El Barón de Pest / Libro primero de Los Padres dela Luna Llena

El Barón de Pest / Libro primero de Los Padres dela Luna Llena

A continuación una breve sinopsis, el prefacio y los prólogos de «El Barón de Pest», una novela de terror neo-gótico.


SINOPSIS

Europa, siglo XIII.

Un grupo de franciscanos, incluyendo tres monjes guerreros, viaja al reino de Hungría a pactar un acuerdo con el hombre más cruel de Europa del este, Daslav Talbo, el Barón de Pest. El sacerdote líder, Cédric McBrough, consigue la alianza, pero a un alto precio; él y los otros son testigos de abyectas conductas y afrentas a Dios. Años después, un obispo envía a los sacerdotes a solicitar una vez más el apoyo de Talbo. En el camino descubren terribles muertes, producidas por una o varias bestias salvajes, en noches de luna llena.

PREFACIO

«A pesar del cansancio y sentimientos transcurridos, de los temores y deseos, del terror, de los amores y pérdidas. He aquí mi legado.

Si alguien examina estos papeles, significa que he logrado sobrevivir a otra luna y he robado al destino el lapso necesario para esconder mis escritos. Quizás, con la ayuda del redentor y un poco de suerte, pueda concluir las crónicas que de manera imperiosa y desesperada debo transmitir.

Ruego los perdones por esta letra vestida de temblor y sobresaltos, sin embargo, y a pesar de la juventud del día, no puedo evitar escalofríos y una gélida transpiración; la del miedo, por cada nube que eclipsa al sol, produciendo la sensación de un violento anochecer. Imagino que ante estas pocas frases se tendrá ya la idea de leer los desvaríos de un demente, y en parte hay en ello razón, no obstante, si quien lee fue maldecido al nacer por la curiosidad y decide continuar, debo advertir: todo lo que leas a partir de este instante es cierto. No importa lo que grite la razón, la naturaleza, la alquimia o cualquier religión.

Todo es cierto.

Caravaggio D´arcangelli, abad, cronista y sobreviviente.»


PRÓLOGOS

Monasterio de Meteora, Tesalia (Anno Domini 1267)

El anciano sacerdote iba al frente, con la tea enfocando su camino y el de los tres jóvenes monjes que le seguían. El pasillo resultaba angosto y la prisa aumentaba, al igual que la intensidad de los gritos y estridencia de hombres y sables entrechocando que atravesaban las murallas. De manera repentina, una lápida vertical, con gran cantidad de adornos y cabezas de ángeles esculpidas, les cerraba el paso. El viejo, con maestría y celeridad, giró algunas de las testas y, ante un mínimo empuje, la pared cedió hasta revelar una habitación.

Afuera los mongoles continuaban escalando las empinadas laderas del monte de arenisca erosionada y su prolongación, los altos y gruesos muros del monasterio incrustado en la cima de la colina. Ascendían con las propias escaleras de cuerda y madera usadas durante años por los religiosos, con otras llevadas por ellos, con cables y garfios y a mano desnuda por el mismo peñón. Los hombres que resistían, en su mayoría frailes, no cesaban de arrojar pesados bloques de granito y rocas, unidos por largas y voluminosas cadenas que, lanzados al mismo tiempo y desde distintos puntos, arrasaban con todo a su paso. Otros defensores dejaban caer troncos con púas y estacas empotradas y aceite hervido en grandes marmitas, que derramaban en canaletas encaminadas hasta las bocas de arpías y dragones de piedra, y desde las que era expedido como quemante lluvia de destrucción sobre los guerreros asiáticos. Los estragos en las filas de los atacantes resultaban brutales, no obstante, continuaban trepando, como si el temor a la muerte, a una dolorosa muerte, no cupiese en sus mentes, colmadas de una motivación superior.

El abad prendía con su antorcha los hachones engarzados en las paredes, en tanto sus tres seguidores no cesaban, con gran nerviosismo, de mirar hacia atrás. La habitación, ya iluminada y a diferencia del pasadizo por el que se habían debido trasladar, se revelaba bastante espaciosa y adornada; magníficos tapices ataviaban los muros de piedra viva; largas espadas, con inscripciones grabadas en sus hojas y piedras preciosas incrustadas en sus empuñaduras, descansaban junto a enormes y brillantes escudos; arcas resguardadas con poderosos candados, que forzaban entrever valiosos interiores, y cientos de papiros enrollados se esparcían por doquier. En el centro, y bajo un crucifijo colgante con las dimensiones de un hombre, sobresalía un altar de mármol de Pentelikon y, sobre éste, tres reducidos cofres de plata. El clérigo se persignó con rapidez y se acercó hacia el sagrario, desde donde llamó a los monjes, que no cesaban de mirar boquiabiertos en derredor.

—¡Vamos, acérquense! ¡Acérquense! ¡No hay tiempo y debo instruirlos antes de que los bárbaros logren ingresar!

Desde las almenas del baluarte, y a pesar de la desventaja numérica, los defensores continuaban la contienda. Uno de ellos, un sacerdote corpulento y barbudo y con el hábito hecho jirones, no cesaba de lanzar troncos e imprecaciones en latín. Al notar un enorme bloque de granito a un costado comenzó a levantarlo, para manipularlo como proyectil. El esfuerzo resultó titánico y, con la piedra sobre su cabeza, aulló con furia a sus enemigos para de inmediato arrojarla, causando el pánico y la muerte. Con una sonrisa y las venas del cuello todavía hinchadas giró, encontrándose de frente con un hombre armado de espada y escudo. Se miraron durante un segundo, lapso en que descubrieron lo inminente, y actuaron; el enorme clérigo intentó persignarse y liberar una plegaria, el mongol le atravesó el cuello con su arma, la volteó un poco y la retiró con rapidez, sin dejar de observarlo. Los bárbaros habían penetrado las defensas del monasterio y el destino de Meteora comenzaba a sellarse.

Los tres novicios, de rodillas y con la cabeza gacha frente al altar de mármol, escuchaban el final del perturbado rezo en latín de su prior. Al tiempo que éste santiguaba al primer fraile con la diestra, con la otra extremidad abría uno de los cofres y extraía un objeto envuelto en fina tela púrpura, depositándolo en el regazo del joven. Aferrándole con fuerza las manos que sostenían lo entregado, le besó ambas mejillas y le susurró un fugaz secreto al oído. Mientras el novicio ataba la dádiva bajo su hábito, en el propio torso, el abad repetía su anterior proceder con los otros dos presentes, confiriendo a cada cual una pieza similar y murmurándoles también. Hecho esto les solicitó a todos que se irguieran e intentó aleccionarlos por última vez.

—¡Cada uno de ustedes conoce su destino y la trascendencia de su comisión; no deberán compartir tal saber con nadie! ¡Ni siquiera entre ustedes! ¡No confíen en nadie, no subestimen a nadie, no…!

—¡Los mongoles han entrado!

El agónico grito, proveniente más allá de la muralla, detuvo en seco el postrer consejo del sacerdote. Con aspaviento de sus brazos, y una temblorosa voz, ordenó a los jóvenes ayudarle a desplazar la losa sobre la que descansaba el sagrario, revelando con ello un estrecho y oscuro pozo. El hombre mayor arrojó la antorcha dentro.

—¡Es profundo, sin embargo hay una fuerte escalera de soga y maderos que los llevará al fondo! ¡Entren! ¡Tú primero Velkan! ¡Aprisa, los mongoles ya están dentro y…!

El sacerdote calló. Ruidos de pasos y bramidos en una lengua extraña crecían más allá del muro por el que habían ingresado. Tras unos segundos de silencio, y al tiempo que tironeaba hacia el foso a uno de los frailes, el abad insistió.

—Ya abajo se encontrarán con un pasadizo, al final del cual tropezarán con una pared de bloques de piedra, cada uno con una cruz diferente esculpida en su frente. Deberán…

Golpes de espadas contra la pared de entrada interrumpieron al sacerdote. Con la respiración agitada y sosteniendo del brazo al primer fraile que se introducía, continuó.

—¡Empujen con fuerza los tres bloques centrales, en este orden: la cruz griega, la latina y la de Malta! Los pedruscos cederán y ustedes accederán a la parte externa del muro norte, pero las piedras no son de gran tamaño, por lo que el espacio que resulte será estrecho; deberán escapar con esfuerzo. Recuerden, no intenten retirar otro bloque, sólo los tres con las cruces que les señalé; la cruz griega, la latina y la de Malta.

Acabada la frase, un estruendo proveniente de la entrada hizo que giraran las cabezas; la muralla había sido golpeada con gran fuerza por algún objeto contundente y pesado, un tronco o un bloque de granito usado por los invasores como ariete. En breve entrarían. El anciano se adelantó, tomando del brazo al segundo novicio y ayudándole a ingresar al foso.

—¡Ahora tú Wojciech ¡Por Cristo, deben apresurarse! ¡No miren atrás y no…!

Un nuevo estampido cortó la oración. La cabeza del segundo fraile, aún sobresaliente del pozo, fue empujada por el viejo, quien no cesaba de instar presteza.

—¡Sólo quedas tú Dragan! ¡Rápido, rápido!

El último de los fugitivos era el más alto y delgado, aunque el más ágil también. En cosa de segundos su rostro descendía más allá del borde del foso y el viejo abad, ya con cierta tranquilidad y mirando hacia el fondo, se persignaba. Una vez que pudo atestiguar que el muchacho había puesto pie en el suelo, con rapidez cortó las cuerdas de la escalera. Un tercer estrépito le devolvió el nerviosismo. Con desesperación y escasa fuerza intentaba devolver a su posición original la base del altar, cuando una última estridencia le detuvo; la pared había cedido. Gritos y bullicio antecedían a los invasores que empezaban a ingresar por la brecha abierta y, sin prestar casi atención al sacerdote que se mantenía de pie al costado del foso, se dirigían hacia las valiosas espadas y escudos o a los cofres, cuyos candados intentaban romper con las empuñaduras de sus sables. La algarabía acabó de manera súbita al ingresar un guerrero. No destacaba en tamaño o estructura más que los otros, aunque su rostro denotaba su condición de líder; una cicatriz en diagonal le cruzaba el ojo derecho, desde la frente hasta la mejilla, su mirada no evidenciaban emoción alguna y el resto de los bárbaros callaba en su presencia. Observó a todos y todo, deteniendo la mirada en el pozo y luego en el monje. Sin desviar los ojos del clérigo masculló una breve orden y seis presurosos invasores tomaron algunas teas e iniciaron el descenso por el agujero. Un segundo mandato y otro grupo de guerreros empezó el acomodo y saqueo de las armas y las arcas. El sacerdote no pudo evitar una sonrisa al percatarse de que los pretéritos y preciosos papiros que les rodeaban, documentos de inimaginable valor para la humanidad, quedaban abandonados. Una nueva orden del líder mongol y dos hombres sujetaron los brazos del clérigo por la espalda, forzándolo a arrodillarse e inclinar su cabeza. Un tercer guerrero se dispuso a un costado, con su ancha espada levantada, preparado a dar el golpe en el cuello del condenado. Éste, junto con la mueca de ironía que aún conservaba, y dirigiendo la vista hacia el foso que se abría ante él, exclamó:

A fronte praecipitium, a tergo lupi([1]).

Una ronca carcajada detuvo el camino ya iniciado del sable, quedando éste a medio brazo de la nuca del monje. El jefe de los bárbaros, con la mano alzada y una sonrisa infantil en su desfigurado rostro, contestó con tono fuerte y seguro al prisionero:

—¡Es cierto, cristiano! ¡Tienes un abismo a tus pies y a mí y a mis hombres a tu espalda!

El condenado le miró con asombro, a lo que el mongol respondió con una explicación.

—¡Así es, hablo tu idioma! ¡Y también sé algo de las invocaciones de los hechiceros cristianos! ¿Sabes más de estos conjuros?

El clérigo, observando a su captor y la espada que aún pendía sobre su cuello, movió de manera afirmativa la cabeza.

—¡Entonces vendrás conmigo, para enseñarme! —y mostrando el puño, en señal de fuerza, añadió: ¡Fata volentem ducunt, nolentem trahunt!([2])

En silencio, aunque con el cuerpo reflejando el alivio otorgado por la repentina piedad, el indultado observó el rostro del líder bárbaro durante un instante, para luego cambiar la mirada al pozo. Pasado un momento, y con la sentencia de su vida resuelta, volvió a la faz del mongol, con una última expresión en sus labios.

—¡Crudelius est quam mori semper timere mortem!([3])

Terminada la frase, y en tanto se persignaba, caminó hacia su captor, dejando atrás el foso.

Los hilos de agua brotaban tanto por lo alto como por los costados del estrecho pasadizo, obligando a los tres monjes a serpentear sus antorchas, incluso a cubrirlas con las manos, quemándose a veces. La humedad se exponía en la piedra viva de las paredes y en el barro que se embutía en sus sandalias, pero ello no disminuía ni el tranco ni la ansiedad. Al salvar un pequeño charco, el que marchaba al frente se detuvo de manera abrupta, alzando su mano en señal de detención y silencio, lo que fue acatado por los otros. Casi de inmediato pudieron oír el eco de pisadas, mezclados con voces extranjeras, rebotando en los muros. Hubo un cruce de miradas y la marcha se reinició con más ahínco y excitación; el tiempo y las posibilidades comenzaban a contraerse. Avanzados unos pocos pasos más se vieron, por fin, enfrentados al muro anunciado por el abad, conformado por gruesos bloques del tamaño de dos cabezas, cada uno de los cuales exponía una cruz distinta cincelada en su centro. Iluminándose con las teas examinaron la pared, hasta hallar la piedra con la cruz griega. Debieron empujarla con gran esfuerzo y entre todos para que cayese, descubriendo la salida del túnel atravesado. La repentina y tibia luz de un atardecer les hizo restregar los ojos y sonreír, la proximidad de los gritos de los perseguidores les volvió la seriedad. Mayor brío necesitaron para el segundo bloque, el que exhibía la cruz latina y que se hallaba al lado derecho del reciente espacio, consiguiendo el mismo efecto. Ya podían distinguir los árboles y percatarse, para su alegría, que se hallaban casi a nivel del suelo del valle que atravesaba las faldas norteñas del monte. Uno de los jóvenes comenzaba a colocar sus manos en la tercera piedra, justo bajo el centro de las dos ya removidas, cuando el que había llevado la delantera todo el trayecto, el más alto, le detuvo.

—¡No hay tiempo! Con algo de esfuerzo cabremos y les haremos la persecución más difícil. Vamos ya.

El mismo monje insistió en ser el último, al tiempo que ayudaba al primero de sus compañeros a cruzar el hueco recién abierto. Los gritos y el bullicio de pisadas y armas entrechocando se hacían más intensos e inmediatos. En cuanto el primer fraile se vio fuera, el líder tomó del brazo al otro; éste le aferró la mano.

—Esta vez no. Si tú no atraviesas primero, yo no saldré de aquí.

Quizás fue la determinación en la mirada, o la cercanía de los perseguidores, o la necesidad de una decisión inmediata, pero, y tras una muy breve y tensa contemplación, en la que se cruzaron decenas de recuerdos forjados en una juventud común, el aludido hizo caso y se introdujo en el espacio. Su altura y tamaño le significaron un extenso esfuerzo para traspasar el hueco en la pared y, al conseguirlo, se asomó para ayudar al último de los fugitivos.

—¡Vamos Velkan, de prisa! ¡Ahora tú! ¡Vamos, que se acercan!

Los dos monjes que se encontraban en el exterior tomaron los brazos del rezagado e iniciaron la extracción, arengando y tirando, aferrados a sus antebrazos. Ya sobresalía parte de la cabeza, cuando el último fraile abrió con desmesura los ojos y, con la palidez de la peste en el rostro, aulló.

—¡Me atraparon, tienen mis piernas! ¡Por Cristo, tiren más fuerte! ¡Más fuerte!

Sus compañeros redoblaron fuerzas, jalando de las extremidades y haciendo palanca con sus propios pies contra la pared. Los jadeos aún resonaban, cuando un sonido fuerte y breve, el del metal contra la carne, anunció el final de la contienda; los dos frailes cayeron al suelo, aún aferrados a los brazos cercenados de su compañero, cuya cabeza caía y rodaba junto a ellos. La impresión no se disipaba todavía de sus rostros cuando, al ver como asomaban los perseguidores por el hueco en la muralla, se irguieron y corrieron como nunca antes lo habían hecho en sus cortas vidas. Viéndose obstaculizados por el reducido tamaño de la salida, los bárbaros intentaron retirar otro de los bloques, empujándolo entre varios, sin embargo la piedra elegida no mostraba esculpida la cruz de Malta. Al lograr separarla de su lugar, y antes de que cualquiera pudiese cruzar al otro lado, la pared se desplomó, matando a tres de los tártaros e hiriendo a otros tantos. Los sobrevivientes llevaron el cadáver del único fugitivo capturado a su líder, junto con el bulto envuelto en tela púrpura hallado entre sus ropas.

El jefe, que se hallaba impartiendo las últimas órdenes para el saqueo y la matanza de heridos, recibió el objeto forrado y los restos del fraile con igual displicencia, aunque su rostro marcado, al descubrir lo que el género púrpura ocultaba, se transfiguró; una hermosa daga de doble filo, de esplendente plata, forjada en una sola pieza y labrada con extraños símbolos en ambas hojas. Quizás lo más llamativo era su empuñadura y una pequeña cabeza de lobo con las fauces abiertas. El mongol la examinó con admiración, levantándola y moviéndola con la destreza propia de un experto, contemplando la precisión de su hoja, la ornamentación y el llamativo puño. A unos pasos de él el anciano al que se le había perdonado la vida observaba abatido. El caudillo sonrió, guardó en su cinturón el puñal y montó el caballo que sujetaba uno de sus hombres. Entonces dio la orden para el descenso.

Junto con el anochecer, y desde las laderas del monte que había servido como puntal a toda la estructura del monasterio de Meteora, una larga procesión de bárbaros comenzaba la retirada, en tanto los restos del baluarte se iluminaban entre llamas y un lívido plenilunio. En la columna destacaba un viejo sacerdote que no desistía de rezar y persignarse.


([1]) Un precipicio al frente y los lobos detrás.

([2]) El destino conduce al que se somete y arrastra al que se resiste.

([3]) Es más cruel tenerle miedo a la muerte que morir.

Monasterio de Cantano, Italia

(Inicios del siglo XIV)

Yo soy Caravaggio D´arcangelli, el abad, el cronista, ayer el joven, ahora el viejo y mañana un festín de cuervos y alimañas. Sin embargo, también soy el hombre, el amigo y el testigo, por lo que he decidido despilfarrar mi tiempo, sin importar que éste sea en estos momentos la joya más preciada que poseo, en el origen e historia de mi existencia. Considero que eso prodigará un poco de claridad en cuanto a algunas circunstancias y personajes que con posterioridad mencionaré; mi entrada en el monasterio de Cantano y mi encuentro y amistad con los hermanos Cédric, Richard y Cornelius; la gran travesía de 1270, en la cual encontraría el primer amor, como también los horrores iniciales; las guerras con los fieros mongoles; mi estadía en la fortaleza Brać y mi fatídico encuentro con el Señor de Pest, en la tierra de los magiares. El resto corresponde a extraños hechos y herméticas conversaciones, a ingentes dolores y repentinas alegrías, al conocimiento del auténtico terror, al encuentro con lo sobrenatural y a las increíbles muertes y nacimientos que danzaron ante mis ojos, o de los que fui instruido por los partícipes directos.

Mi papel de cronista no me fue otorgado por ser un insigne letrado o por mi pretendida cercanía a Dios, aunque espero que tampoco como un castigo por mis pecados carnales, de los que, por más que he pretendido, no puedo arrepentirme, ya que todos convergen en un placentero y refrescante recuerdo con silueta de mujer. Mi cruz y misión en la tierra se debieron a que estuve en el lugar, en el momento y con la persona indicados. Quien lo desee puede llamarlo destino, sino, suerte o azar, herencia o como gusten. Para mí sólo se trató de una existencia, la mía, con un hecho en particular que la diferenció de todas las que hubo y podrán haber; yo conocí a los padres de la luna llena, presencié el momento de su creación, transformación y maldición. Y logré sobrevivir. Hasta ahora.

En este instante me encuentro en la torre del monasterio de Cantano, viejo testigo de mis inicios como monje y la prueba de que la vida y el universo son un círculo que, queramos o no, se cierra en su principio. Me hallo solo y encerrado, con el pozo de agua intacto y comida para un par de meses, o lo que logre resistir, antes de ser rastreado por los sobrevivientes de la jauría maldita, durante alguna de las próximas noches de plenilunio. En otras circunstancias hubiese preferido acabar por el exceso con una mujer (o varias), pero, en mi actual situación y edad, ojala mi fin se deba a la inanición o al cansancio. Y no a ellos.

Quien lea ésta y las siguientes carillas podrá imaginar cuánto pude vivir, al cuantificar el tamaño de mi obra. Ahora, al final de mi existencia, comprendo que mi papel de observador y cronista, y mi vida como olvidado hombre de Dios, las puedo resumir en dos palabras: testificar y advertir.

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