Llegó de afán a su casa, un palacio imperial en alguna ciudad de Europa que apenas conocía, porque la había comprado apenas hacía un año largo. Nunca tuvo la oportunidad de recorrer todas las habitaciones inútiles que no servían para nada, porque ya casi nadie la visitaba. Sus hijos aburridos, con sus nietos pegados día y noche a teléfonos celulares siempre conectados a mundos virtuales aburridos, estaban siempre ocupados para visitarla o siquiera llamarla. Sobre la chimenea tenía las cenizas de su último marido al cual no extrañaba y que estaban dentro de una copa de oro que él mismo le pidió poner allí, con el polvo grisácea de su grasa. “¿Qué hace cuánto murió Robertson?” gritó en el Whatsapp a una de sus amigas alemanas que le preguntaba por los años de su viudez. “Ya no me acuerdo, mija, pero tampoco me preocupa… vivo feliz con mi viudez y disfruto de mi plata y mi casa, sin tener que compartirlo con nadie”, concluyó la vieja Dorothee, sentada en una silla de viejas frente a la vieja chimenea. Después de colgar la llamada sintió el peso de sus propias palabras. Miró la copa de oro y se le salieron unas lágrimas.
Murió a contraluz, entre las sombras del crepúsculo contra la chimenea. La niña, es decir, la sirvienta, una latina tan viaje como ella que apenas sí balbuceaba el alemán, se había ido hacía unas dos horas. Sintió que el aliento se le iba, que ya no tenía ganas de levantarse de la vieja silla y miró la copa de oro como una forma de esperanza. “Ay, Robertson, viejo miserable, me muero”… dijo al sentir a la pelona que venía por ella, entrando por la chimenea como pedro por su casa. “Ah y a vos qué te importa” de pronto reflexionó, al recordar que a Robertson no le importaba nada. Cuando estaba en vida sólo pensaba en el dinero y en ver cómo se apropiaba de la herencia de su última esposa. Dorothee creía que él trataba de matarla de tedio, al llevarla a los museos de toda Europa y a acompañarlo a los cocteles de gente más aburrida que ellos. Pero se murió primero y su última voluntad fue esa: “Poné mis cenizas en esta copa de oro, que me la heredó mi papá”, fue lo último que le dijo y peló el cobre.
La vieja no iba a admitir que Robertson se fuera en paz. Recuperó su último aliento, miró hacia su izquierda y vio a la pelona allí, como una mujer de alta alcurnia, con tacones altos y mucho maquillaje. Le sonrió con su rostro arrugado y pálido y le dijo: “Dame un último deseo vos, sólo uno”. La pelona sonrió, con unas ganas de reírse y con un movimiento de ojos asintió a la petición. La vieja se paró de la silla, se acercó a la chimenea, juntó varios palos y los incineró. Acto seguido y como quien no quiere la cosa, lanzó la copa con las cenizas de Robertsons, los cuales salieron como el último polvo cósmico sobre la madera ardiente de verano. Y ella dio una risotada tremenda que se oyó por toda la mansión en aquella ciudad de Colonia. Ah y la pelona también se río y la tomó con sus manos huesudas hasta el nivel de los penitentes.
Dorothee se vio en un avión tailandés. Miró por la ventana y el avión estaba por tierra. Recordó entonces la escena. Ah, el viaje a Tailandia de hace tres años, cuando sus hijos y nietos la llevaron a pasear para calmar conciencia, después de años de abandono. También los ricos sufren abandono y del peor. Habían acabado de aterrizar de un vuelo entre Chiang Mai y Bangkok. Como siempre, Dorothee estaba aburrida y todo viaje al exterior le recordaba a Robertson y sus aburridos viajes de negocios a los que la llevaba. Ahora le tocaba a sus hijos. Tenía dos: Hans y Rebecca. Tenía también dos yernos y tres nueras. Las tres esposas de Hans con las que seguía en comunicación por Whatsapp y los dos maridos de Rebecca con los que nunca hablaba. Cada yerno y cada nuera tenía un hijo, es decir, las tres esposas de Hans daban tres nietos y los dos maridos de Rebecca daban dos hijos, en total cinco nietos. Todos habían ido a pasear a Tailandia, para llevar a la abuela Dorothee, a conocer un país tropical y exótico. Pero cada uno de ellos tenía un teléfono celular todo el tiempo. Dorothee se percató que incluso dormían con estos aparatos. No veían nada en el viaje, ni las montañas ni el mar, ni los ríos ni la gente. Cuando iban a comer, parecían en junta, llevándose pedazos de comida a bocas que se abrían automáticamente. No había nada qué hablar. Fue cuando Dorothee se dio cuenta que no sabía el nombre de sus nietos. El descubrimiento le causó tanta admiración que se llevó la mano a la boca. Fue en una de las cenas en un restaurante de la ciudad de Chiang Mai, un bufet con comida tropical, bastante mañé para la altura de su clase social.
Le iba a decir algo a uno de los nietos, un muchacho de 15 años, rubio y obeso como su padre y de pronto no pudo decirle el nombre. Se sentó con un plato lleno de lasaña y comió con el pensamiento en las nubes, abriendo la boca de manera automática como su prole desconocida. Pensó: “¿Soy una mala mujer?” Entonces oyó la voz de Robertson en su cabeza que le respondía: “No saber el nombre de los nietos no significa nada, Dorothee, simplemente no los sabes”. La voz de Robertson le trajo un poco de solaz. “Ah, bueno”. Trató de mirar con disimulo si veía el nombre de alguno de ellos en alguna parte, tal vez en sus teléfonos celulares o en alguna parte o cuando sus padres los llamaran, pero eso nunca pasó. Cuando los padres se comunicaban con sus hijos, era en realidad una especie de murmullo, como la comunicación de las hormigas, miradas furtivas que tardaban segundos, cosas que parecían más insinuaciones, sin mirarse a la cara, sin darse cuenta el uno del otro. Entonces no le importó más.
En el avión, de nuevo, justo después de muerta, se dio cuenta que la aeronave acababa de aterrizar. Como siempre pasa, muchas personas se ponen de pie apenas el avión se detiene, para salir lo más pronto posible. Otras se quedan sentadas sin el afán de la evacuación. Dorothee miró a la niña de 12 años a su lado, ocupada como siempre en su teléfono celular. Entonces se le ocurrió preguntarle de manera confidencial por el nombre de los otros nietos. “Mija”, le dijo “recordame el nombre del primer hijo del primer esposo de tu mamá”. La niña la miró un instante con ojos llenos de brillo. Sería la única vez que vería tal brillo en uno de sus nietos, como si la reconociera de algún lado. Después, el brillo se apagó y murmuró un “no sé”, para regresar su mirada a la pequeña pantalla del celular. La mujer quedó tan confundida como admirada. ¿Cómo era posible que la mocosa ni siquiera supiera el nombre de su hermano? Quizó salir de una y al intentar ponerse de pie, vio a un hombre moreno, de ruana suramericana con una maleta de ruedas que le obstruía el paso mientras esperaba que empezara la evacuación del avión. Se llenó de tanta impaciencia, que se atrevió a decirle: “¿Usted tiene una conexión de avión muy rápida?” El hombre se inclinó hacia ella y le dijo que sí. Desesperada, se puso de pie, y obligó al hombre a retroceder, puso sus manos a lado y lado del pasillo y le indicó a sus vástagos que salieran, mientras ella custodiaba la salida con el derecho que sentía poseer. La familia se puso de pie y comenzó a salir, mientras la miraban con extrañeza. Después comenzó ella misma a caminar, pero al hacerlo, se vio de pronto en la misma silla, con el mismo desespero y la gente evacuando el avión.
Miró a una mujer que le obstruía el paso y le preguntó lo mismo: “¿Usted tiene una conexión muy rápida?” La mujer se inclinó y le dijo que sí y siguió su paso. Cuando ella trató de incorporarse, se vio de nuevo sentada, mirando con desespero cómo la gente pasaba a su lado, cada uno con sus afanes, con sus preocupaciones y ella allí, sola, sin poder salir del avión. Entonces vio a lo lejos a su nieta, la de 12, la del brillo momentáneo en sus ojos, la hermana del primer hijo del primer marido de su hija y le gritó: “Hija, mírame, ayúdame a salir de aquí, soy tu abuela”. La niña, que estaba a punto de salir del avión, alzó sus ojos y la miró en la distancia, entonces dijo como a todos los presentes: “De veras, no sé quién sea ella”.
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