Y ya mis ojos no percibían con tanta claridad, mis manos arrugadas estaban y hasta mi rostro había perdido su tersura y firmeza, pero fundamentalmente mi cuerpo ya no era tan resistente, y a pesar de todo ello seguía aun tan hermoso como en sus tiempos de gloria, incluso mejor (me decía para mí misma).

Me precipite a levantarme, lo más rápido que pude y a pasos lentos y temblorosos, me dirigí hacia el gran ventanal que se encontraba en el comedor. Allí la luz del atardecer se infiltraba y hacia brillar cada rincón de ese lugar, cada mueble de roble macizo, mire embelesada por la elegancia con la cual percibía todo, como cada tono y matiz se iluminaban con esa luz carmesí que ingresaba de aquel ventanal.

Mi mente comenzó a divagar, me remonte a aquellos años que vivía en mi campo, donde nací, en aquel pueblo perdido entre medio de las montañas, recordaba los olores de las plantaciones de uvas y peras que perfumaban todo el aire, recordaba mis manos tan tersas y blancas, mi cabellera negra y robusta que me llegaba hasta la cintura, y mi vestido favorito, de encaje blanco que usaba a juego con mis zapatitos de charol, recuerdo mis largas tardes, cuando me recostaba felizmente en entre las hierbas y leía sobre el amor.

De repente una lagrima cruzo por mi rostro y fue en ese momento, tan intenso y fugaz que me di cuenta del paso de los años, de cuanto había vivido y cuan feliz había sido. Voltee levemente mi rostro y me sorprendió una foto en un encuadre dorado, que se encontraba sobre un pequeño mueble al lado de un florero de cristal con jazmines en su interior, me acerque poco a poco, con los lentes aferrados entre mis manos y lo tome delicadamente, sonríendo al ver a mis hijos tan pequeños, aquella hermosa familia que había formado y mirando al cielo pronuncie entre susurros un

“gracias tiempo, por estos años vividos”

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