Café para uno, mesa para dos

Café para uno, mesa para dos

Martin Cabello

15/07/2018

Como no mirarla, como evitar voltearla a ver cada vez que pasaba frente a mis ojos con su cuerpo tan llamativo. Caminaba siempre de la misma manera tan curiosa que me hacía enloquecer. Cada movimiento era exacto, fino, suave. Siempre llevaba algo en las manos. En ocasiones era un café americano, un vino tinto y quizás hasta un platillo, tal vez una ensalada o un panini. En otras llevaba copas y vasos vacíos o sopas a medio terminar. Siempre ocupada en algo. No había un solo cliente que durara más de unos cuantos segundos con la mano levantada listos para ordenar algo de comer o beber. Ella era muy atenta. Se paseaba por el lugar con tanta gracia, con tanta autoridad. No se cuanto tiempo llevo viniendo a esta cafetería y mucho menos se la cantidad de horas que he pasado aquí viéndola cada mañana antes de trabajar. Hay días en los que llamo a la oficina y me reporto enfermo de alguna enfermedad de lo más trivial con tal de quedarme un rato más contemplándola, siempre a distancia y no directamente como me gustaría, teniendo toda la precaución posible para que no note que la observo y así poder seguir viniendo con la tranquilidad de saber que desconoce mi existencia. A veces es tal el deslumbramiento por su belleza que me olvido de llamar al trabajo, incluso he llegado a quedarme sentado viéndola moverse de aquí para allá hasta que termina su turno a eso de las 8. Es entonces cuando no encuentro ningún sentido en quedarme, pido la cuenta y me retiro, llego a mi casa y duermo en ese momento con la esperanza e ilusión de soñar con ella.

Hoy no ha sido diferente. Llegué hace un par de horas y pedí mi cappuccino como era costumbre. Me senté en la misma mesa para dos totalmente al fondo del lugar, pero a un lado de la cocina, en el área de fumar. Ella jamás notaría mi presencia pues se encargaba del área de los no fumadores ya que el humo del cigarro le causaba marea y dolor de cabeza igual que a mí. Ese era el único precio que yo tenía que pagar, convertirme en fumador pasivo. Debe ser raro para los meseros, compañeros de Cristina encargados de esta parte del lugar, verme tan seguido en esta zona y nunca con un cigarrillo en la boca. Pero a mí no me interesaba lo que pensaran ellos, lo importante era verla, perderme en su boca cuando se acerca a un cliente ha preguntarle que desea ordenar. O en sus ojos cuando voltea desesperadamente a ver la hora en el reloj de pared rogando que termine el día. Eso era lo importante.

Ya empezaba a oscurecer, eran casi las 7 y yo seguía ahí mirándola bambolearse entre las mesas. Un viento helado penetro por la ventana provocándome escalofríos y planteando una idea de lo más absurda: hablarle. Abrir mi boca por primera vez, no para pedir otro café o la cuenta, sino para expresar todo aquello que solo en mis mejores sueños era capaz de decir; que era una mujer maravillosa, sencillamente irresistible, una rosa entre las rosas. Que tenía tantas ganas de conocerla; sus gustos, sus ilusiones, sus mayores miedos. Decirle que me deleitaba imaginando toda una vida juntos, ella siempre rodeada de flores traídas por mí, cada mañana, de nuestro jardín. Tantas y tantas cosas que había que decir y el viento parecería empujarme a hacerlo. «Pero que ¿estoy loco? Por supuesto que no. Con esfuerzos puedo verla continuamente más allá de unos cuantos segundos ¿Qué podría decirle? «Hola que tal llevo muchos días viéndote y nunca me he atrevido a hablarte ¿te gustaría salir conmigo?» No, no, no. Claro que no.» La simple idea paralizaba mis piernas. Entonces volteó a mi mesa, clavando sus ojos directamente en los míos mientras yo me preguntaba: ¿Qué clase de broma del destino es esta? Supe que no habría otra oportunidad, era todo o nada. Ella entró al cuarto de empleados mientras yo hacía un esfuerzo sobrehumano por levantarme. «Perfecto, así no me verá acercarme.» Atravesé el local tan rápido que la mayoría de la gente volteó a verme extrañada. «¡Dejen de mirarme!» pensé preocupado porque ella notara mi nerviosismo. Pasaron no más de 3 minutos que me parecieron los más largo de mi vida y ella salió platicando con otra compañera. Entonces tuve que evadirla y pretender que iba al baño para no toparme con las dos. «¿Y ahora?» Me lavé las manos y volví a mi mesa. Ella ya se había ido y como era mi costumbre pedí la cuenta en ese momento. «No pasa nada mañana a primera hora hablaré con ella.» Y decidido así, regresé a mi casa. Leí un poco para conciliar el sueño, la idea de hablar con ella me traía vuelto loco. A la mañana siguiente me levanté temprano, me arreglé y fui a cumplir mi cometido. Ya era momento de hablar con ella. Entré a la cafetería y pedí mesa en el área de no fumar. Caminé siguiendo al acomodador con la mayor naturalidad que me era posible, tratando de no revelar lo que estaba planeando. Me senté muy lentamente, las rodillas no dejaban de temblarme y mis ojos iban de un lado a otro buscándola frenéticos. Esperé un rato hasta que un joven se acerco para atenderme. Yo le pedí que me trajera la carta y que si era posible, le pidiera a Cristina que me atendiera ella. El joven camarero me miró extrañado ante mi pedido y respondió vagamente: lo siento, ella ya no trabaja aquí. En ese momento no entendí lo que acababa de contestarme, por lo tanto repliqué aún tranquilo: ¿Por qué? ¿Qué pasó? El joven sin entender el porque de mi interés en saber que había pasado me contestó que una semana antes había presentado su renuncia para poder planear su boda.

Cualquiera que me hubiera visto a los ojos en ese instante diría que han dado una puñalada en el pecho, como si me hubieran sacado el corazón. Palidecí en segundos y me desplome sobre la silla como a quien le dicen que un familiar murió pues tal vez así era, había muerto toda esperanza de hablarle, de contarle mis gustos, mis ilusiones y mis mayores miedos. No podría decirle que me gustaba tanto, no podría salir con ella.

No soporto más la culpa de saber que pude haberme acercado antes y tal vez las cosas serían diferentes ahora, pero mi cobardía y vergüenza no me lo permitieron. Medité largo rato sobre mi pérdida y me di cuenta que nunca me había vestido tan adecuadamente para una ocasión: zapatos, pantalón y gabardina negros. Levanté la mano con pesadez, no quería moverme. Otro mesero se acerco y me pregunto qué se me ofrecía. Le pregunté si había algún problema si me movía al área de fumar, a lo que él contestó que no. Me senté en mi mesa para dos de siempre y antes de que se fuera a atender otra mesa le pedí un café negro, una cajetilla de cigarros y un encendedor.

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