasta hace al menos 20 años, unos meses antes de casarme. A veces, no estoy seguro de ser un pedófilo. No me gustan ni atraen niños y niñas por igual. Tampoco me imagino en una situación sexual con un niño de 10 años o menos, ni siquiera con uno de 12. Me gustan las chicas, de 14 años para arriba, las mujeres chiquitas, como le decía a mi diosa coronada. Un par de veces estuve con muchachas de 13 o 14, pero era cuando tenía 17 años, y un poco después, a los 20. Según entiendo, una relación pedófila es definida por el límite de edad. Una persona es mayor de edad a los 18 años. Si un muchacho cumplió ayer 18 años, y, por tanto, es mayor de edad, y tiene acceso carnal con una chica de 17, quien cumple los 18 en una semana, ¿sería un acto de pedofilia? Así de débil es el límite. Pero yo dejé los 18 años hace mucho.

3. Mi jornada

Ayer salí a pescar. Lo hice después de varios meses. El reuma, la tuberculosis y las secuelas de viejos desmanes hicieron estragos en mí. No entiendo cómo sobreviví los últimos 15 años, tras la paliza de despedida de la ciudad. En altamar, se siente una paz especial, apenas alterada por una posible fibra pirata (abundan en estas temporadas), o la aleta de un tiburón, cada vez más escasos, aunque, según veo, quien debe temer es el tiburón. Mis compañeros más jóvenes todavía me reciben, y se podría decir que hasta me aprecian. Me permiten acompañarlos de vez en cuando. Incluso el dueño me tiene cierta consideración, y nunca me niega un paseo. Estos meses no pude subir por los dolores persistentes en las rodillas. Una vez arriba, y también en el muelle, ayudo en lo posible, y ellos me exigen poco. Me da roche mendigar.

En la aldea, los viejos me tienen más consideración aún. No les es indiferente verme maltrecho y con la ropa hecha girones. De vez en cuando, un alma caritativa me regala una camisa y un pantalón. Con eso tengo para un año. Aprendí a vivir con lo necesario, muchas veces con menos. Para mí fue un milagro no ser echado del barco encallado, que adapté como hogar, sin puerta, donde resguardo mis pocas posesiones, acumuladas durante estos años: una hamaca, una caja de madera con unos pocos libros dentro, la lámpara de kerosene, ya solo vista en estos rincones del mundo, y este bloque de hojas, donde ahora escribo, plagadas de rayones y con las últimas fuerzas en mis manos. Aprendí a ser agradecido por lo poco; la queja no tiene sentido en ciertas circunstancias.

Una ventaja, si se puede llamar tal, de estar acá, es la falta de comunicación. No hay energía eléctrica, a pesar de los muchos esfuerzos de los dirigentes. Las pocas casas iluminadas tienen motores diésel o tanques de gas. Ninguna tiene televisión, y las pocas radios funcionan con pilas. Yo tuve una hace unos años, pero no duró mucho. La perdí en una tonta apuesta, en alguna pelea de gallos, si no estoy mal.

Me extraña no ser llamado «el mil usos». Quizás ese apelativo se va olvidando de a poco. Hago cuanto puedo acá y allá, como siempre. Antes, durante el día, ayudaba con los bultos, sin importar su tamaño; ahora, me limito a acarrear bultos pequeños. Por las noches, ayudo a limpiar las mesas de los dos restoranes de la plaza. También fui ayudante de carpintero, algún tiempo, pero el riesgo de cortarme los dedos, y el terror a morir gangrenado, pudieron más. La pesca es algo cada vez menos frecuente en mi vida. Se necesita mucha fuerza y salud para tirar las cuerdas cuando el motor falla, y falla más seguido de lo deseado. En el muelle me desempeño mejor. Con suerte, me prestan una bicitaxi y acarreo gente o carga más pesada, compartiendo con el dueño las ganancias del día. Aprendiz de todo y capitán de nada, ese soy yo, pero así está bien.

Me precio de tener pocos amigos, pero buenos. Últimamente, solo dos. Uno de ellos, Manuel, menor por treinta años, con dos o tres generaciones de diferencia, se comporta siempre a la altura de las circunstancias. El otro, Joaquín, casi de mi edad, pero con la vida resuelta. Por vida resuelta, me refiero a tener ya separado su espacio en el cementerio. No sé si me entierren cuando deje de respirar, pero ya no importa.

Un día, Manuel llegó con un objeto extraño atrapado entre sus redes. Me causó escalofríos reconocer, aún cubierto por el óxido, el par de dados encadenados, obsequio mío para Antonella, hace casi 16 años. De ella prefiero no hablar. Me consternó comprobar mi sospecha inicial. Un temor grande recorrió mi espinazo. Por un momento, creí sentirla, sentir su piel, al rozar la cadena, los dados, y recorrer con las yemas de mis pulgares la A tatuada 12 veces. Me sorprendió verla después de tantos años, y me asaltaron los temores sobre cómo llegaron hasta donde llegaron. Preferí imaginarla llegando con la corriente, de alguna manera, como un último adiós. Manuel no prestó atención a mis cavilaciones; ni siquiera me pidió ese objeto de condena de mi alma. Sentí por un momento el impulso de lanzar lejos la cadena, devolverla al mar, pero algo me detuvo. Ahora, casi un año después de mi reencuentro con ella, la llevo conmigo en mi cuello, pesada como una piedra de molino, y la cargo como una penitencia… no puedo evitar las lágrimas al tocarla en este momento.

Ayer llegó don Mateo con una caja de chucherías del pueblo más cercano. Trajo solo dos libros. Una pena. La gente ya no se deshace de sus libros. O quizá ya no lea ni poco. Don Mateo nunca fue mi amigo, pero resultó una gran ayuda cuando más lo necesitaba. Los libros, obsequiados o vendidos a precio de regalo, llenaron mi alma cuando más vacía la sentía. Algunos de ellos aún me acompañan, unos pocos los leí dos veces o más, y otros, los más, los cambié por cualquier vaina de mi interés, o por una bolsa de víveres, mientras pude. Eso sí, los leí todos, aunque no los entendiera, y me quedé con aquellos de mayor valor o estima. El resto es solo paja. En la vida hay burros cargados de dinero, y burros cargados de libros.

Por las madrugadas, el frío es tenaz dentro del barco. En ocasiones, incluso, siento más frío adentro, aunque afuera esté lloviendo. Cuando llueve, tengo desconfianza en las olas. Las imagino trepando las rocas donde descansa mi casa, y llevársela, conmigo dentro. Y muchas veces trepan, menean el barco y le hacen chirriar. En esos momentos, no sé si correr a lo loco, o quedarme donde estoy. El miedo es más fuerte, y me quedo donde estoy. Cuando escampa, siento un alivio como pocos. Es raro, pero teniendo pocos motivos para vivir, me siento más aferrado a la vida. Cuando la tormenta pasa, salgo a ver los efectos. Los más dañados son siempre los botes varados. Sus propietarios no siempre los aseguran como debe ser. Algas, rocas… y plástico… plástico por montones, como un vómito del mar, devolviendo la inmundicia humana a su sitio. A veces, hay estragos mayores. La gente acá nunca se queja, aunque tenga motivos. Reconstruyen sus casitas, y siguen en su rutina.

4. La familia… a veces ayuda

Hoy me sucedió una desgracia. Bueno, hubiese sido una de haberme visto alguien. Estaba solo. Salí un momento a otear algún desecho plástico para reutilizarlo de alguna manera en mi hogar de uno. La brisa marina estaba tibia. A lo lejos, divisé una bandada de pelícanos alineados, y uno a uno introducían sus picos para la pesca del día. Sentí una opresión en mis intestinos. Quise liberarme. Lo hice. Al salir mi ventosidad, salió con caldito. Mi casa encallada está muy lejos. Me metí al mar de forma disimulada, a pesar de no ser necesario.

Algo parecido me sucedió hace unas cuantas décadas. Ese año, era la tercera vez que mi selección acudía a un mundial de fútbol, la primera por eliminatorias. Yo tenía ya la mayoría de edad, y una relación normal por casi seis meses, con una chica de mi edad, bonita, tierna, pero agotadora. Lo hacíamos hasta por 3 horas o más al día, cada día. No dábamos tregua al cuerpo. Con ella el sexo me empalagó. Se fue a pasar navidad con su familia, que vivía en otra ciudad. Por fin un respiro para ambos.

Un día me quedé solo en casa, y me aburría. Visité la cocina, y solo había queso y leche. Mala combinación. Regresé a mi habitación. Con mi malestar como única compañía, meditaba sobre los últimos meses de intenso sexo y escaso amor. La luz se fue cuando comenzaba a oscurecer. Solo en la casa, sin tele, sin foco para leer un pinche libro. El malestar había bajado bastante. Salí a buscar mi vida. En realidad, fui a casa de mi hermana, que vivía a 25 minutos de la mía. Faltaban menos de 5 cuadras para llegar, cuando interrumpió mis pensamientos una muchachita de no más de 13 años. Me preguntó por una dirección, o algo así. Ella iba en sentido contrario al mío, pero como nada emocionante pasaba en mi vida desde 5 días antes, decidí acompañarla, desandando mis pasos. Charlamos. No recuerdo el tema exacto. Ella sonreía.

Llegado un momento, le tomé la mano. No opuso resistencia. Llegamos a su destino. Era una casa con media pared armada en adobe, y la otra mitad, en ladrillo. Tocamos el timbre, no salió nadie. Ella me miró, miró la casa, y miró hacia atrás, sin tomar una decisión. Entonces le dije: «yo vivo a 5 cuadras de acá, si quieres, vamos a hacer hora, y luego regresamos». Aceptó sin cuestionar. Cuando llegué a mi casa, ya había luz, pero no había nadie más. Mi habitación quedaba en el patio trasero, donde prácticamente nadie llegaba. Casi nunca.

Entramos, y ella se recostó. Tenía una remera gruesa roja y un pantalón corto de jean. Piernas delgadas. No era bonita. Le acaricié el muslo, y no protestó. Me preguntó algo irrelevante. Tenerla así, relajada,me provocó aún más ansias. Desabotoné su pantalón, y ella ni se inmutó. Me recosté a su lado. Me miró a los ojos. Sonrió. Le di un beso de pico. Lo recibió sin protestar. Mi dedo ya paseaba bajo su calzoncito, sintiendo la humedad de su pubis, cuando alguien abría la puerta de mi habitación por fuera. Era mi hermana, que olvidó sus llaves.

5. Tenej que entender que todavía soy una niña

Hoy vi una chica nueva en la aldea. Llegó con una vecina ya conocida. Tiene 14 o 15 años, o eso aparenta. No me le acerqué, ni quise mostrarme interesado para evitar problemas. Siempre me quedo mirando una chica bonita cuando la tengo al frente. No lo puedo evitar. A veces, por esa mala costumbre, me gané una mirada virola, para luego hacerme el gil, sin esfuerzo, claro. Es regio tener algo con una muchacha joven, pero termina siendo un conflicto mayúsculo. Pensándolo bien, las mujeres solo traen líos a la vida de un hombre, independientemente de su edad.

Mi primera relación pedófila, si cabe el término, fue con Carlita. Omitiendo detalles, llegó a mí cuando tenía una saludable y bonita relación con una chalaca de mi edad. En México, moría un intérprete argentino muy escuchado décadas atrás, a causa de un cáncer pulmonar. En aquel momento, Carlita tenía 15 años. Nos contactamos por redes de charla. Vivía en otra ciudad, a 20 horas de la mía. Un día, sin más, me pidió que me la llevara. Quería escapar conmigo. Mi primera reacción: susto. Calmado el pánico, le pregunté por qué. Me dijo que sus tíos la violaban desde que tenía memoria, y su padre la quería encerrar en un convento, tras enterarse de un aborto que ella tuvo, sin que delatara al santo. Entró en otros detalles. Conforme se desarrolló la charla, la idea comenzó a tentarme. Acordamos vernos dos semanas después. Faltando dos días para cumplir el plazo, la bloqueé de mis contactos. Tuve miedo.

Aproximadamente un mes después, entré a la sala de charla con otro usuario, donde también me tenía agregado. Me habló apenas me vio. Ya había huido de su casa, pero no era suficiente: quería dejar la ciudad. No recuerdo los pormenores, pero de alguna forma me convenció. Una semana después, nos veíamos en su ciudad, frente a la terminal de buses. Cargaba una sola maleta donde apenas entrarían tres o cuatro mudas de ropa. Era lo que tenía cuando salió de su casa al apuro. Apenas la vi, me gustó. No era una diva. A pesar de su edad, propendía al sobrepeso, pero tenía bonito rostro. La besé en los labios, y ella se sorprendió primero, pero se relajó de inmediato. Nos acercamos a una oficina para comprar dos pasajes a la siguiente ciudad de la ruta larga, sin llegar a la mía. Luego, nos sentamos a conversar. La abracé, y disimuladamente introduje mi mano bajo su camiseta, tocándole una teta. Ella siguió mi mano con su mirada, volteó a verme, y sonrió. A unos pasos, estaban sentadas dos muchachas, también conversando. Una de ellas se dio cuenta, se lo dijo a la otra, quien volteó a vernos, y luego rieron sin disimulo. Nadie se escandalizó.

Llegamos a la otra ciudad, que aún no era la mía. Salimos caminando y charlando. Llegamos a un hostal, donde pedimos una habitación matrimonial. El recepcionista ni miró a Carlita. Entramos a la habitación, que tenía dañado el foco (no hacía falta luz). Le dije a Carlita que nos ducháramos antes de acostarnos. Ella no dijo nada, solo se quitó la ropa, y nos metimos juntos a la ducha. Fue nuestro primer contacto desnudos. La manoseé, se dejó besar, y luego, ya en la cama, simplemente abrió las piernas, y me dijo que después quería hacer el cuatro, que recién lo había aprendido una semana antes. No la juzgué ni me importó el dato.

Llegados a mi ciudad, lo hacíamos dos o tres veces al día, dependiendo de las fuerzas que tuviera. Duramos cosa de 10 meses. Durante todo ese tiempo, no logré que me hiciera un solo oral. Una vez, ya un poco fastidiado, prácticamente la chantajeé: «o me haces el oral, o me busco otra que me lo haga». Su respuesta fue simple, pero correcta: «Tenej que entender que todavía soy una niña».

6. Con hambre en medio viaje

Hace un par de meses fui al pueblo vecino, pues en la aldea no hay medicamentos, y, quiéralo o no, soy uno de los muchos clientes habituales de la única farmacia allá. A veces, lo poco ganado en dinero efectivo, se me va enterito en pastillas. Demoré una mañana entera en ir, entrar a la farmacia, pedir el medicamento, salir y regresar a la aldea. El retorno fue lento, pero lo hubiese querido eterno. En el bus, viajaba un grupo mixto de jóvenes, pero al parecer no todos eran pareja. Se sentó a mi lado una muchacha catira, de ojos oscuros y piel clara. Tendría no más de 20 años, aunque la apariencia por lo general engaña. No fue su intención, pero me rozó unas cuantas veces con sus velludos brazos. No era velluda como mono, pero sus pelitos eran evidentes. No me incomodó. Me hubiese gustado que fuera intencional, pero no lo era: nunca se viró para mirarme, ni siquiera por error, pues su chacota era con los muchachos del asiento delantero. Eran bulliciosos. Hacían una «trapisonda con mucha algazara», como leí alguna vez en algún lado. Sin querer, hoy recordé ese episodio, y sin querer también, el recuerdo me trasladó 25 años atrás.

Un año después de la partida de Carlita, se me ocurrió hacer un poco de mochila, recorriendo la geografía nacional durante un par de meses. En un tramo intermedio, me sorprendió un paro del transporte. Según recuerdo, los dueños de buses se resistían a pagar impuestos, como siempre hacen los ricos. Mi plan era quedarme una noche como máximo en cada lugar de arribo. Pensé quedarme al menos una noche más en aquella ciudad tropical, donde me encontró el paro, y no me hacía lío, pues le agarré gusto. Sin embargo, también quería llegar a la frontera, y ver opciones para cruzarla, o quedarme. A media tarde, se habilitaron mesas improvisadas en la terminal, donde vendían boletos para buses «de ciudadanos comprometidos con su pueblo, que deseaban contribuir a los pasajeros mientras durara el paro». Eran los mismos buses en paro, pintados al apuro, y con el mismo personal grosero de siempre.

Cuando ubiqué mi puesto, al fondo de la unidad, había una pareja sentada, conversando muy animada. Él, un muchacho de aproximadamente 22 años. Ella, alrededor de 20. Yo, para entonces, tenía la edad de Cristo. Después de acomodar mis pilchas, les dije en tono áspero: «este es mi asiento». Se disculparon, y bajaron a continuar su charla al lado del bus. Me di cuenta que solo uno de ellos viajaba. Observé mejor a la chica, y no pude evitar verle el escote, que mostraba un precioso par de tetas. Al rato, se despidieron afectivamente, y ella subió a ocupar su puesto.

Nos ignoramos mutuamente hasta 10 o 20 minutos después de partir. Comenzamos la charla con algo trivial, y fuimos intercambiando datos básicos. Ella había fugado de su casa tres meses atrás, con su hermana menor. Tenía en ese momento 17 años, y el muchacho era su enamorado, pero debía retirar unos documentos en la ciudad fronteriza donde yo iba. Roto el hielo, pasamos a otros temas menos triviales, mientras le acariciaba la pierna, la abrazaba, y ella… relajada. Llegado un momento, con las luces bajas, ella sonrió. Noté que le faltaba un diente. No me importó. Pasamos un puesto de control policial, y retomamos las caricias. Nos besamos. Le toqué las tetas, luego se las besé, y finalmente las chupé. Algunos pasajeros ya estaban dormidos, o simulaban estarlo. Las luces se apagaron. Me incorporé para bajar una colcha. Nos cubrí. Ella se acomodó de espaldas a mí. Desabotoné su pantalón y ella fingió protestar. Bajé sus pantalones hasta donde era posible, e improvisamos una cucharita. El movimiento rítmico de sus caderas, sumado al repentino silencio de los demás pasajeros, provocó en mí una sensación extraña. Afuera, la luna iluminaba la noche, y mientras estrujaba sus senos sin violencia, pude sentir su jadeo persistente. Duré poco, pero ella me instó «no la saques todavía». Pasada una hora, más o menos, recuperé impulso. Volvieron las caricias, los besos, y nuevamente erecta y dura. Se puso otra vez en posición, y una nueva cucharita. Volteó a verme sin abrir los ojos. Nos dimos un beso con lengua, con pasión, pero sin amor. Sus nalgas eran redondas y firmes, y se advertía su experiencia en las artes del sexo. Siempre me gustaron las chicas con experiencia. Duré más, mucho más, la segunda vez.

Cuando llegamos a destino, volvimos a ignorarnos. Busqué un hospedaje cómodo para el pago y para quedarme. Me bañé. Salí a buscar desayuno. Lo encontré. Ella caminaba por el pueblito, ya sin pantalones, sino con una falda simple. Nos saludamos con una sonrisa cómplice. La llevé a mi hospedaje. Apenas entró a la habitación, se recostó. Me preguntó algo, sin importancia entonces, y sin importancia ahora. Retomamos nuestros juegos. Besaba bien, y amaba mejor. Le quité la ropa, e hicimos un misionero convencional. El contacto de mi piel con la suya, el jadeo compartido, los besos sin ternura, pero sí con entrega, se configuraron como una escena cargada de placer sin remordimientos. Vi cómo mordía sus labios, y sin querer, vi nuevamente el hueco del diente ausente. Al rato, me puse de pie, y le pedí un oral, que cumplió a carta cabal. Mientras ella movía de adelante para atrás su cuerpo, yo hacía otro tanto. Sentí su lengua, los dientes, sus labios… Después, un cuatro vaginal seguido de uno anal. Tenía un culo precioso.

7. La vi mejor sin lentes

Acabo de despertar con un guayabo de aquellos. Ayer en la mañana se jugó un partido entre los pescadores y los tricitaxistas. Yo no puedo ser ni aguatero, pero fue divertido ver un partido con apuesta incluida después de mucho tiempo. Yo aposté 40 pesos, y demoré más en ganarlos que en perderlos. Así me va con las apuestas, pero no escarmiento: apuesto cuando tengo oportunidad.

Ya me retiraba para mi covacha, cuando Manuel me llamó. Me pidió acompañarlos a festejar el triunfo. Me dio roche confesar mi apuesta por los tricitaxistas. Mejor chitón. Acepté sin protestar. Pensé que iríamos a la casa de uno de los ganadores, pero no. A alguien se le ocurrió la idea de contratar a todo el equipo rival para trasladarnos a la aldea más cercana, donde está el único puticlub en 20 leguas a la redonda. Además, es de las pocas aldeas con electricidad.

Los tricitaxistas se fueron como llegaron, con mucho ruido y olor a pescado. Cuando entramos, el local estaba ocupado por pocos parroquianos. Juntamos tres mesas de diferentes colores y diseños. Incluso, de materiales dispares. Las luces de neón, de distintos colores, fueron acompañadas pronto por un juego de luces, y uno a uno, los clientes elegían sus canciones de la rocola, llenando alternativamente el espacio de canciones jolgoriosas y cortavenas. Escuché un par que me transportaron a algún tiempo diferente. Cuando pusieron Arjona, quise trasladarme a mi covacha.

Era mi primera farra en casi 10 años. Tuve mis buenas razones para mantenerme abstemio y abstinente. Sin embargo, mi espíritu reclamaba un momento disipado y compañía humana. Cuando comenzaron a poner las cuotas para los primeros fardos, puse mis últimos cinco pesos, aclarando que era todo mi capital. Manuel me guiñó: «no te preocupes, yo pago». A veces, no entiendo a los demás. Ni a mis amigos. No tienen para comer, pero siempre tienen para una farra. Durante la farra, además de celebrar el triunfo, uno de los contertulios compartió con el resto del grupo sus hazañas en los juegos de pelota, en altamar, y sus líos de faldas. Uno a uno fueron compartiendo sus aventuras, hasta que llegaron a mí. Me limité a mirar a Manuel, sonreír al grupo, y decirles que no tenía nada para contar. Una sonrisa cortés pero incrédula, fue la respuesta de Manuel. Insistieron. Ante tanta presión, solo quedó compartir.

Callé el motivo de mi llegada a la aldea, la historia reclamada más de una vez, pues todavía me domina el miedo cuando recuerdo aquel episodio de mi vida, la aventura más fuerte para contar. En vez de eso, les conté una historia convencional, cuando todavía iba a los cafés de charla, en las cabinas de internet. Aquel año desapareció un avión asiático en el Océano Pacífico, y hasta donde sé, lo siguen buscando. Yo tenía un poco de curiosidad por ese caso, y me metí a una cabina para ver si había alguna novedad, y de paso me enteré sobre la historia de una aerolínea brasilera, originalmente una flota de camiones. Mientras curioseaba esos temas, me conecté a una sala de charla virtual. Aún recuerdo su apodo: Calientita_para_ti. Desde luego, llamó mi atención. La saludé. Intercambiamos algunos mensajes socialmente aceptados y esperados, y entonces le pregunté por su apodo. Me dijo: «porque así me siento; hace como tres meses no culeo, y tengo ganas». Yo no estaba caliente en ese momento, pero me picó la curiosidad. Le pregunté dónde estaba, y me dio la pauta: nos separaban apenas 10 cuadras. Pude llegar caminando, pero tomé un taxi. Llegué en menos de 5 minutos. Me acomodé en la primera cabina libre, y la saludé nuevamente en la sala de charla virtual. Le pregunté qué equipo ocupaba, y me dijo «el 9». Le respondí «estoy tres puestos a tu izquierda», volteó a su derecha, luego a su izquierda, y entonces nos saludamos. Tenía el pelo crespo, pero no como viruta, la piel dorada y unos lentes de secretaria porno. Nos acercamos a pagar las dos máquinas, y nos fuimos caminando. Le pregunté si aún estaba calentita para mí, y respondió afirmativamente. Tomamos un taxi. Mi economía no pasaba su mejor momento, pero me valió madres. En el móvil, le tomé la mano, y no se incomodó. Puse una mano sobre su muslo, la acaricié con las yemas de mis dedos, y vi cómo frotaba sus rodillas. Interpretación: «de veras quiere culear».

Llegamos a un hospedaje que usaba para mis travesuras, que denominé jocosamente «el aflojamiento». Pedimos una habitación, pasamos, y mientras charlábamos, le quité la chamarra y la abracé sin prisa y sin ternura. Entre cosa y cosa, me comentó que estaba en segundo año de Psicología; los estudios no eran lo mío, y se lo dije. Sonrió. Me besó con ternura y sin prisa. Se quitó la blusa, y luego el cinturón. Mientras se quitaba las botas, me animé asomarme de pie frente a ella, para un oral clásico. Qué gusto le dio a la mamadera. Aún llevaba puestos los lentes, y esa imagen me estimulaba aún más. Terminamos de desvestirnos y nos montamos en la cama. Hicimos un convencional misionero, luego un cuatro que me permitió apreciar su hermoso culo, mientras manoseaba las tetas con pasión. Después se me acaballó, y acabé así. Se acostó a mi lado, y hablamos de cosas varias. Le quité los lentes. Se veía preciosa, mucho mejor sin ellos.

Días después la vi en uniforme de colegio. Después de recordar ese episodio, sin querer, me sentí menos pior.

8. Una visita surrealista

El día despertó con lluvia. Miré afuera, y aunque era solo un chubasco, me di cuenta que la actividad en la aldea sería escasa. Decidí tenderme en la hamaca, con mi cuaderno de memorias y el viejo lápiz, cuya ventaja principal es no quedarse nunca sin tinta. Días así me provocan dolor en los huesos, y me recuerdan otros tiempos cuando la lluvia fue protagonista.

Como cuando conocí a Salomé. Fue un domingo por la mañana. Llovía. Me guarecí en una parada de bus, con otras pocas personas. Los buses pasaban intermitentemente, llenos a reventar, y los pocos acompañantes mermaron rápidamente. Al cabo de media hora, solo quedamos ella y yo. Yo entonces aún fumaba, y como forma de contrarrestar el frío, encendí mi penúltimo pucho. Ella, temblando, pues tenía solo una blusa, me pidió una villa. Con gusto se la di. Pensé que solo era eso, así que nunca perdí la vista de algún eventual bus vacío, pero no: se quejó por el frío, me dijo que ya no alcanzaba a ver a su amiga, y no tenía forma de comunicarse con ella, pues hacía dos meses le robaron el celular. Pensé que quería pedirme el mío. Llevé mi mano al bolsillo pechero, listo para prestárselo, pero no fue necesario. Me reiteró: «ya es tarde, no alcanzo», y con una expresión de resignación, me preguntó si podía acompañarla a su casa, que era nueva en la ciudad, y le daba miedo llegar sola. No entendí su argumento, y sentí cierto temor, pero intrigado, más que temeroso, la acompañé. La lluvia había bajado su intensidad, pero el frío no.

Instintivamente, la abracé. Ella hizo lo mismo. Ambas cosas me sorprendieron. Vivía a cinco cuadras de la parada de bus. En el trayecto, me hizo un breve recuento de su vida. Vivía sola con su madre. Abandonó el colegio tres años atrás. Trabajó en lo que pudo. Al final, decidió migrar, por una oportunidad laboral, y así llegó a mi ciudad. Me preguntó un par de cosas, que respondí sin razonar. Sonrió. Llegamos a su puerta, y pensé que eso sería todo. Pero no: me invitó a pasar. Tuve un poco de miedo, pero al final, pensé, el temor me dejó siempre en un lugar donde no quise, y superarlo… algunas veces me dejó en un lugar peor. Acepté su invitación y la seguí. Era una casa vieja, de tres o cuatro pisos. La puerta de madera, grande, y aún más vieja que la casa, sonó desde el primer contacto con su mano.

Atravesamos un pasillo corto pero oscuro, como mi vida. «En cualquier momento me asaltan, y me muero de la vergüenza si descubren mi billetera vacía», pensé. Adentro, había unas cuantas personas circulando, sobre todo niños. En cada habitación parecía vivir una familia entera. Encontré un ambiente soporífero, con olor a musgo putrefacto. Tuve la impresión de que en cualquier instante brotaría del suelo algún ser mítico, o lo vería dividirse en dos, tragándonos, para luego escupirnos en algún poema dadaísta: casi tan bello como la unión fortuita de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección. Viendo las ventanas rotas y las puertas sustituidas por cortinas plásticas, esperé encontrar en cualquier momento a la familia entera de Sonia Marmeládov, con todo y muebles, en medio de un pasillo.

Llegamos su habitación, que quedaba en medio de dos habitaciones vacías. La impresión inicial no se disipó; al contrario, se afianzó. Ella encendió la luz, que iluminó un catre viejo, pero decente, de metal amarillo, una mesa verde, también de metal, al lado de una cocinilla eléctrica, y un par de cajas de cartón, donde tenía su ropa. Se quitó los zapatos, mientras yo me sentaba en la única silla, de madera, pintada de azul, y me invitó, con un ademán, a quitarme la chamarra, mientras continuaba contándome algo más de su vida. «Hace casi un año terminé con mi último enamorado, así que imaginarás cómo estoy», me dijo, pero no, no lo imaginaba. No sabía si estaba triste, nostálgica, o tranquila. Entonces se quitó la blusa. Luego, los pantalones. Por fin entendí. Hice lo mismo, mientras la miraba, incrédulo. Su piel era tostada, pero no mucho, como un pan a medio dorar. Tenía el cabello negro, largo y lacio, que le caía hasta media espalda. Era delgada, pero sus senos lucían agradables, lo mismo que sus nalgas, cuando se viró para recostarse. Ansioso, me acosté a su lado, sin esperar palabras, aún en calzoncillos, mirando el resto de la habitación. La acaricié. Su piel era un poco áspera, pero no desagradable.

Mis dedos pasearon por su espalda, sus antebrazos, su vientre, sus muslos. Ella me preguntó si sentía frío. Le dije que sí, pero también que no importaba. Comencé a besar sus hombros, su espalda. Ella lanzó un gemido suave. Se viró despacio. Tenía ojos almendrados, los labios medianos, su nariz era afilada, y un poco larga. Jamás me gustaron las narices largas, pero chitón. Le besé la frente, los pómulos, incluso la nariz, y terminé en los labios, y luego su lengüita, inquieta y traviesa. Ella siguió el juego, tocándome los antebrazos, la cintura abultada y las nalgas, mientras frotaba sus muslos en mi pene, que se puso erecto ante tanto estímulo visual y táctil. Me preguntó si tenía novia. Le dije que no, con un sonido gutural. Continuamos besándonos. Se quitó el sostén y las bragas. Yo también terminé de desnudarme. Ya no miré a ningún otro lado. Nos poseímos sin trámites. Ella comenzó acaballándose, dejándome ver sus senos pequeños, con los pezones apenas marcados. Los acaricié sin deseo, como un acto mecánico, y luego hice lo mismo con las nalgas. Nos poseímos tres veces en total. Cuando se puso en cuatro, noté un lunar negro en la nalga derecha, un poco prominente, la verdad. Lo toqué sin morbo. Después de la segunda penetración, me preguntó si me gustaría un oral, que acepté sin esperar un ruego. Se veía tan tierna chupándomela.

Antes de la tercera penetración, me preguntó mi edad. Se la dije, y de forma autómata le pregunté la suya: «Dieciséis», fue su respuesta. Mis ojos se desorbitaron. La miré asustado. Ella sonrió. «Mentira», me tranquilizó, «cumplo dieciséis la siguiente semana». Me asusté aún más. «No te preocupes, a mí me gusta el sexo desde los ocho años», fue su nueva respuesta tranquilizadora, aunque eso me pareció más extraño que tranquilizador. Nos besamos intensamente, y la penetré por tercera vez.

9. Graduación anticipada

Hoy hubo fiesta en la aldea. Tres muchachos regresaron de su graduación en el pueblo vecino. En esta aldea solo hay una escuelita básica, y recuerdo que un año solo atendió a dos alumnos, no por falta de niños, sino porque la mayoría debe ayudar a sus padres desde temprana edad. Daba gusto ver a los nuevos bachilleres, rebosantes de felicidad. No sé qué piensen hacer ahora, pero lo más probable es que sigan los pasos de sus padres.

Sin querer, recordé a una bachiller que no me invitó a su graduación. La conocí dos meses antes de su graduación, y tres antes de su cumpleaños 18. Trabajaba yo entonces como taxista de día, y como celador de noche. Era sábado. Traía mala jornada, y decidí probar suerte como rutero. La unidad se llenó al toque. En medio camino, bajaron dos pasajeros del asiento trasero, y dos cuadras más adelante, el último. Quedó solo una morena alta a mi lado. Le pregunté hasta dónde iba, para acercarla sin recargo. Ella me dio la indicación, y eran algunas cuadras más allá de la parada informal. Decidí acercarla. Al detenernos, me dio un billete grande, y como no hice mucha carrera, decidí no cobrarle. Ella se arrochó. La tranquilicé, pues esas cosas pasan a cualquiera. Me dio las gracias, y se alejó. Era alta, realmente alta, y bien formada. Le calculé 20 años, quizás un poco más, y, mínimo, 1,80 de altura.

No la recordaría de no haberla visto ese mismo día, más tarde, sola, en un parque, llorando a moco tendido. La reconocí por la ropa. Detuve abruptamente el carro, sin incidentes, y me acerqué a ella. La saludé, y ella me reconoció. Se levantó, y sin que mediara palabra, me abrazó. Aquello me sorprendió, pero recuperé el dominio de mí mismo. Me sentí un poco abochornado por la diferencia de estatura, y, de paso, me sentí un enano a su lado. Me dio las gracias por acercarme y reconocerla, y luego me contó una situación algo rara. Después de dejarla en su destino, se dirigió al comercio más cercano a comprar un regalo para su enamorado, con quien se veía más tarde, a unas cuadras del lugar. Cumplían un año. Cuando salió del comercio, lo vio pasar tomado de la mano de otra muchacha. Eso le partió el alma. Él no la vio. Ella no le dijo nada. No le hizo escándalo. Vagó sin rumbo por… no recordaba cuánto tiempo, hasta el parque donde la encontré, y se sentó a llorar.

Sin saber qué hacer o decir, le sugerí acompañarme a almorzar, pues yo aún no lo hacía. Aceptó de mala gana, sin hambre, pero comió una hamburguesa. Eso la animó un poco. Comenzamos a charlar, a conocernos, y al final logré robarle una sonrisa. Caminamos por la Alameda. Compartimos un helado, literalmente. Le ofrecí uno solo a ella, argumentando que no me gustaba, pero ella me ofreció lamerlo a la media cuadra. Sin darme cuenta (lo juro), le tomé la mano, y ella no protestó.

No era linda, pero tenía lo necesario para llamar la atención. A su lado, yo parecía un gnomo venido a menos. Pantalones de tela barata, zapatos sin lustrar, camisa con el botón fuera, y por debajo, una térmica que se había puesto de moda varias veces de lo vieja que era. A ella no le importó nada de eso. Luego, sin pedírselo, me dio un abrazo y terminó besándome con lengua. Me atrajo hacia sí para sentirme mejor. Entonces pensé: «este huevo pide sal». Era el mío, desde luego.

Estábamos alejados de mi taxi en ese momento, pero apenas pude reponerme del bochorno, con la sonrisa burlona de ella, le sugerí regresar al parque donde la encontré, e ir a donde ella quisiera. Asintió con la cabeza y una expresión de complicidad.

Pese a la diferencia de edades, era yo quien sudaba la gota gorda, y ella actuó con una malicia impropia para su edad. Ya en el carro, le pregunté cosas básicas, a modo de aligerar mi bochorno. Entonces supe su edad, y su próxima graduación. Me sorprendió todo eso, pero me sorprendió más su sugestiva invitación: «llévame donde quieras, y hazme lo que quieras, a estas alturas ya nada me importa». Sin pensarlo, la llevé al motel donde entonces hacía mis travesuras, mis pocas travesuras, siempre con tipas de mi generación. Tener una chica de 17 era un desfogue tremendo a mi soltería impenitente de entonces. Llegamos al motel, una construcción de cabañas sucesivas, con espacio privado para estacionar. Ubiqué la primera puerta-cortina levantada, y entré ahí. Al minuto, nos cerraron la puerta. Ella me preguntó si iba ahí con todas mis mujeres, y sin autocompasión le respondí afirmativamente. Los nervios eran más evidentes en mí. Ella estaba relajada.

Se sentó en la cama. Nos besamos nuevamente, pero yo de pie, para ser más alto por primera vez. Adoré el contacto de su lengua. Se quitó primero la blusa; los pantalones, después. Yo la ayudé con las botas, y me enredé con mis zapatos viejos al quitármelos. Ella rio a carcajadas. Con más vergüenza que dolor, me levanté y retomamos las caricias, los besos, las miradas maliciosas. Ella separó las piernas, y pude ver su clica bien depilada, de un negro profundo. La estimulé con un oral, aunque ya estaba bastante húmeda. Hicimos un misionero convencional. Empecé suave, y ella gimió con más placer que dolor, y luego fue de dolor. Prácticamente gritó. Me sorprendió aquello, pues no tengo una gran herramienta. Entonces, después de sacudirse, cayó de su vulva una especie de flema verde rojiza. Se disculpó y comenzó a sollozar. La abracé con ternura, le miré a los ojos, y le dije: «no te disculpes, no hace falta, solo espero que me recuerdes por siempre». Sonrió. Me besó, y me preguntó si todavía quería penetrarla. Asentí. Comenzamos nuevamente el juego, después de secar la flema de la cama. Me pidió acabar dentro y luego sacarla, todavía deslechando, pues deseaba sentir el semen caliente rodar entre sus muslos. La complací como todo un caballero.

Aprendió a hacer el oral, el anal y me dejó más exprimido que naranja de kiosco. Pasaron siquiera tres horas desde nuestra llegada. Charlamos un par de cosas, y olvidé por un momento todas mis deudas, mis problemas, mis desaciertos anteriores y los futuros previsibles. Ella tomó su cartera, sacó su celular, lo encendió. No pasaron ni dos minutos, cuando entró una llamada. Era su enamorado, preguntándole dónde estuvo todo el día. Ella le dijo, sin dolor: «te compré un regalo en el centro comercial Paladio. Al salir, te vi con la otra». En ese momento, imaginé al muchacho tragando saliva. «Tiré el regalo a un basurero. Me fui por ahí a pasar mi frustración, mi dolor, mi rabia, y apareció un ángel, un señor muy caballeroso, me invitó un helado, y yo acepté. Ahora estoy en un motel con él. Le di tu regalo, el otro que iba a darte, todo completo; él lo merece, tú no», y cerró la llamada. Me quedé pasmado. Casi enseguida, volvió a sonar. No contestó. Sonó tres veces más. Respondió a la cuarta, diciéndole: «vete al carajo, imbécil». Aparecí vestido antes que ella cerrara la llamada.

10. Pequeña y frágil

Tengo una persistente tos hace casi dos semanas. Pude resistirlo al principio, pero caí tumbado los pasados cuatro días. No escribí nada, porque apenas me sostengo. No solo fue el malestar. También fue el hambre. Ayer me visitaron sucesivamente mis (pocos) amigos de siempre y doña Martita, una vieja conocida: se extrañaron de no verme por varios días. Doña Martita regresó, trayendo un ungüento que me alivió momentáneamente. Hoy tomé un caldo de gallina caliente, también cortesía de doña Martita, y eso me dio nuevas fuerzas: creo poder robar a la muerte unas horitas. A veces, en días como estos, tomo conciencia sobre la fragilidad de la vida, y entonces la aprecio más, pues pese a los duros momentos vividos, no la cambiaría por la de nadie. En días como estos, también, cuando me veo obligado a guardar hamaca, pienso en ella, en cómo llegó a mi vida, y cómo salí de la suya para no volver a verla.

Su nombre es Antonella. La vi por primera vez una tarde encendida. El cielo estaba cargado con nubes, pero no eran de lluvia: eran nubes bajas y acumuladas, enredadas con el sol en sus minutos finales, de un rojo intenso. Recuerdo bien esa tarde, pues durante al menos tres horas no entró nadie a mi tienda, y pude presenciar un espectáculo que, de otra forma, hubiese pasado desapercibido. La tienda era un local de dimensiones modestas, pero suficiente para atender bien a nuestros clientes. Mariela, mi esposa, y yo, la teníamos por casi 5 años, los mismos de casados. La habíamos surtido lo mejor posible, y teníamos una clientela estable y regular.

Aquel día, cuando la conocí, Antonella pidió salchichas. Se fue, y regresó a los pocos minutos por huevos. Nuevamente se fue; regresó unos minutos después por pan. Aunque atendía a otros clientes, me llamó la atención su segundo retorno en tan poco tiempo. Regresó, no mucho después, no recuerdo por qué, y entonces comenzamos a hablar. Estaba sola en casa, y se aburría. Era la menor de tres hijas. La madre, viuda desde mucho tiempo atrás, llegaba tarde, y sus hermanas mayores se casaron unos meses antes. Anocheció. Me acompañó en la tienda por casi dos horas, y hasta entregó sus pedidos a algunos clientes. Su poco dominio de la suma y la resta era evidente. Dejaba caer las monedas al dar vuelto. Reímos más de una vez. En general, la pasé bien, y cuando se fue, le regalé cinco pesos, no por su apoyo, sino por su compañía. Aquella noche, mientras le hacía el amor a Mariela, veía en ella el rostro de Antonella.

Mi vida, antes de ella, era una suma de días previsibles, incluso cuando me pasaba algo emocionante, pero desde su primera llegada, cada minuto a su lado era oro. No verla, o no saber nada de ella, me provocaba un ansia capaz de volverme propenso a los accidentes, descuidos, pérdidas, bochornos y otras circunstancias no deseables en la rutina, además de un raro insomnio, puntual como tren inglés: a las 3 am. Sin embargo, aprendí a dominar esa ansiedad, algo nada fácil.

Me quedé esperándola el día siguiente… y el siguiente. Me inquietó su ausencia. Pensé muchas cosas, no todas buenas. Algunas, me daban miedo. Regresó el cuarto día, toda relajada. Pocas veces en la vida me sentí tan feliz. Nunca antes, según recuerdo. Estaba nervioso, inquieto, tembloroso, y ella lo notó. Llevaba puesto un conjunto rojo fuego: una blusa sencilla y un pantalón jardinero de piernas cortas, tenis blancos de caña, y sin medias. No tenía un rostro como portada de revista: no lo necesitaba. Sus ojos color miel, su cabello rizado zanahoria, la nariz pequeña, su piel canela a la vista, porcelana al tacto, su mirada traviesa, su aroma, su sonrisa imperfecta… todo en ella me arrebataba.

Mientras la veía, mis pensamientos iban del embobamiento absoluto a la malicia más descarada. La escuchaba, y su voz me parecía lo más dulce del mundo, sin empalagarme. Quería hacer de esos minutos una eternidad, olvidar el pasado, no pensar en el futuro. Hoy, a veces, quisiera volver a verla, así fuera solo por un minuto, y escucharla. No, qué va. No me conformaría con un solo minuto. La quisiera un día entero, el resto de mi vida entera. De una forma u otra, sigo esperándola, como ayer… y todos estos años. O quizá nunca se fue, y se quedó grabada en fuego en mi mente y mi alma. Desde entonces, nadie más me interesó, pues, aunque vi muchas chicas, de diferentes edades, formas y tamaños, de una forma u otra siempre termino pensando en ella, y ella, quién sabe, quizá me olvidó hace mucho.

La recuerdo como un bonito sueño, pequeña y frágil, y aunque pude vivir todos estos años lejos, lo reconozco, la vida no es lo mismo sin ella. ¿Por qué no regresé a buscarla cuando pude? Cobardía. No existe otro motivo. Cobardía. Hoy, carecería de sentido regresar. Con seguridad, hace mucho no vive en la misma casa, ya se casó, hizo su vida, y me olvidó, pues, finalmente, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, como dijera Reyes.

No sé si en aquel entonces la esperé, ella llegó a mí, o si yo la busqué por esa soledad tan profunda y rara que te cava el alma, aunque tengas pareja y familia, aunque ante los demás tengas la vida resuelta, con un matrimonio tranquilo, aunque no feliz, con una vida estable, aunque sin emociones. Seguramente me equivoqué en más de un sentido. Simplemente… la necesité. Equivocado o no, ella se quedó en mí… para siempre. Quizá lo más cómodo sería negarla, bloquear su existencia de mi memoria, como más de una vez intenté. Pero toco esta cadena con los dados… pesa como una piedra de molino, y vuelvo a la realidad… a mi realidad sin ella, en el silencio de esta caverna vacía de madera y metal. Recuerdo nuestro primer encuentro, nuestro primer día, nuestro primer beso, nuestras primeras caricias, su vergüenza y la mía, y su risa… y su risa. Negarla, a fin de cuentas, es negarme a mí mismo, pues solo en ella mi vida encontró una dimensión diferente, un gusto aparte, un sentido especial, y por ella cambié la perspectiva del cielo, sin dejar el suelo.

El día de su retorno, me acompañó un par de horas, conversando de cualquier cosa, yo totalmente embobado, y algún cliente ocasional, especialmente las viejas, mirándola con cierta malicia. Ni siquiera me preocupó el eventual chisme a mi ñora. Solo quería estar cerca de ella, respirar su aire, perderme en su mirada. Cuando recibía el pago de alguna venta y me entregaba el dinero, al rozar su mano, todo mi ser temblaba como gelatina, y ella me miraba de reojo, con un aire de malicia mezclada con inocencia. Fueron solo un par de horas, pero lo saboreé como un trocito de eternidad, un regalo de la vida para ese trayecto de la mía. Soñaba con ella y a la vez quería despertar con ella. En lo mejor de la película, su madre llegó a comprar algo, y al verla, Antonella se despidió de mí como si hubiese entrado a preguntar por algo que yo no tenía. Se fueron juntas, y en ese momento su madre no sospechó nada. O eso creí.

No regresó al día siguiente. Lo mismo el día siguiente, y toda la semana. Mi ansiedad se convirtió en desesperación. Aunque sabía dónde vivía, opté por no buscarla. Esa ansiedad me provocó una úlcera, literalmente. Pude acercarme a su casa, hacerme el distraído, y tocar el timbre preguntando por ella, como si hubiese olvidado el cambio, o algo así. Excusas sobraban. Faltó valor. Eso en partes, y, también en partes, temía hostigarla, mostrarme espeso con ella, cargoso, y espantarla. Estaba enamorado, pero no era un enamoramiento de novela, tierno y rosa de viejo verde remendado, sino algo más fuerte, incomprensible hasta este momento, una fuerza interna que me estremecía, como un choque de trenes, de solo pensar en ella. En su cuerpo tierno y tan pequeño había una especie de veneno, que yo quise probar desde el primer día. ¿Cómo pudo despertar en mí tanto deseo, en sus ojos, en su pelo, en su forma de mirar? Quizá fue por eso que me enamoré de ella, por ese cuerpo de muñeca y ese busto de mujer, y no encontraba nada en ella que no pudiera amar. Desde entonces, no soy nadie si ella no está cerca, mi nombre no importa, mi vida carece de sentido.

Mariela me reclamó más de una vez la distracción, pues comencé a equivocar las cuentas, olvidar los pedidos, confundir a los clientes, y aunque en algún momento estuve tentado a confesarle el motivo, al final fui práctico, realista, coherente, maduro… queriendo ser todo lo contrario.

Antonella regresó al cabo de casi dos semanas, cuando pensé que nunca más la vería. Al verme, solo me dijo «Hola, ¿qué tal?», y yo, dominando mis impulsos, le tomé la mano izquierda con mi derecha, y le respondí «ahora estoy bien… gracias por volver», y ella, sonriendo, replicó «no tienes por qué agradecer». Era la primera vez que me tuteaba, y aquello terminó de desarmarme. El sol reverberaba sobre el vidrio en la vitrina de madera, con un tono bermejo que se me grabó para siempre en la memoria, pues ella había regresado, esta vez para quedarse en mi vida, en todo mi ser, aunque no en mi cuerpo.

No recuerdo cuánta gente se acercó a comprar, pero esperé un momento de quietud, me asomé a la puerta, para ver si venía alguien. Nadie más se acercó. Aseguré la puerta interior y puse el cartel de «Cerrado». Ella me miró sin hacer preguntas. Me acerqué sudando y temblando. Al notarlo, sonrió otra vez con ese aire de inocencia y malicia que solo ella tenía. La tomé por la cintura, e iba a besarla, cuando ella se adelantó. No parecía ansiosa. Calculó muy bien cada roce, cada caricia, y yo, sin darme cuenta, me convertí en arcilla entre sus dedos. Era una marioneta, y ella tenía los hilos.

Nuestro primer beso no fue con lengua, sino uno infantil de piquito, pero el siguiente, tres segundos después, fue uno de los más hermosos recuerdos de mi vida. Me besó fuerte, y eso me dolió, pero no fue un dolor dañino, sino placentero. Sentí una felicidad nunca antes experimentada. Era una especie de paz y dulzura antes de la tormenta que llegaba a pasos agigantados a mi vida. Lo viví intensamente, atrapando el día, sin complicaciones.

Me besó el cuello, el pecho, desabotonando mi camisa de asalariado y provocándome diversas reacciones en un solo instante: desde una felicidad infantil hasta el deseo de morir por no querer saber de nada más en este mundo y en cualquier otro donde se pague impuestos. Ella vestía una falda corta negra y una blusa color carmesí. No tenía tetas voluminosas: no las necesitaba. El contacto físico se produjo irremediablemente, cuando hice lo mismo que ella, quitando el único par de botones de su blusa, y estrechando su pecho contra el mío. El recuerdo táctil de aquella experiencia provoca en mí un rubor inexplicable, pero capaz de devolverme la pasión por la vida. Se viró. Se acomodó frente a la pared, de forma que pude levantarle la falda sin problemas, y, sin quitarle el calzón, me acomodé y la penetré con dulzura, suavidad y ternura. Sentí sus gemidos, el latir de su corazón, la humedad de su pubis, la suavidad de sus nalgas restregándose contra mi masculinidad. No recuerdo si duré poco o mucho, pero sí el haberme esforzado por contener la eyaculación, y su gemido de placer, seguido de un grito ahogado cuando acabé dentro. Ella me preguntó, con un murmullo, si ya terminé. Asentí con un sonido gutural, y entonces me pidió que no la sacara. No era virgen: tampoco lo necesitaba.

Aquellas escenas se repitieron durante al menos un mes, a veces en la parte delantera, otras, en la trastienda, y un par de veces detrás del mostrador, con la puerta abierta, con una mortal invitación al peligro. También usamos el taxi unas cuantas veces, y fue lo más original que me pasó, hacerlo no en el asiento trasero, sino dentro de la baulera, simulando un desperfecto en una vía periférica. Cuando lo hacíamos en la trastienda, usábamos los costales de azúcar y arroz como colchones improvisados. Ignoro cuántos desayunos y almuerzos se sirvieron con esa impregnación lujuriosa, pero seguramente no fueron pocos. Así, lentamente, me fui consumiendo en un incendio que me quemaba de adentro para afuera, de abajo para arriba.

Un día, para alejarnos del peligro, la llevé a un motel, mientras Mariela atendía la tienda. Tuvimos tres horas de pasión sin restricción. Después de la segunda penetración, se recostó mirándome con su dulzura tan suya. Le di un beso formal en la frente, y le recité unas líneas que aprendí de memoria para no dejar vestigios en tinta y papel:

Me pones a prueba, por lo que veo… y eso me quema… pero contigo le hallo gusto al fuego. Dime tú si alguna vez me regalarás alas, o la capacidad de vencer el miedo a la profunda oscuridad. Desde que te conocí entendí tantas cosas y otras muchas olvidé. Y es que el amor es un demonio escarlata, capaz de destrozarme, y en ello encuentro un placer con cierta magia, pues nunca me sentí más vivo que cuando estoy a punto de morir, y contigo muero a diario. El amor ya me hundió su daga afilada, haciéndome descender en un quebranto hasta lo más profundo del hades, y a pesar de ello, no pierdo esperanza de elevarme por encima de las nubes, lejos de la simpleza cotidiana.

Sonrió otra vez, y solo me dijo «buen texto». Su respuesta me heló, pero solo por un par de segundos.

Le di otro beso en la frente, extendí mi mano, y le entregué la cadena con los dados de metal, con una A grabada en cada cara, porque donde mirara, sin importar dónde, la veía a ella.

Ahora que los toco otra vez, tanto tiempo después, no puedo evitar el llanto…

Como todo lo bueno en la vida, mi aventura con Antonella, mi mejor historia para contar, no duraría para siempre. Un día, oh descuido mío, dejé la puerta sin seguro. Lo hacíamos en la trastienda, y no las sentimos entrar. Solo alcancé a oír «¡desgraciado!, ¡violador!» y luego sentir el golpe de un palo en mi espalda. Estaba con la guardia baja. Me subí los pantalones lo más rápido que pude, pero era tarde: no tenía cómo inventar una excusa. Su madre y mi esposa coincidieron al llegar sin aviso, o llegaron juntas deliberadamente, y para desgracia mía no eran las únicas que entraron. Se armó un escándalo, y más personas llegaron. Entre los que reconocí, sin darme tiempo a explicar nada, estaban mis cuñados, cinco en total, quienes me dieron la mejor paliza de mi vida. Antonella desapareció de la escena. Afuera caía una lluvia discreta, y cuando me echaron fuera de la tienda para continuar la paliza, se había formado un charco de poca profundidad. Me zafé como pude, y corrí por dos cuadras, hasta la quebrada, creyendo encontrar una oportunidad para escapar y luego pensar en algo. Qué equivocado estaba. Me capturaron nuevamente a pocos metros de la quebrada, y repitieron la paliza. Sentí golpes, patadas, algún corte que no sé precisar, y a alguien gritando «¡mátenlo, mátenlo!, ¡es un violador!» Me patearon en la cabeza, los testículos, la espalda, y cuando ya me creía morir sin remedio, logré zafarme una vez más, aún no sé cómo, pero fue solo para para lanzarme a la quebrada. Ya no importaba llegar al fondo, con vida o sin ella.

No sé cuánto tiempo pasó desde mi caída, pero desperté cuando la noche envolvía todo, la lluvia había amainado, y sentía mis heridas a flor de piel. Me dolía todo el cuerpo. Me incorporé lo mejor que pude. Reconocí, no muy lejos, las luces de la vía. No escuché a nadie, pero estaba relativamente lejos de la vía, y no era fácil regresar. Tampoco quise hacerlo. Caminé como pude toda la noche, hasta quedar dormido algunos kilómetros más abajo.

Dormí hasta media mañana. Me despertó el hambre, y el dolor también tuvo su cuota. Además de las heridas, que no eran pocas, los golpes me provocaron incontinencia por las dos vías, y no fue grato ni fácil acicalarme en tales circunstancias. Tuve la fortuna, pues no entiendo de otra forma aquello, de haber dejado algunos billetes en uno de mis bolsillos. Con eso, apenas pude, busqué una farmacia, donde compré alcohol y gasa. Pedí ayuda a un muchacho, y le regalé unas monedas. Comí lo que pude, y luego, de regreso al monte. Caminé varios días, cerca de la carretera, pero sin volver a ella. El cielo, despejado durante toda mi travesía, adquiría en el crepúsculo ese tono bermejo del día en que la conocí. Al anochecer, me acurrucaba en cualquier hueco húmedo, y dormía, y volvía a soñar con ella, con su mirada tierna, su dulce y metálica voz, su humedad, su desnudez… y mi incontinencia.

Durante todo el trayecto, no pensé en mi dolor, ni siquiera en temor a ser encontrado y ajusticiado, sino en ella. Sabía que nunca más la vería, y ya sentía su ausencia, ya me hacía falta, y me frustraba la impotencia de no poder dar marcha atrás. Pensé en mis errores, en mis descuidos, en ese demonio interno mío, y que proyecté de mala manera en ella, que, sin ser la mejor persona del mundo, fue lo mejor de la vida para mí. Ese demonio mío era ella, pero también era yo, era mi demonio escarlata que seguiría conmigo hasta el fin de mis días, como una penitencia grabada con fuego por lo inmenso de mi locura.

No sabía hacia dónde me dirigía exactamente, pero cuando me creí lo suficientemente lejos, volví a la carretera, llegué un día soleado hasta acá, a dos cuadras del mar, me acerqué a una bodega, donde pedí trabajo acomodando botellas. Me quedé, y conocí un lugar diferente, con gente que desconocía mi pasado, y no le importaría. De a poco, me hice uno de ellos.

Desde entonces, soy el mil usos sin nombre. Yo ya no existo. Solo existe Antonella.

FIN

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