Lamentó mucho haber empezado a hacer la limpieza en la habitación de Steven su padrastro. Sostenía unas fotos que había sacado de una caja metálica que estaba escondida en el fondo de un armario. No se imaginó que esas instantáneas le revelarían la causa de todas sus penas. No podía moverse por la impresión, era como si la serpiente venenosa del pasado la hubiera mordido y el efecto de la ponzoña le impidiera incluso parpadear. En su infancia había sufrido humillaciones, el desprecio de algunos de sus compañeros del colegio. Intuía que había algún misterio y cuarenta años después la respuesta estaba en sus manos. Había fracasado a menudo en todas sus relaciones amorosas. Le habían dicho todas sus parejas que estaba traumada o loca. A ella se le había olvidado casi todo, más por una forma de huir del sufrimiento, que por la omisión de las bajezas de las que había sido víctima.

De pronto, aquellas burlas empezaron a zumbarle en los oídos. Esa sensación horrible de no poder contener la orina dentro del cuerpo por causa del miedo le humedeció las piernas. Su cara se desfiguró porque apareció su imagen real de aquellos tiempos en los que fue el cordero de los sacrificios satánicos de Steven. Recordó aquella horrible habitación en la casa dónde había pasado tantas penurias. Con estas pruebas irrefutables podría demostrarle a su madre que era verdad todo lo que le había contado, que la palabrería de su maldito amante eran producto de una mente satánica y retorcida. Lo malo era que ella ya no estaba para escucharla. Tal vez, desde el más allá pudiera escucharla y estaría de acuerdo en que la venganza era el único camino para castigar al impostor, al sádico que le fingía amor a su amante y la degradaba a ella. ¿De que forma se podría encontrar un remedio que pudiera aliviar o reestablecer cuatro décadas de fracaso?

La muerte ahora le vendría a Steven como agua de mayo. Estaba por demás, pero tenía que sufrir. ¿Por qué llegaba tan tarde esta respuesta? Si al menos lo hubiera descubierto cuando Steven empezaba con la artritis, antes de la diabetes, cuando se sentía todavía con bríos para conquistar a alguna mujerona en algún mercado o bar de mala muerte. Era ineludible el castigo. Tenía que ser lenta la tortura. Algo que no le permitiera marcharse rápido. Le temblaron las piernas y cayó de rodillas. Tenía la sensación de andar otra vez a gatas, desnuda con la boca amordazada y los ojos tapados, con esos imbéciles riéndose de ella y él diciéndole que tenía que recibir su castigo. En esa cascada de recuerdos sonó otra vez esa voz tan odiada. “Recibirás tu merecido, cerda inmunda”. Y luego la sensación de dolor, el ardor en las tripas por el resquebrajamiento interno. Las risas y el dolor formaban una mezcla de hiel que le provocaba vómito. Habló en voz alta. Comenzó a berrear. Tenía que conseguir un pañuelo, una cinta adhesiva y la pala con la que trabajaban en el jardín. Bajó las escaleras con determinación. Una fuerza desconocida, producto de la frustración contenida en el tarro de sus lamentaciones, que se estaba agrietando, la impulsaba. Comenzó a sudar, su respiración era como los bufidos de un toro.

Reunió todo lo que necesitaba y se fue al dormitorio donde el maldito vejestorio se lamentaba de sus dolores en las extremidades. Como si se le hubiera metido un espíritu ajeno en el cuerpo, Margaret, comenzó a hablar imitando una voz masculina. ¿Te acuerdas de esto, maldito? —él, recostado con la cabeza sumida en la almohada, se trataba de ocultar para no padecer por la impertinencia de su hijastra, pero ella lo jaló y quedó frente a ella. Steven hizo un gesto de desprecio, pero se le puso la cara blanca cuando vio las fotografías. Quiso preguntar de dónde habían salido, pero un trozo de tela le obstruyó la boca y el scotch le rodeó la cabeza. Después se encontró desnudo gateando por la habitación. “Recibirás tu castigo cerdo inmundo—dijo Margaret imitando esa voz paterna que se había impregnado en las paredes del sótano de aquella casa en la que habían vivido hacía muchos años—. ¿Recuerdas esa frase, querido? Mi madre nunca me lo creyó, pero había pruebas. Cómo fue posible que no lo imaginara. Mis palabras nunca fueron suficientes para ella. Fuiste muy astuto con tus estrategias. Siempre has sido un maestro del engaño. Me pregunto cómo una persona tan inteligente como tú puede tener una naturaleza tan animal y vil. Eres como un perro sarnoso con conocimientos de ingeniería. Un caniche pestilente que podía dirigir todo un departamento en una empresa.

¿Qué habría dicho tu jefe si hubiera visto esto? ¿No quieres hablar? Mejor para ti. Te diré lo que vamos a hacer. Te voy a matar de hambre y dolor, ¿sabes? ¿Estás llorando de verdad o son las tuyas lágrimas de cocodrilo? Ya te había visto lloriquear antes, pero era de alegría o de euforia. Tu alegría era maquiavélica. Reías porque podías engañar a mi madre y violarnos a las dos. A ella fingiéndole amor, creándole una dependencia física que la cegaba y a mi con tu secta del mal. Ve a estos chicos, míralos bien. Me ocultaste sus rostros con esas ridículas capuchas, los iniciaste en la perversión. Condenaste sus almas. ¿Cuántos de ellos no andarán por allí haciendo lo mismo que tú? Tal vez algunos sigan comunicándose contigo, ¿es así? ¿Qué significan esos movimientos de cabeza? Aceptas tu culpabilidad, pero eso es signo de cobardía. ¿Dónde está toda tu soberbia? Mírate, eres una piltrafa, una sabandija a la que he mantenido por compasión, por lástima. Si hubieras tirado esto a la basura, jamás te habrías encontrado en esta situación, hasta te habría querido como un padre real; pero seguro que el destino no quería permitirlo.

Hubiera sido cruel dejarte sin castigo. No gimas, se te van a acabar las fuerzas y las necesitas para morir como hombre. Sientes el frío del metal. Pronto te causará dolor en la espalda y las nalgas. Sentirás el fuego dentro de tu piel. Te voy a reventar por dentro como lo hacías tú conmigo. Te voy a repetir esos castigos y oirás mis gritos de satisfacción. He recordado lo que me decías. “Invoca a tu dios—decías montándote a mis espaldas—pídele que te salve, que te libere de tus pecados”. ¿Te acuerdas de que luego le pedías a esos chicos que me aplastaran también? Y cuando mi cuerpo endeble quedaba en el piso, cerrabas la puerta y me dejabas a oscuras varias horas. ¿Te imaginas lo que sentía? No, seguro que sólo te preocupaba lo que le dirías a mi madre cuando llegara de sus viajes de comisión. Ella nunca lo dudó. Para ella tú eras la verdad pura. Jamás se cuestionó tus argumentos y cómo terminó. Hasta la fecha sigo dudando que su accidente haya sido real. ¿No lo habrás provocado tú? Fuiste tan astuto que la policía te creyó todo.

Luego cobraste el seguro y llevaste esta vida de prángana. ¿Por qué no organizaste otra secta? ¿Qué fue lo que te llevó a desistir? ¿Sería tu impotencia? ¿Es posible que esa deficiencia del cuerpo, tan insignificante, extinguiera dentro de ti el mal? No, creo que lo que no querías era despertar sospechas. Ya tenías una larga lista de errores y si algún investigador hubiera sido más perspicaz te habría descubierto. Yo podría ir ahora mismo a la comisaría y llevarte a juicio, pero ¿qué ganaría? Tengo cincuenta años pasados, estoy sola por tu culpa, mi vida se fue por el excusado. Tú no resistirías mucho en la cárcel y lo más probable es que te ahorcarías en la primera oportunidad. Eres muy cobarde para soportar el presidio. Además, estás tan endeble que la comida de la prisión te mataría en tres días. Bueno, ya es suficiente. Ha llegado la hora del castigo. Perdonaré tus pecados, pero tu penitencia será mortal. Ya le diré a los vecinos que te fuiste de viaje a Latinoamérica o a Asia. Luego enterraré tus huesos rotos junto a las rosas, o prefieres descansar junto a los arbustos. Ya, da igual. La tierra se encargará de purificarte, ¿te gustaría renacer en forma de rosal? Bueno, no llores. La vida es así. Jamás perdona los errores del pasado. Adiós.

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