No se muere de amor,
qué tontería,
de amor
se sobrevive.
De antes, de durante, de después, de siempre, porque el tiempo a veces no se deja encuadrar en almanaques.
Cuando no pasa nada
pasan todas las cosas que duelen.
Empequeñecer un ratito
Quiero una madre que me cante un fado si me como el pescado.
Que me quite los nudos del pelo y me haga una trenza que dure una sonrisa.
Quiero una madre que me diga que todo estará bien.
Que entienda que todavía no he crecido tanto. Que los hijos nunca terminan de crecer si hay una madre que los mire.
Quiero una madre que me explique porqué con sus mentiras mágicas.
Que sople y sople para arrastrar las nubes y me devuelva el sol.
Quiero a mi madre, para pedirle que me cambie el nombre.
Y quiero ser pequeñita y caber en los brazos del mimo, con el susurro de unos pulmones rotos, con el vaivén de aquella mecedora que mi rabia rompió hace unos años.
Es urgente. Porque estoy desangrándome herida de orfandad.
Mientras dormías
Pensaba versos que luego olvidaba,
mientras dormías.
Miraba el aire que sonaba a paz
cuando salía como un hilito de calor
por las ranuras de tu boca,
como la luz que se cuela
por debajo de las puertas cerradas,
mientras dormías.
Te decía tequierotaaaanto en un susurro,
para que mi felicidad no alterara tu sueño,
mientras dormías.
Y mandaba a mi yo inquieto a la cocina,
sin dejar de mirarte dormir,
sin atreverme a moverme
ni a salir de tu brazo, redondo
desde tu hombro hasta mi espalda,
mientras dormías,
con los ojos perdidos en tu respiración
elaboraba el desayuno,
casi con precisión matemática,
investigando en la nevera con los ojillos arrugados,
y hasta llegué a enfadarme
porque faltaba mantequilla o mermelada,
mientras dormías
con tu dormir de viernes o de sábado,
con tu dormir de despertar al alba
con caricias de Luz.
Y mientras tú dormías
y mientras te miraba
siempre me preguntaba
a qué debíamos la suerte
de habernos encontrado,
qué azar, qué botón ON pulsó quién
para volver la vida una sonrisa.
Ahora ya no hay futuro que habitar.
A lo lejos se escucha el eco de un cascabeleo de primaveras generosas.
Entre las ramas de la jacaranda desnuda de su azul los pajarillos andan buscando no se sabe qué.
Desde la barandilla del balcón el mar se ofrece como una foto vieja.
Una mujer abriga su dolor con un abrazo huérfano.
Les faltó
simplemente
envejecer.
… y traigo olas
Porque no podía hacer que desapareciera ese olor a bombones,
porque apagué todos los sonidos que no iban a sonar,
porque la soledad jugaba a hacer cabriolas en todas las esquinas,
y la oscuridad se acercaba vestida de esperas,
me fui.
Hubiera sido buena idea andar por algún callejón solitario,
donde la sombra se adelanta y va marcando el paso,
pero sigo siendo cobarde,
los callejones tienen farolas con sus luces fundidas,
con sus borrachos liberando su angustia en vomiteras malolientes,
con frases y gestos y guiños que pueden igualarnos,
eso asusta,
y tienen, los callejones, un cierto olor a fracaso y tristeza,
por eso
hubiera sido quizás una mejor idea,
pero no fue,
por eso,
por cobardía,
y he preferido una orilla, unas olas, olor a sal,
estrellas allá arriba,
y ese romanticismo caducado y hasta un poco simplón,
sin manos y sin versos,
y ese shhhhh que dice el mar, como un secreto
al oído de la noche, que cuenta nada y todo.
Ahora arden las heridas de mis pies
donde la sal quiso pintar recuerdos.
La próxima vez que tenga que desterrar pasados
me invitaré a pisar alfombras de hojas secas,
esas hacen crash crash y luego callan.
Una orilla pasea por una mujer sola
¿No me ves?
Mírame con tus ojos irreales.
Búscame al lado del vacío que ocupas a mi lado,
tócame, tengo la piel desierta,
vístete de presente, hazte un esquina en el silencio,
déjate ver aunque sólo sea humo
que se asoma y se inclina y se eleva
más allá del abismo
de mi mirada hueca.
Si me tiendes tu mano invisible
andaremos esta orilla mojada
llenaremos de risas calladas
esta noche sin luna…
Una mujer
camina al borde del pasado
donde las olas se derraman.
Va rasgando la noche
con pasos silenciosos
soñando el infinito.
Tarde
Ha llovido. Otra vez.
Ando despacio. Me gusta pisar los charcos, pero no llevo botas, por eso sólo los bordeo.
El suelo está lleno de charcos, limpios, con alguna hoja amarilla navegando en alguno de ellos.
Llevo un poco de mar en los bolsillos y otro poco de miel en las manos.
Hay un lugar, tiene que haberlo, donde se acaban los pasos. Puede que no sea el lugar al que quería llegar, porque casi ninguno de nosotros estamos seguros del lugar al que queremos llegar. Dicen que lo sabrás cuando llegues. A lo mejor cuando llegues ya no te pareces demasiado al que empezó el camino. A lo mejor hasta te preguntas si eres realmente tú y si ese lugar es el lugar.
Llueve de nuevo.
En esta calle sin balcones.
Con este bolso sin paraguas.
Con estos zapatitos de verano.
Necesito lavarme las manos y vaciarme los bolsillos.
Y llegar. A encontrarme conmigo, sea quien sea, sea donde sea.
Una morada
Hay un vacío profundo, oscuro, en el que vive la tristeza. Sin límites, un vacío que mide veinticuatro horas enlazadas con las siguientes veinticuatro horas. Y yo estoy ahí dentro, abajo, en medio de ese hueco que agujerea los días.
Modela un agujero inmenso.
Un agujero hondo.
Con bordes agrietados, sangrantes.
Adentro, donde no llega la luz,
abajo,
como en lo más subterráneo de un pozo,
florecen amapolas.
Va horadando mi ser.
Un agujero tengo,
a veces en las manos,
a veces detrás de la mirada,
alguna vez en las entrañas
o en la esquinita de una sonrisa triste.
En los bolsillos de la vida,
ahí es donde se aguarece
agotado
entre tanto trotar durante el día.
Un agujero vestido con harapos de tiempo,
eso tengo.
Noche de ronda
Puede que haya sonado Verdi un par de horas antes.
… entonces las ideas empiezan a flotar y a tropezarse.
Y te arrepientes de.
Y empiezas a pensar que fue mejor, que fue peor, que quizás.
Y te ríes de todos los errores y hasta de algún acierto.
Luego te dejas bendecir por una risa tonta que acuna en nubes de algodón todas las penas. Finalmente llega, con casi absoluta seguridad, una desilusión ácida, con la frente apoyada en la farola que tiene la bombilla rota.
Y los zapatos salpicados y el borde de los pantalones atesorando el olor a fracaso y toda tu estructura abdominal perdiendo anclaje.
Y mientras limpias los últimos vestigios del vómito catártico que quedan en las esquinas de tu boca seca como tu alma, respiras aliviado.
Has echado de dentro de ti todo lo tóxico.
Al menos de momento.
Tiempos.
Nunca va vestido de ayer
y se esconde de promesas dudosas.
Siempre se cobijó
detrás de una farola
con la bombilla rota,
temeroso
del uso y del abuso.
Ahora se mantiene vital,
salta a la pata coja,
sobre una cuerda floja
mientras ríe, estornuda,
suspira, canta, llora,
late, palpita, respira.
Es.
Non stop
Cuando el suelo está lleno de cristales rotos
no queda otra que desplegar las alas.
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