Yo estaba al voleo, sin ninguna decisión de lo que quería para mi vida. Por eso, cuando conocí a esos dos chicos que también andaban con palos de ciego, no dudé en juntarme con ellos para intercambiar opiniones. Se llamaban Gorka y David, los recuerdo perfectamente. El primero, proveniente de la ciudad de Santander, era un joven aspirante a escritor que estaba cursando una carrera de cinematografía, y el otro, llegado de las Palmas de Gran Canaria, estudiaba en la misma academia que Gorka. Por aquel entonces la moneda del país era la peseta. No recuerdo si había mucha inflación, pero con lo que nos daban por mes nos servía para casi todas nuestras diabluras.

Gorka era quien entendía de literatura, mientras que David era más ducho en la música. Ambos me introdujeron en el cine de culto y en esos libros que escribieron autores de nombres estrafalarios, con vidas más que extrañas. Así, que comencé a pedirle a Gorka algunos libros prestados para descubrir más sobre el tema. Este chico, que por aquel entonces contaba con diecinueve años, era algo celoso de sus libros. No sé qué pensó él cuando me vio leer las novelas de Henry Miller, quien era su autor preferido. Esas páginas estaban cargadas de valentía y desparpajo, con una filosofía ante la vida de “aquí nadie importa más que yo”. Por otro lado, David, vivía en una residencia que estaba alejada a tres cuadras de la nuestra, sobre la Gran Vía, una de las venas de tránsito y clubes de música más importantes de la ciudad. En realidad, todo encajaba con todo, nuestra juventud, nuestras ganas de comernos el mundo, de aprender, de absorber todo cuanto se interpusiera en nuestro camino. La ciudad estaba allí para nosotros y nosotros estábamos preparados para lo que fuera. Corría el año mil novecientos noventa y ocho, si no recuerdo mal. Mi impresión era que la vida era perfecta, pero no era consciente de ello. Quiero decir, podía sentirlo en alguna parte, porque estaba despreocupado ante todo. Con tan solo veinte años, la vida estaba solamente para vivirla, y no llevaba a cuestas ninguna mochila de resentimientos, ni rencores. Era tan joven e inocente, que todo me parecía genial. Personalmente, no tenía problemas con nadie. Mi posición era la de alguien dispuesto a conocer a toda aquella persona que tuviera tiempo. Yo era amable, abierto, charlaba sobre cualquier cosa y, además, me gustaba conocer gente nueva.

Madrid es el destino de todo adolescente que, luego de terminar el bachiller, debe madurar o salir de su pueblo. De todos modos, existen esas ciudades típicamente estudiantiles, o universitarias, como se llaman, y Madrid era una de ellas. Aunque nosotros no estábamos en el grupo de los auténticamente universitarios. Que estábamos en Madrid para estudiar, eso era cierto, pero no era más que una excusa para introducirnos en otro mundo. David y Gorka estudiaban cine en una academia privada, mientras que yo estaba inscripto en otra, también privada, de marketing y publicidad. Todavía me preguntó por qué cojones me inscribí en ese instituto, algo venido a menos. Simplemente fue lo primero que encontré a mano cuando me bajé de un autobús dispuesto a darle un sentido a mi vida, porque mi vida no tenía sentido, o al menos yo no tenía la más puñetera idea de qué hacer conmigo mismo. Solamente había que prepararse para trabajar ¿no es cierto? Tal y como estaba haciendo mi hermano, con la diferencia de que él había aprobado la selectividad y yo no había conseguido ni un mísero 2 en las calificaciones. Creo recordar que la nota más alta que obtuve fue un 1, 5. De todos modos, nunca fui bueno para los estudios. Cuando escribo esto y recuerdo aquella época, muchas cosas me parecen que pudieron haber sucedido de otra forma, pero lo que ocurrió fue eso, una vida bohemia sin sentido en una residencia de estudiantes, en aquel año de mil novecientos noventa y ocho, en Madrid, mientras intentaba encontrarle un sentido a mi vida.

La residencia se trataba de un edificio de siete plantas, prácticamente el edificio entero era la residencia. Siete pisos, y yo estaba en el más alto, en una habitación que daba al exterior y tenía esas vistas estupendas. Podíamos contemplar el reloj de Telefónica, un edificio emblemático que está ubicado al final de la Gran Vía. Muchas tardes, cuando comenzaba a oscurecer, me asomaba a contemplar un extraño juego de luces que se formaba con la desaparición del sol y la llegada de la noche. Era algo que me entusiasmaba, como cuando el hombre lobo contempla la luna y se convierte en licántropo, porque en ese momento comenzarían nuestras juergas. Gorka, David, y algunos gamberros de la residencia aparecían en la habitación. Las piezas de esa residencia, en su mayoría, eran compartidas y otras individuales. Para mí no tenía mucha importancia, pero creo que en las habitaciones compartidas se organizaban más juergas que si dormías solo. En cierto modo, Gorka, que dormía solo, se la pasaba de habitación en habitación y solo para ponerse a divagar sobre lo mucho que sabía de literatura. Una noche fuimos al cine y por primera vez vi una película de John Waters, el aclamado director del cine basura. Recuerdo poco, o casi nada, de esa sesión de cine. Recuerdo la imagen de una señora gorda dentro de una cuna de bebé, comiendo huevos. Ellos, Gorka y David, lo conocían bien por sus estudios en la carrera de cine. Yo no tenía la más puta idea de quién era, ni qué había hecho, John Waters, y creo que pocas veces me inmiscuía en esos asuntos. Pero con el tiempo, comencé a interesarme por esas películas, como las de David Linch, que mis dos nuevos amigos comentaban durante largas horas. Me abrieron las puertas de un mundo que yo desconocía por completo, y ese fue el motivo de que los considerara parte importante de mi vida, aunque luego no fueran más que pequeñas gotas de agua que se diluirían por un parabrisas.

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