Don Diógenes pensó esa tarde, que quizá algo nuevo pasaría por la polvorienta calle frente a su casa, y amodorrado en su mecedora esperó que el sol clementemente parara de volver ceniza las piedras del camino y de petrificar los matorrales del pueblucho.
Vino a su memoria la forma en que llegó a Olybar, días después de su jubilación.
Su esposa la señora Corina, recibió la noticia; su tía Micaela, la anciana que vivía en Olybar se moría y juntos fueron a asistir a la vieja en sus últimos días.
La señora Micaela como no tenía mas parientes dejó como herencia su rancho a doña Corina; al fin tenía un rancho propio, y desde ese instante se quedaron allí, viviendo de la miserable jubilación de don Diógenes y la venta de carimañolas de la señora Corina.
Olybar nunca pasó de ser un caserío derretido al sol, abatido por el polvo, abandonado por todos los gobiernos que jamás se enteraron de su existencia; aún cuando su nombre recordaba a un ex-presidente que bien supo olvidar al pueblo. Un pueblo que no tuvo con que llorar su suerte, sólo la iglesia se alzaba sobre la nube de polvo, intentando espantar a campanazos la miseria; un pueblito amargado, tirado en un rincón es espera de algo maravilloso.
También don Diógenes, esperaba hacía tiempo, ver algo distinto y se aferraba a los resquicios de la puerta y las ventanas día y noche tras esa ilusión, pero sólo los cocuyos penetraban en su rancho para danzar frenéticos en la penumbra, hasta caer sofocados, muertos bajo el taburete de cuero.
Aquella mañana, después de levantarse, cuando fue a recoger los bichos muertos, algo inesperado, no halló ninguno.
Se sentó a desayunar el duro y salado queso que apuraba con la taza de café amargo y pensó que el pequeño milagro era una señal, había llegado el día.
Eran ya trece años desde el momento que el señor Espinosa, gerente de la compañía algodonera le entregara los papeles de su jubilación; imaginó entonces que todo sería mejor junto a la señora Corina; pero esos años para el matrimonio dejaron en suma, tres hijos que se fueron lejos, miles de necesidades y un gran aburrimiento. Matrimonio del que sólo compartieron soledades y alifafes.
Por eso cuando la señora Corina dejó de salir a vender sus carimañolas, apenas notó don Diógenes que la veía con más frecuencia en el rancho; nunca supo que estaba enferma, que el polvo abrasador fue penetrando lentamente por las venas de sus pies, para transformar su sangre en barro, hasta dejarla petrificada como los matorrales de los alrededores.
Hacía ya cinco meses que don Diógenes, junto con tres vecinos que extrañaban las carimañolas, habían depositado la “estatua de barro” de doña Corina en el cementerio.
Pero él nunca se sintió solo, le fue más fácil compartir con el fantasma, el encierro del cuartucho, la monotonía del contorno; fue entonces que el “milagro de los cocuyos” lo preparó para algo distinto.
La tarde pasó sobre los techos de paja, se arrastro por el camino esparciendo su arena por todos los rincones trayendo tras de sí las primeras sombras.
Don Diógenes se levantó con dificultad, sintió dolor en un costado, caminó despacito hacia la ventana, abrió un postigo y los restos de la tarde, como una bofetada llegaron a su rostro; alcanzó a ver al sol dando la espalda hundiéndose tras las colinas.
Vio por el camino algo rodando hacia su casa; un enredijo de hierbas y matorrales pasó frente a él; dio un pequeño salto sobre una piedra y continuó su carrera para perderse lejos. Recordó entonces el tiempo en que quiso ser profesional jugando béisbol y se vio allá en el estadio de Cartagena, final del campeonato nacional, la gran figura del partido, atrapando todos los batazos por su banda y disparando un grand slam para ganar el juego; y al scout de grandes ligas buscando su firma para jugar con los yankees en la gran manzana. Satisfecho con su visión sonrió. Junto a él cruzó un cocuyo grande, pasó sobre su cabeza penetró en el rancho y se perdió entre las sombras.
Se distrajo un poco, levantó la cabeza y pudo ver a lo lejos los árboles ya oscuros, dos golondrinas jugueteaban dando vueltas, se venían en picada y se levantaban luego, siempre siguiéndose; trayéndole a su memoria a Juanita, corriendo de su mano hacia el río. La recordó esperando las guayabas que él arrojaba desde el arbusto y sintió su pecho palpitar por aquel primer beso; Juanita, su cuerpo firme, acariciando su piel, besando sus senos, estrechándose a ella; el amor corría loco por sus venas…un cocuyo gordo le golpeó la frente antes de seguir a la penumbra.
Don Diógenes volvió a sentir dolor en el costado, era ya de noche, entró en el cuarto, encendió el quinqué, fue hasta la cocina, puso la cafetera al fuego, tomó un pedazo de pan de la cesta y esperó que el café calentara; la vasija comenzó a silbar, el sonido lo transportó…remembranzas… la sirena de la compañía, cuando en las tardes los algodoneros regresaban a sus casas y se vio entonces entrando en las oficinas, al llegar a la suya las felicitaciones de las directivas y compañeros, sus ideas y aportes resultaban decisivos para la buena marcha de la empresa y traía beneficios para todos, era casi un ídolo; hasta el propio presidente fue a darle dos palmaditas en la espalda…salió del letargo, bajó la cafetera y llenó la taza de peltre; sintió de nuevo el dolor en el costado mientras otro cocuyo tropezaba en sus manos para alzarse luego, giró a sus espaldas buscando la oscuridad.
Bebió unos sorbos, se sintió ansioso, volvió a la ventana, escuchó a lo lejos un murmullo de voces; imaginó el billar de Nacho, el mismo salón destartalado, la misma clientela consumiendo lo mismo y en la misma juerga; creyó verse tiempo atrás, en medio de sus amigos entre risas cómplices sacando de casillas a las meseras que pasaban cerca; y quiso ver su familia, la casa paterna, sus hermanos, las fiestas los abrazos, la placentera paz de una reunión fraternal y recordó lo que decía el padre Marín “Dios nos quiere cuando nos queremos todos”. De la nada otro cocuyo apareció para impactarle en el pecho, los oídos le zumbaban, cerró la ventana y fue a sentarse en el taburete de cuero.
Suspiro profundo, el aire lleno de vivencias lo invadió; cerró los ojos y recordó cuando jugaba béisbol allá en su tierra, siempre fue un olvidado suplente, cada vez que intentó batear se fue de ponche, que esa ilusión no pasó de ser más que un dolor en los tobillos.
Un poco de tristeza se dibujó en su rostro; de pronto de las tiniebla un cocuyo brotó, revoloteó alrededor de su cabeza, se detuvo frente a él y luego, de improviso, ardió con una llama azul para deshacerse en el aire.
La poca luz del quinqué movía las sombras en el cuartucho, detrás, pegado a las paredes el fantasma de doña Corina danzaba suavemente, un baile sin gracia, nada igual a la sensualidad de los movimientos de caderas de Juanita, verla así bailando le enardecía, pero ella, Juanita, intocable, inalcanzable, su amor, su sueño, su lejano sueño, al igual que Curro el Palmo canturreó “Hay amor que me desvela la verdad, entre tu y yo la soledad y un manojito de escarcha”; Juanita secreto de amor guardado entre temores y como Merceditas, la de Serrat un día se escapó con otro. Una lágrima despidió su sueño. El cocuyo gordo le golpeó la frente, dio tumbos ante su rostro y al igual que el anterior ardió hasta deshacerse.
Cruzó los brazos sobre la mesa y se recostó en ellos. Se sintió muy cansado; le ardía la espalda como cuando recogía algodón para la compañía, tantos años en la agotadora monotonía del campo, tanto tiempo esperando una mejora, un traslado, que llegó algún día, sólo para terminar como vigilante nocturno de las oficinas. Entonces, se ocultó tras los muros y las sombras, siempre vigilante hasta su jubilación; se llenó de angustia y de rabia, sintió el cocuyo caminar entre sus manos y caer en la mesa, el bicho dio unos pasitos tropezando tuvo un destello azulado y su luz se fue apagando… quedó reseco, vacío, volviéndose polvo.
Como vacío estaba él. Solo, olvidado; nunca tuvo amigos, pocas veces fue al billar de Nacho y se sentó aparte, alejado de todos; había olvidado cuando murieron sus padres, olvidó a sus hermanos que desde muchacho jamás volvió a ver. Por eso no supo lo que era una fiesta en familia, desconoció el abrazo de los seres queridos; sólo compartió con su mujer lecho y soledades.
Se llenó de amargura, ya no pudo llorar. Irguió la cabeza; sentado alcanzó a ver al cocuyo volando hacia su pecho, sintió al chocar una explosión, un dolor profundo y el ruido retumbando en sus oídos.
Dejó de sentir dolor.
Comenzó a flotar mientras algo caía al suelo; giró su cabeza y vio allá, bajo el taburete de cuero, su cuerpo rodeado de cocuyos muertos.
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