Recabarren encaró las escaleras apretando la empuñadura mientras se mezclaba entre la gente. Los guardias de seguridad no se dieron cuenta del objeto. O tal vez sí. Pero no lo detuvieron ya que es común llevar facón a los festivales de doma. Nadie se imaginaba que, con el objeto, minutos antes había cortado el alambrado para ingresar al festival de doma más grande del país.

Era la séptima velada del Festival de Doma y Folklore en Jesús María. Las entradas se habían agotado esa misma tarde. El estadio era una marea de gauchaje que aguardaba al cantautor más convocante de la época. Y lo mejor, antes que ese muchachito que repetía acordes en su guitarrita era: la doma. Y es por ella que Recabarren se arriesgó a atravesar, cuerpo a tierra, aquella pared artificial de alambre en forma de rombos. Por que la doma y en especial los caballos habían marcado su tiempo en el pago.

Frente a los palenques, se robó un vino en caja que alguno había dejado en el piso. Aprovechó cuando alguien se ponía de pie para sentarse en las gradas. Se apuró con el vino guardando el cuchillo en la cintura. Le pidió hielo a otro que estaba dos sillas más arriba y un poco amanzao se puso a mirar la doma. A pura bombacha, sombrero y boina pasaba la muchachada. Los más elegantes colgaban el poncho al hombro, a los otros se los distinguía por las alpargatas de yute. «Viera los potros que había en mi pago, compadre» dijo al que estaba a su izquierda cuando el tercer jinete subió al caballo. El payador, por detrás, esperaba la campana con un arpegio en la vihuela. Recabarren recordó sus días en el campo. Una vez al año se realizaba la yerra para marcar y vacunar a los animales. Se comía asado, se tomaba vino y los allegados al rancho caían sin invitación. Su padre cebaba mates y se quedaban guitarreando hasta que el sol se escondía. Así pasó su infancia, entre caballos y folklore. Entendiendo que el hombre se vuelve más hombre mientras más animales atrape.

Cuando el semental tenía las ancas dirigidas hacia los corrales, el capataz de campo dio la señal y tocaron la campana. Con una fusta castigaron al potro y salió al galope. El animal intentó quitarse al gaucho de encima. Se paró en dos patas. El jinete se agarró de la crin con una mano, con la otra revoleó la fusta y sumó puntos. Saltaba con las cuatro patas y se frenaba con las delanteras. Corcoveaba en el aire hecho una furia hasta que se desplomó en el suelo. Media pierna del jinete se encontraba aplastada por el animal. Los espectadores creían perdida la vuelta del participante. Pocos eran los que pudieron observar que el jinete no se daba por vencido. Cuando todo parecía acabar, el semental se paró, el jinete apretó bien las gambas y se incorporaron juntos. El público explotó. Recabarren tiró su sombrero hacia arriba como gesto de felicidad. Se elevó por el aire girando hasta alcanzar su altura máxima y fue cuando un destello fino atravesó el sombrero. Se paró a buscarlo ya que había caído cerca del barandal. Se quedó unos segundos a un costado de él. «Pucha, linda pelea y el hombre no se le entregó» dijo a un guardia que pasaba por ahí. Medio amortiguado por el vino, agarró el sombrero y enfiló para el baño.

Se puso el sombrero antes de mear. Se bajó el cierre de la bombacha, abrió las piernas y apoyó la mano derecha en la pared para hacer equilibrio. Tal vez fue producto del alcohol o la costumbre de hacer siempre lo mismo: bajar el cierre, abrir las piernas, colocar la mano en la pared. Había hecho demasiada fuerza al colocárselo. No se dio cuenta que se había puesto el sombrero por arriba de los ojos. Por unos momentos pensó que estaba ciego. Pero a pesar que las pestañas se le doblaban, cuando intentaba abrir los párpados, vislumbraba un poco de luz entre los poros de la tela del sombrero. Intentó sacárselo. Primero con una mano y no pudo. Trató de recordar qué estaba pensando. Por lo general el hombre entorpece cuando algo lo entretiene. Pero era común que pierda la cabeza. El corazón se le engalona cuando aprecia una buena jineteada. Las ideas se atropellan unas a las otras y el cuerpo le responde en automático. Ligerita no más iba a ser la cosa para no perderse al próximo participante. Pero ahora estaba metido en un aprieto que no sabía cómo solucionar. El sombrero le apretaba las orejas y la nariz. Nunca le había pasado nada parecido. Usaba ambas manos para arrancárselo. Era imposible. Recordó que aquella tarde lo había dejado bajo el sol. Pero el calor dilata las cosas, no las encoje. No entiende porqué se le había achicado. Y pensó que alguien le había jugado una mala broma. «Un verdadero guacho quien me haya puesto pegamento en el sombrero. Este es de la suerte. Me lo gané en la yerra cuando no tenía ni quince. Todavía siento el olor a pelo quemado que respiraba ese día. Y hablando de pelajes, cuando me logre deshacer de esta cosa, no me va a quedar ni uno». Agitaba la cabeza y alternaba el movimiento con un trotecito. Pareciera que iba a permanecer en el baño más de la cuenta. Agilizando la cosa tanteó la pared hasta encontrar el lavamanos. Puso un pie encima de él y en esa posición tironeaba con ambas manos hacia arriba. Repitió ese movimiento un par de veces sin tener resultados. Abrió el grifo y metió la cabeza debajo. Quería mojar el sombrero para ver si el agua ayudaba en algo. Sus intentos fueron en vano. Solo consiguió empaparse la camisa. ¿Debía pedir ayuda? Veinte mil personas habían esa noche. No entendía por qué nadie había ingresado al baño desde que estaba ahí. Con más convicción que certeza pensó que nadie hubiera atravesado la puerta al verlo parado en medio del baño. Si acaso alguien se animaba a entrar, iba a tener que hablarle. Qué cosa humillante molestar a un hombre mientras mea. Nunca se debe hablar ni tocar a un hombre de frente a un urinal. Pero esta era una excepción de vida o muerte. Aumentado de coraje a cualquierita que pase le iba a pedir que le haga la gauchada. Movía la cabeza de izquierda a derecha intentando percibir algo. Algún mínimo ruido. O tal vez una sombra. Pasaron varios minutos y nada.

Fue cuando quiso poner punto final a la historia. Sacó el cuchillo de su cintura. Tanteó y contó que había cuatro dedos desde su cabeza hasta la terminación del ala del sombrero. Con los ojos cerrados Recabarren realizó un corte transversal. Cuando sintió el cuchillo en su frente respiró hondo. Colocó el filo en paralelo a sus pestañas. Pensaba que eliminando el ala del sombrero tendría espacio para sacárselo de encima. No tomó ninguna precaución. Se lastimó la nariz, el cachete, la oreja izquierda y la nuca. Sentía el cuchillo pasar de arriba abajo. Repitió el movimiento hasta terminar en el punto inicial. El ala del sombrero cayó al piso junto con el facón. De una vez por todas pudo liberarse de lo que lo aprisionaba. Es cuando se dio cuenta que se encontraba frente al palenque número tres. Sus piernas eran largas y tenía la rodilla huesuda. Las luces del estadio le dificultaban la visión. Sentía que algunas moscas se le asentaban en el lomo y él movía la cola para ahuyentarlas. Donde debían estar sus pies ahora había pesuñas. Lucía unos zapatos plateados en forma de semicírculo. Intentaba emitir algún sonido o alguna palabra, pero el freno, que le colocaron en la boca, se lo impedía. Quiso salir desbocado hasta que vio una rienda que lo ataba al palenque. Cabeceó un par de veces respirando con fuerza. Sobre él ahora había un cuerpo pesado que se acomodaba, le tiraba de la crin. Y como si fuera poco en el estómago ya sentía que le clavaba las espuelas. El payador hacía temblar la guitarra y entonaba unos versos improvisados. Cuando sus ancas quedaron dirigidas hacia los corrales, tocaron la campana. Sintió un látigo que le cortaba el muslo, se paró de manos y salió galopando para dar pelea.

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