Ana, mi segunda hija, me ayudaba a cargar lo último que quedaba en la casa que se vendía donde mi padre y mis tíos se habían criado. Veinticinco primos no pudimos hacernos cargo de la querida casa de la abuela China donde, en mi niñez, pasé quizás los mejores momentos de mi vida. Fue propiedad de la familia por más de 70 años y si bien mi abuela había fallecido hacía mucho ya, mis tíos y mi padre quisieron mantenerla entre nosotros hasta el último de sus días. Casi ninguno de ellos nació allí, provenían de otro barrio, de la zona de 12 y 68, de la parroquia San Francisco, aquella donde Eva Duarte y Juan Domingo Perón se casaron, por el barrio del parque Saavedra; habitaban una casa chica, de esas que se conocen como chorizo y con el baño fuera de los ambientes. Mi Abuelo Eduardo (Nito) era empleado en Tribunales y mi abuela Catalina (China) un ama de casa dedicada por completo a la crianza de sus 5 hijos varones y su única hija, las posibilidades de ampliar la casa, eran bastante difíciles pero Nito no perdía las esperanzas de un golpe de suerte y cada tanto compraba un billete de lotería esperando que pudiera cambiar el destino de su familia. Y así fue, un día se acercó el corredor que le vendía los billetes en las oficinas de los Tribunales y con la alegría de quien comunica a un humilde trabajador que su vida cambiaba, dijo:

-¡¡¡¡Nito, tenés el billete ganador, te sacaste la grande!!!!

Eduardo, un hombre serio, de buen humor, pero que siempre mantenía su prestancia lo miró, se acercó, sacó el billete de su gastada billetera y cotejó los números; era cierto, se había sacado la grande de la lotería nacional, emocionado, logró sentarse y sin perder el control tan solo dijo:

-Podré comprarle una casa digna a mis hijos. Luego se paró tomándose del escritorio que a diario escuchaba sus penas y se dirigió a su jefe, le pidió permiso para ir a comunicarle la noticia a su familia, quién asintió sin dudarlo y salió por la gran puerta de trece caminando hacia plaza Moreno pensando en como les daría esa gran alegría, ni se dio cuenta lo rápido que caminó y llegó a la casa.

Me imagino levemente la alegría que reinó entre ellos; la decisión unánime del matrimonio Ortelli-Reitano fue la compra de una propiedad donde pudieran vivir más cómodos todos. Fue así como no pasó mucho hasta que se mudaron a 46 e/ 13 y 14 N° 924 a una casa casi nueva, en 1942, que contaba con un buen fondo para la crianza de gallinas, pavos y tener algún frutal que en momentos de escases ayudaba a que la numerosa familia Ortelli tuviera comida o con qué canjearla por lo necesario para preparar un buen puchero.

Cuando bajé las cosas en mi casa, entre ellas, había una mecedora que China tenía en su habitación, recuerdo que Coco, el cuarto de los hijos, se la regaló a mi abuela para un cumpleaños, ella cumplía el 24 de agosto, el mismo día que yo. La acomodé en el comedor y me senté, me empecé a hamacar levemente y un aroma me invadió, aquel olor a viejo que yo sentía cuando entraba en la casa, pero que con el correr de los años se convirtió en un pasaje a los recuerdos de mi infancia, era ese aroma que unos años antes a la muerte de mi abuela percibía en cada visita que le hacía. En ese mismo momento me sentí como si estuviera en la casa 70 años atrás, ante mí pude ver a todos sentados a la mesa del comedor con mi abuelo a la cabecera, el silencio gobernaba el lugar, cuando estaba papito (Así le decían a su padre mis tíos) en la mesa solo hablaba él, y una gran olla en el medio era la atracción de las miradas, de ella salía un cucharón de madera con las porciones de puchero para cada uno.

¡El puchero! Cómo le gustaba al abuelo, ese que la China hacía con alguna gallina de las que tenían en el fondo, o con el osobuco, el que traía el carnicero que pasaba con su chata vendiendo la carne del día. Las verduras de hoja, lógico que eran del fondo de la casa, pero no de donde vivían, sino de la de al lado, la de los Ponce, la “vieja” Ponce se la daba a mi abuela a cambio de limones o mandarinas y a veces alguna gallina, esto dependía siempre del trueque no era cuestión de dar por dar, una gallina valía mucho, había que cosechar muchos zapallitos, nabos, cebolla de verdeo, y hasta ajíes para que la China la largara; además había un control de huevos que se debía tener, esos sí que valían en la calle, si hasta el lechero se los quería llevar a cambio de un buen tarro de leche. Era lógico que si algo no podía faltar en esa casa era justamente la leche, con chicos desde los 4 años hasta los 18 los tarros de 5 lts. se iban con rapidez. Todas las mañanas se escuchaban los cascos de los caballos que sonaban en el adoquinado de la 46 y justo cuando llegaba al frente de la casa de los 6 chicos se paraba y hacía mugir a rosita, la vaca que traía atada al carro.

-¡¡¡¡Cachi!!!! Gritaba la madre -Agarrá el tarro y llevaselo a Don Cosme que está en la puerta. Y mi padre, el 5º de los hijos, salía corriendo para cambiar un tarro por otro.

-¿Qué haces nene? ¿Querés ordeñar hoy? Decía este campesino que tenía una granja por los bajos de La Cumbre, allá por donde el diagonal 73 quedaba delimitada por el arroyo Pérez que nos lleva al pajonal de 28 y 36; él sabía que todos los Ortelli’s eran enamorados de las tareas campestres.

Y Cachi, que ya conocía la técnica, sacaba el banquito de atrás de la rueda, se sentaba rápidamente y en el balde de lata se podía escuchar los primeros chorros de leche que iban formando esa espuma espesa que hacía las delicias de la familia.

La mecedora se había quedado quieta, como si las imágenes se hubieran convertido en una foto, mis manos, apoyadas en la fina madera la acariciaron y un nuevo movimiento de oscilación se inició, y pude ver a aquellos chicos jugando en la nueva casa, o juntando leña para el fogón que, aún en un costado de la cocina, era el centro de las actividades hogareñas. Puedo ver que, en los atardeceres de invierno, Nito y China se sentaban junto a él y tomaban unos mates mientras miraban cómo la luz del sol entraba por el gran ventanal, del estilo de un vitreaux, lleno de cuadrados de colores, que daba al fondo; a su lado algunos de los chicos realizaban sus tareas escolares. Beba, la única mujer de los 6 hermanos, cosería alguna prenda bajo la atenta mirada de una madre que pretendía lo mejor para ella y deseaba ilustrarla como preparación para un buen matrimonio, que alguna vez, cuando ya sea adulta seguramente contraería.

-Bueno vieja, me voy a lo de Amorezano. Vuelvo enseguida.

-Abrigate que todavía no está para camisa de manga corta. Que te va a dar una pulmonía. Diría mi abuela mientras el dueño de casa se iba hacia la esquina de 13 a visitar al peluquero que siempre tenía una bebida espirituosa disponible; como buen hijo de tano venido del Lago di Como era testarudo y pensaba que estaba más allá del bien y del mal.

Pero no era así y a los pocos años de mudarse Eduardo cae en cama; como es lógico al principio lo tomó como un resfriado fuerte, y no dejó de ir a trabajar, pero un día no se pudo levantar y China se asustó, enseguida llamó a Cosito, el doctor de la familia, lo auscultó y poniendo cara fea le dijo a China:

-Mirá, no está bien, vamos a hacerle unos fomentos con alcanfor y bajarle la fiebre con hielo, esperemos que afloje.

-Beto, traeme las cataplasmas, el alcohol y los fósforos. Ordenó la dueña de casa al tercero de sus hijos que andaba por los 16-17 años y ya era responsable como para saber que debía actuar con rapidez.

Así, mientras Mero el menor de todos, miraba con ojos grandes cómo, entre el doctor y su madre, prendían fuego una especie de lamparita y se la ponían a papito en la espalda sin que se queje, Beba iba hasta la farmacia de la esquina de 14 a pedir el preparado que Cosito recetó. Don Krebtz era un farmacéutico alemán muy amable aunque de trato parco, pero al ver la cara de preocupación de la nena Ortelli, dejó al resto de los clientes en manos de su esposa y le dedicó especial atención.

-¿Que necesita la señorita?

-Me manda mi mamá con esta receta que le dio el doctor. Responde extendiendo la mano con el papel.

-Si la pide el doctor se preparará enseguida. Usted vuelva a ayudar a su madre que yo personalmente la llevo. Dijo amablemente pero con autoridad.

Apenas entró Beba a la habitación la mirada inquisidora de China fue suficiente para decirle que en breve vendría el farmacéutico con el preparado.

-Beto andá con Cachi a buscar a Chichito que lo voy a necesitar. Mandó casi de inmediato.

Y mi padre salió con uno de sus hermanos mayores a buscar al más grande de todos ellos, que seguro estaría en lo de Amorezano en el stud de la casa, cuidando del caballo que tanto le gustaba y que el peluquero le prestaba muy, pero muy de vez en cuando:

-No me vaya a lastimar el bagual. Le decía cuando lo veía a Chichito montar con tanta seguridad y salir al galope.

Ni bien lo localizaron volvieron a su casa y Don Krebtz salía después de dejar el preparado

-Vayan señores, que su madre los necesita. Les dijo al pasar.

Apenas los tres entraron en la habitación, que ya se había convertido en el centro de reunión, Coco los recibe y les dice

-Vamos afuera, papito tiene que descansar.

Todos estaban en el fondo hablando de su papito y lo que fue el día, mientras juntaban alguna mandarina para comerla de la planta, cuando salió el doctor con cara de preocupado, los llamó a Beto y Chichito aparte, hablaron un poco y él atravesando la casa, se fue.

Se hacía de noche y la abuela no quería preocupar más a los chicos, por lo que mandó a llamar a la tía Carolina, su cuñada, para que cuidara a mi abuelo mientras ella les hacia de cenar y los mandaba a la cama.

La fiebre no bajaba, y el hielo de la casa se acababa, los vecinos empezaron a pasarse la voz y durante toda la noche el desfile de baldes de lata se hizo intenso, los ataques de tos ya no los sacaban las cataplasmas y ni bien amaneció, Cosito golpeaba la puerta y entraba para ver a su amigo y paciente. Su reacción fue rápida

-Ya lo internamos, esperá que traigo el auto y lo llevo al hospital. Le dijo a China.

-Yo me encargo de los chicos, vos acompañalo. Comentó Carolina

Y rápidamente dispusieron todo para que en cuanto llegara el Ford 38, subirlo y salir al Hospital San Juan de Dios que se llegaba por la diagonal 74 casi en el final, un centro de excelencia en temas pulmonares, con los mejores médicos de la ciudad y toda la tecnología que el momento permitía tener, ya que había sido inaugurado recientemente. Carolinapreparaba el desayuno y uno a uno fueron madrugando los chicos que se enteraban la noticia de la internación de papito, las caras tristes hizo que ese día ninguno fuera a la escuela.

Mi padre nunca quiso jugar la lotería, salvo raras ocasiones, su teoría siempre fue que “atrás de una gran fortuna había una tragedia”, la primera vez que me lo dijo no entendí por qué era, pero con el correr de los años a medida que mis tíos e incluso mi papá nos contaban anécdotas de su infancia me di cuenta que aquel día que llevaron a Nito al hospital fue uno de los últimos que lo vieron, lo visitaron en el hospital alguna vez, pero mi abuelo no llegó a vivir una semana y China quedó sola al frente de esa gran familia que se unió y después de entrar en una situación económica muy mala, poco a poco y con la ayuda de todos lograron pararse y formar ese familión que cada sábado, durante años, nos reuníamos junto a mi abuela, Pancho su hermano, Carolina y muchos de mis primos a comer el asado con el que Chichito y Coco se disputaban el premio al mejor asador, o discutían por cuál era el mejor Whisky, cualquier motivo era bueno para generar un entrevero que divertía a todos y hacía de nuestra niñez un momento inolvidable. Me levanté tomé un lustra muebles y quise pasárselo, como renegada se movió sola, fue entonces que tomé la franela e inicié un juego que entre caricias y pequeños recuerdos la mecedora me devolvía en cada pasada, su aroma seguía penetrando en mí y pude escuchar el “¡¡¡Vieja!!!”que uno a uno mis tíos y mi papá le gritaban cuando con cariño la llamaban, salvo Beba que con el suave “mamita” atraía su atención. Me alejé, miré ese simple mueble y me di cuenta que se había convertido en un tesoro que espero puedan heredar mis hijas, solo quiero que se sienten en la mecedora y recuerden su niñez e imaginen la mía.

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