Romance a la carta I

Romance a la carta I

Chepert HPN

11/08/2018

Recuerdo los días en que era chico y vivía del amor descartable. A la edad en que uno, de niño, comienza a iniciar noviazgos, la creatividad es un bien escaso. Nos nublan la vista los galopantes cambios biológicos de la edad. Fué ahí donde encontré mi oportunidad de negocio.

Ramón fue mi primer cliente. Él y yo habíamos sido amigos desde que nos conocimos, iniciado el cuarto año de primaria. Coincidir en actividades como las clases de fútbol o guitarra, aceitó una amistad que se fue formando hasta ser cada vez más estrecha. Durante una de nuestras primeras borracheras, él me confesó, lágrima en rostro, que se sentía patético por no poder escribirle a su novia –la misma que más tarde se convertiría en su mujer– algún tipo de mensaje para su aniversario. Llevaban recién una semana, pero él siempre buscó ser muy romántico; además, eran tan jóvenes. Le propuse escribir una carta a su nombre, donde buscaría resaltar las cualidades de su pareja. Me ofreció un pago simbólico: una confidente botella de tequila para continuar ensalzando nuestra borrachera. Al siguiente día, por la tarde le entregué a mi amigo una carta a sobre abierto. Léela, si te convence, séllala y entrégasela –propuse, sin esperanzas de que siguiera con el plan. Ramón, entre una tarde de desvelo y una incómoda resaca, decidió no marearse con las palabras y, a ciegas, entregó la carta. Todos nos quedamos sorprendidos del resultado. Su novia quedó encantada. Al día de hoy, Ramón aún no sabe qué dice la primera carta que entregó a su actual esposa.

Así como comienzan los negocios de barrio, se fue corriendo la voz del resultado de aquel experimento entre mis compañeros más cercanos. De a poco se fue formando una logia movilizada por el silencio y el dinero –contante y sonante. Fue Ramón el encargado de poner precio a la primer transacción, el resto se determinó con la oferta y demanda. Como si se tratara de un mercado negro, existía un pacto de silencio que nadie podía romper, ya que caeríamos todos juntos. Probablemente nos hubiesen apodado, en tono de burla, con nombres como la Banda de los Traficantes del Romance, nombre que podría pertenecer a un grupo de música popular. Las mujeres hubiesen desistido de dirigirnos la palabra para el resto de la secundaria. Pasaríamos a ser Los Incogibles, o Intocables –ad honorem.

Las transacciones comenzaron a fluir con mayor facilidad y tuve que aumentar la oferta para evitar que se dispararan los precios; quería poder seguir haciendo un producto para el mercado ‘masivo’. Tuve que aplicar cierta estandarización en mis procesos, y lo que en algún momento fueron cartas de amor más o menos elaboradas, se volvieron tan mundanas como el contenido de una galleta de la suerte. Por motivos éticos, nunca repetí alguna. Evitaba caer en las descripciones detalladas y recurrí a lo que está gastado en la lírica: noches estrelladas, encuentros bajo la lluvia, amor a primera vista, incapacidad de hablar al verla, etcétera.

Tú, querido amigo, haces del capitalismo una poesía –me comentó Ramón luego de que pasó el Día de los Enamorados, donde obtuve una ganancia sustancial (a esa edad me parecía ser casi un magnate). Las cartas crocantes se vendían como pan caliente en los días cercanos al 14 de febrero. Después del éxito de aquél día, la logia pareció empezar a crecer y nuestro anonimato parecía correr peligro. Por miedo a ser descubierto, me retiré al final de aquel semestre. Luego de un par de meses, la oportunidad de negocio se había esfumado, la demanda de un día a otro desapareció. Momento oportuno para tomar las ganancias y huir como un embustero que vendía romance a la carta, vacío y mezquino.

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