VUELVO A TI
Un cuento de Juan Andrés Leguízamo
Ilustraciones: Mortimer.siganme
Oprimió el botón para bajar. El ascensor se cerró, arrancó y un bajonazo en las entrañas los hizo sentir que caían. La máquina sonaba hacía su destino, los botones se prendían y apagaban del cinco al uno.
Horas antes, se habían comido un ácido que los hizo agarrar pispirispis en el suelo, sin embargo, los tres pilotearon la jornada mientras serruchaban, llevaban madera de un lado a otro o lavaban las brochas con Tiner. Apenas terminaron, se aplicaron lametazos de agua con jabón. Olían a estupor, a babas secas, a horquilla y poros con cemento. Se humedecieron el cabello y cada uno se pegó una meada.
Estaban anhelantes y sudaban frío mientras el armatroste se acercaba a su destino y ellos ansiaban bajarse pronto, para sentir que en verdad habían salido del trabajo. Chaparro hacía cuentas en su cabeza; de cómo distribuir el sueldo y volverlo magia mientras se le iba por las falanges como un semen contra el pavimento. Los números le hacían gestos de burla. –Pagar aquí y que espere lo otro –pensaba en comprar esto, aquello, lo demás en bareta, trago y ojalá pudiera escaparse de la esposa para hacerse de una gonorrea en los puteaderos. Los billetes se perdían en sus manos, la cuenta se le iba, y tenía que volver a empezar, pues no le cuadraba para abonarle a Justino y se distraía con los rostros en el papel moneda y con los números del ascensor en cuenta regresiva. Su celular sonó para sonsacarlo de sus cálculos anodinos; observó el identificador de llamadas y vio el número de su mujer, pues muy posiblemente, ya se le había prendido ese chip que le avisaba cada que apenas a él le entraba cualquier plata. Aun así dejó que sonara. Prefería mantenerla al margen de su sueldo para que no le escrutara lo que consideraba era justo para ella. Pero la justicia es un concepto ambiguo que cambia según la convicción del verdugo. Y Chaparro se quería drogar, era lo justo para él.
Diablo había pensado en llamar a una amiga:
–Tengo ganas de volear verga –quería aprovechar ese día que le pagaron el haberse alquilado a un patrón y poder, por unos minutos, olvidar a la novia que le había terminado apenas unas semanas antes. El olor a pintura llegó hasta donde estaban y a Milton eso le recordó que dejó un rodillo debajo de una silla.
–Nos quedó bonito –se dijeron, sin saber qué pensaron en lo mismo a la vez.
Por fin el cajón mecánico se detuvo y volvió a abrirse para que saliera el olor a paño escorial con ellos.
Se bajaron por instinto, pero tuvieron que devolverse.
– ¡Aquí no es!..
– ¡Este es el mismo piso maricas! –chocaron al intentar volver a montarse.
La confusión los puso a sortear muecas con las cejas, los parpados y las pupilas. Revisaron las placas de las puertas que indicaban los números de los apartamentos.
Volvieron a entrar al ascensor y a oprimir el número del primer piso, pero otra vez se detuvo y se abrió en el quinto.
– ¿Y esto? –Estaban como en una maraña.
Volvieron a entrar, a oprimir el mismo bicho. La máquina arrancó y sonó como una carcajada. Después llegó, otra vez donde siempre y así dos veces más. Hasta que decidieron hacerlo por las escaleras; pero igual; del quinto al quinto. Los escalones eran un túnel sin fondo y sin principio, o es que lo uno era lo otro. Quizá sus mentes los mantenían varados en el edificio, o descubrieron que su mundo era así de pequeño y parecido. Una cárcel echa de sensaciones, miedos y monotonía.
–No debí venir hoy al trabajo –Milton respiraba con fuerza mientras las rodillas ya no le aguantaban de sube y baje – ¡¿Qué hijueputas es esto?! –sudaba de pánico.
El infinito se redundaba. Chaparro sonreía como burlándose de sí mismo.
–Estamos locos, y por eso no podemos salir.
Diablo detestaba su reclusión, soñaba algo diferente a esas paredes, a ese espejo, a esos escalones repetidos, a ese par de tontos y estar con una mujer, ese día que tenía para pagar por una. Dejaba que los otros fueran de aquí para allá mientras él esperaba, parado en el marco de la puerta. Aprovechó y acomodó el número 1 a la placa del apartamento donde trabajaban, pues estaba torcido, el 502 estaba deshabitado.
Los otros dos intentaban bajar y subir de nuevo hasta cansarse, por escaleras y ascensor pero los mismos números en cada puerta. Estaban perturbados refrendando suelos en el edificio. Envejecían a cada segundo sin la posibilidad de huir y en la portería nadie contestaba el citófono. Los celulares se apagaron y los relojes se quedaron quietos. El mundo se había vuelto un espiral y ellos, corra como entre la concha de un caracol.
Diablo y Milton se pusieron a discutir por un momento –Deje de preguntar lo mismo guevón que me está sacando la piedra. Ni una puta solución, ni una puta idea, solo llanto.
Chaparro trató de calmarlos temiendo lo peor.
–Aquí el infierno me toca es montarlo a mí –pensó.
Riñeron un rato más, hasta que ingresaron de nuevo al domicilio para tratar de buscar algo de beber. Temían pudrirse en ese apartamento. Muertos de hambre y embriagados de alucinación.
A Diablo, su demonio le decía cosas al oído.
–Qué culpa nosotros –dijo Milton con la voz entrecortada como si supiera lo que el otro estaba pensando.
Chaparro se dirigió a la azotea y comenzó a gritarle a la gente de abajo pero ni siquiera volteaban a mirar y lo ignoraban como a un ser transparente, de hecho el sonido de los carros en los alrededores, dejó de llegar hasta ellos, ni el de las hojas de los árboles movidas por el viento, ni el de las mirlas, ni el de los copetones y hasta en la calle sólo olía a ese apartamento. Los otros dos llegaron a ayudarle a gritar. Pedían auxilio, pero entendieron que habían quedado separados del resto. La tripeada se había convertido en un viaje al purgatorio.
El ascensor no lo volvieron a usar porque les daba miedo. El reloj clavado en la pared de la sala también estaba detenido, la pila sin carga, y al parecer las nubes tampoco se estaban moviendo. Uno a uno les fue dando más sed. Diablo fue a beber del grifo y no había una gota de agua, Milton comenzó a descunchar las botellas de cerveza vacías.
–Esto sabe a miaos calientes –estaban hostigados con el olor a pintura.
El sol de la tarde se quedó para siempre, cosa que les hizo desear la noche con más avaricia. Diablo observaba desde el baño y se sentía castigado. Los otros dos estaban sentados con los hombros caídos sobre unas canecas volteadas al revés. Comenzaron a sentir hambre. La sequedad en sus gargantas y sus bocas era más potente y se cansaron de maldecir a dios y de hablar entre ellos.
– ¿Quién habría de preguntarme por los otros, si me diera por botarlos por la ventana a ver si así me ven? Pero, ¿quién me acompañaría si me quedo aquí por siempre?
Refunfuñaba sin que sus compañeros supieran qué pasaba por su cabeza.
Para esa hora se había incrementado el olor a orines de tantas idas al baño. El uno se vomitó, otro tuvo ganas de defecar y se rellenó la tasa. Del olor de la pintura pasaron al olor a mierda.
Entonces Milton se atrevió a subir al ascensor, mientras Chaparro constataba lo que ocurría afuera del artefacto, pero otra vez quedaron idiotizados. El transporte regresó y se abrió de nuevo, sólo que Milton ya no estaba ahí. El corazón de Chaparro se aceleró, el mundo le dio vueltas y su piel se puso como una lengua.
Segundos más tarde, el otro bajó con cara de cadáver.
– ¡¿Usted dónde estaba marica?! –.
– ¡¿Yo qué sé?! ¡Me bajé otra vez en el mismo puto piso, pero ustedes ya no estaban! ¡Me metí un susto el verraco y baje corriendo!
– ¿Dónde estamos, vida hijueputa? –Chaparro no hacía sino pasarse la mano por la cara.
Entraron de nuevo al 501, cerraron la puerta y buscaron a Diablo para contarle lo sucedido. Lo vieron colgado de la ventana, inclinado hacia afuera. Enseguida se soltó del marco y se tiró al vacío.
Quedaron petrificados unos segundos cuando lo vieron desaparecer.
– ¡Este gran marica! –E intentaron correr hacia él. Pero de repente se detuvieron y se miraron el uno al otro…
– ¡Ding-dong!
…alguien timbró.
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