Mario nunca quiso irse de casa para vacacionar, a él solo le importaba conectarse a internet y chatear con sus amigos. Samuel, su padre, se sentía distanciado de su hijo, pero no podía hacer mucho por estar con él. Era su obligación ir a trabajar, mantener a su familia, cosa que Mario apoyaba totalmente.

—Realmente quisiera salir contigo y estar en casa de tus abuelos, pero sabes que el trabajo no me lo permite —expuso.

—No te preocupes, eso lo entiendo, de dónde sacaremos para comer si andas faltando por algo si importancia —le guiñó un ojo y siguió en su celular. —A veces hay cosas más importantes que la diversión.

Samuel se enorgullecía de su hijo por tener una mentalidad más madura que la de los jóvenes de su edad, sin embargo, era triste saber que no trataba con un adolescente, si no, con un adulto que podría bien ser su amigo de trabajo. Lo veía en su mundo virtual, tan obsesionado. Conocía los riesgos del internet, de la red, y Mario le confirmaba que sabía perfectamente en donde meterse y en donde no. Nunca pensó que comprarle los aparatos electrónicos a su hijo después de la muerte de su esposa, podría perjudicarlos a los dos como padre e hijo. Pero no había tiempo, no se consentía a hablar abiertamente de sentimientos con Mario. Y ahora solo lo llevaría a casa de sus padres, donde pasaría las vacaciones de invierno. Esperaba que pudiera disfrutarlas por un momento, y es que Mario sabía disfrutar de la gente, menos de su padre, y eso a Samuel lo ponía celoso de los demás. Él era camarógrafo de una televisora que crecía constantemente, y ahora sería enviado junto al reportero estrella, Brandon Huges, a Palestina. Por supuesto que tenía demasiado miedo al irse, en parte por su vida y por la de su hijo, que no sabría qué sería de él en un futuro si al final terminara huérfano. Por un momento vio que Mario bajaba su teléfono y se dedicaba a ver el paisaje del camino. Un enorme lago se veía bajo la luz del atardecer. El bosque transpiraba un aire fresco y limpio. Las montañas se elevaban alto, con sus teleféricos abandonados, ya reclamados por la propia naturaleza. Los cables cruzaban de orilla a orilla, y se mantenían estáticos contra el viento. Era tranquilo, pulcro y hermoso. Sabía que se la pasaría muy bien en éste lugar. Tenía demasiadas diversiones que lo mantendrían ocupado, haría que se le fueran volando las vacaciones. Se dio cuenta que fue la mejor de sus decisiones, aun temiendo por su vida al irse de su lado.

Más adelante un molino de agua trabajaba debajo del puente. Las piedras del río llamaron la atención de los dos. Eran enormes y brillantes resplandecían como vidrios. El agua pasaba silenciosa, y la brisa llevaba pequeñas gotas de agua en su interior. El verde del prado se asemejaba a un enorme tapete, bien recortado y los arbustos con estética. Era un pequeño pueblo de gente cooperativa y solidaria. San Martín, así le llaman. Un sitio de costumbres arraigadas y de festividades únicamente para los pueblerinos de ahí. La gente no era hostil con los extranjeros, per preferían mantenerse reservados con su cultura hacía los demás. El carnaval iniciaría a unos cuantos días, y es que las calles empezaron a ser adornadas por papel picados, globos, flores y luces. Samuel siempre asistía cuando aún vivía en San Martín. Le platicó a Mario las maravillas del carnaval, del desfile y de los fuegos artificiales que aperlaban la noche. La comida y los juegos que se le tenía a la gente de ese lugar. Se dice que las personas más devotas a San Martín, que ya no viven ahí, peregrinan de sus ciudades hasta el pueblo, y así pedirle al santo algo que realmente necesiten.

—Te vas a divertir mucho— dijo Samuel. —No te faltará comida, y estarás ocupado la mayoría del tiempo, te esperan unas buenas vacaciones.

— ¿Hay internet en éste lugar?

—No lo sé, probablemente en casa de tus abuelos no —comentó con una sonrisa.

— Que aburrido.

Lanzó su teléfono a sus pies y se concentró en ver pasar a las carretas repletas de personas. Parecían alegres y juguetonas. Todas portaban una cadenita en su cuello, signo de San Martín. La iglesia sobresalía entre las casas, era enorme, de un estilo gótico. Las campanas eran enormes, que con cualquier leve movimiento se sentía la vibración de estas.

— ¿Qué estarán haciendo? —comentó Samuel.

Un grupo de constructores se amontonaba en un terreno tres cuadras debajo de la iglesia. Preparaban un nuevo edifico, una mezquita. De entre la mayoría de personas que se movía rápidamente en la construcción, un hombre de aspecto árabe desayunaba afuera de ésta. Eran personas uniformadas, que vigilaban su inversión.

—El pueblo cambia, y mucho —dijo.

En la mente de Samuel regresó la noticia de que su padre tenía que ir hasta Palestina. Era importante, pero se le olvidó en un momento. ¿Por qué era así con su padre? Ni él mismo lo sabía, era como una reacción natural al estar con Samuel. Involuntariamente se alejaba de su padre. El camino empezó a llenarse de piedras, y se hacía más pequeño. Un enorme marco de madera presentaba la entrada de la casa de los padres de Samuel. Los tractores se alineaban cerca del establo. La casa le daba la espalda al lago de San Martín. Era un lugar hermoso. Los arboles eran enormes, y proyectaban sombra sobre la mayoría del terreno. La granja estaba más lejos que el granero. El establo se veía a lo lejos, como el típico edifico de las películas. Blanco y rojo. El abuelo de Mario, Arnold, salía rápidamente del porche delantero de su enorme casa de madera. Las gentes del pueblo los conocían como menonitas, porque su costumbre era muy extranjera. Arnold portaba un pantalón de mezclilla y su camisa cuadrada. A Mario no le molestaban este tipo de cosas de la granja y el campo, de hecho, eran sus lugares favoritos para descansar. Tomó su celular del suelo del auto y se esperó a que su padre detuviera el auto. Quitó el seguro y se lanzó a los brazos de su abuelo.

— ¡Abuelo Arni! —dijo

—Escuincle, ya estás bien grande. Ni creas que te voy a cargar, apenas si puedo con mis propios huesos —comentó tomando de los brazos a su nieto. —Bueno, lo intentaré.

Trató de hacerlo, pero no pudo levantarlo. Los dos rieron unísonamente. Samuel veía eso, y se preguntaba el porqué de su forma de actuar era diferente con otras personas. Hubo un tiempo en el que pensó que era retraído y que prefería encerrarse en su propia realidad, pero no. Era él. Al menos eso le daba a entender.

—Hola, padre —dijo Samuel.

—Hola, chavo, ¿cómo estás? Ya no le des de comer al escuincle, de por sí.

—Él come lo que quiere. No es necesario que le diga que coma, se modera.

Arnold se acerca a su hijo y le da unas palmaditas en el estómago.

—Pero tú no, ¿verdad?

Se abrazaron. Mario miraba a su alrededor. Él ya había visitado ese lugar hace ocho años, cuando tenía cinco de edad. Realmente muchas cosas cambiaron, y fue el primero en darse cuenta de eso. Los arboles donde colgaban unas llantas a manera de columpios, ya no estaban. Los doces perros que tanto amaban jugar a la pelota, tampoco. Era de extrañar unos cuantos ladridos y lamidas juguetonas de los adorables animales. Sin embargo, ahora solo había un extraño y molesto ruido que venía del lago.

—Son las ranas —comentó Arnold. —También las libélulas y los caimanes.

— ¿Caimanes? —preguntó Samuel realmente asustado.

—Claro que no, no seas un miedoso.

Mario y su abuelo rieron hasta abrirse paso a la casa. La abuela Martina era ciega y le faltaba la pierna, desde la rodilla hacia abajo. Así que no podía salir de su hogar. Mario conoció a su abuela cuando se movía libremente de los tendederos y a la cocina. Era una mujer enérgica, siempre activa y en busca de algo que hacer en el día. Siempre se mantenía al tanto de lo que la gente ocupara, y sin cobrar un centavo realizaba el favor a quien fuera. Iba a pagar la cuenta del gas, o de la electricidad. Acarrear agua del pozo, o cortar la leña que previamente Arnold había talado. Su trabajo no se limitaba solamente a las cosas de amas de casa. Tenía fuerza en sus manos para ayudar en la mecánica y en la carpintería. En una ocasión, y como cuento ocasional, el abuelo les contó sobre como ella llegó a ayudar al abuelo, cuando éste se quedó atascado a mitad de la carretera. La abuela recibió el comunicado de parte del vecino, y ella sin pedir ayuda de nadie, se dirigió al lugar con la caja entera de herramientas por si algo necesitaba su esposo. Al llegar caminando, en medio de un calor infernal, Martina abrió el cofre y se puso en marcha a trabajar la máquina.

— ¿Sabes lo que haces, mujer?

—Mejor que tú.

Había pasado unos minutos y Arnold optó por ayuda del mecánico del pueblo. No obstante, eso fue lo que desató la ira de la mujer, quien en su orgullo nadie debía de pegarle. Se recogió las mangas de su vestido, se limpió el sudor con el trapo de cocina que traía en su mandil, y continuó con la camioneta. Le daría una lección a ese cabrón. Y así fue como pasó. Un rato después, dijo: Trata de encenderlo. Arnold, conociendo a su mujer, y viéndola muy cansada por sus esfuerzos, le hizo caso. No quería verla derrotada en el hogar, no quería hacerla sentir inútil. Puso la llave. Realmente la amaba y lo peor que podía hacerle, era fallarle. Piso el acelerador. Era un privilegio estar a su lado. Encendió.

Ahora, solo quedaba una anciana en una silla de ruedas, que a veces no se acuerda de su condición y trata de levantarse para hacer de comer o poner las ratoneras en su sitio. Y era muy triste para todos verla de esa manera, mas nadie la trataba como menos, todos la amaban.

— ¡Abuela Martina!

Mario se acercó al lado de su abuela y le plantó un beso en la mejilla. Samuel entraba detrás de Arnold.

— ¿Quieren agua? —dijo

—No claro, que no —acomodó a la abuela de forma que quedara viendo a la puerta —iré por agua, Martina. Vamos, Mario.

—Madre, ¿cómo te sientes, ¿cómo has estado?

—Hay hijo, qué bueno que nos visitan, ya hacía tiempo que no veía mi hijo y nieto. ¿Dónde está tu mujer?

—En un descanso, ella tuvo que irse con su familia.

Pensó en decirle que muerta. Pero no quería que las cosas empezaran así después de tanto tiempo. Aparte ella lo sabía, solo que se le olvidó.

—mmm, debería estar aquí. Bueno, ella sabe lo que hace, tú sabes muy bien que esa chica jamás me agradó, ni un poco. No sé cómo terminaste con ella —frunció el ceño y miró su regazo.

Mario caminaba igual que su abuelo cuando era menos viejo. De algo tenía que sacar de su familia. Era un gran parecido no solamente en ese aspecto. El rostro. Samuel veía en su hijo a su padre. Los dos tenían cierta química extraña, como si ellos no hubieran pasado en el tiempo que no se vieron. Como amigos muy cercanos que se ven diario. O es que era él era el problema, pensó. No lo sabía con certeza, pero decidió ignorarlo.

— ¿Cómo ves, viejito, que la mujer de mi niño no vino?

—Debe estar trabajando, ¿no es cierto? —guiñó el ojo.

—Por supuesto —secundó Mario.

Samuel tenía que irse, era regla general llegar dos horas antes al aeropuerto con los de su equipo. Tenía que estar listo y presentable, y ya le quedaban tres horas para el despegue.

—Bueno, no puedo quedarme mucho, ya te lo había dicho padre.

—Cierto, cierto. El trabajo es trabajo.

—Madre, me tengo que ir a trabajar, cuídate, hermosa —la abrazó y le besó la frente. —Mario, hazle caso a tu abuelo, ten cuidado, y espero te diviertas. Ven por tus maletas.

—Descuida, yo te ayudo —dijo Arnold,

Mario caminó hasta el auto, y abrió la cajuela. Sacaron sus maletas y las acomodaron en el porche mientras se despedían de Samuel. Mario se despidió por cortesía, por educación, sin embargo, no quiso de cierta forma despedirse filialmente de su padre. Estiro la mano y dijo adiós. Entraron en la casa para comer.

Samuel suspiró al ver como el carnaval se preparaba. El atardecer resplandecía en el retrovisor. Era un lugar precioso para vacacionar, y en un momento, estaría en mitad de una guerra. De la tierra, del miedo de la gente. Las náuseas se acumularon en su garganta, y el pecho se le oprimió. Se sofocaba con el terror que se propiciaba mientras salía del pueblo. La arboleda se alejaba y las cosas se ponían grises en su mente. Pensaba en su hijo, en qué pasaría si todo acabara para él. Escucho la diferencia del aire tapar sus oídos. Pop.

Mario pasó el día con su abuelo. Arnold le mostró el lugar como si nunca lo hubiera visto. La granja donde antes había una docena de peros, ahora era un criadero de gallinas y conejos. Había de muchos tamaños que saltaban por el campo detrás de la casa. Mario atrapó unos cuantos y se tomó una foto con ellos. Publicó en su cuenta de Instacheer. Su abuelo le dijo que en el pueblo había internet, pero en su casa esas cosas eran muy innecesarias.

“Primer día de unas largas vacaciones. #Conejos_negros”

Miró el antiguo pozo que ya no tenía agua en él, porque se estancó y después Arnold se vio obligado a drenarlo por el exceso de mosquitos en el lugar.

—Abuelo, ¿no hay animales dentro?

—No, claro que no. La última vez bajamos a un niño flacucho hasta abajo, porque a tu abuela se le cayó el anillo del compromiso. El niño no se quejó, supongo que ya no hay nada aparte de unas arañas o insectos. Pero ranas, ni renacuajos, ni siquiera esos horribles tejones que te atacan sin razón, habitan ahí abajo.

Mario miró el abismo y escupió. Escucho la plasta de saliva al estrellarse.

Caminaron por el sendero de la huerta de la abuela. Y dieron con el puerto de canoas. De ahí se veía en todo su esplendor el lago. Era enorme, y en él crecía la vegetación. Las ranas flotaban en las orillas, y las libélulas se posaban a poca distancia del agua. Ya estaba anocheciendo. Mario logró ver una choza al otro lado de éste.

— ¿Es una casa?

—No, escuincle, es una cabaña. Ahí la mayoría de los que trabajan en el lago la utilizan para el combustible de las lanchas a motor. Ahí guardan la gasolina.

La noche se adentraba en el fondo del agua. En medio de este se veía totalmente oscura. Era una visión aterradora caer en ese vacío. Mario sintió un respeto por ese acantilado acuático. No se veía nadando en ese sitio. La luz se hizo. Arnold puso focos en el sendero que él mismo había hecho para que Martina pudiera pasear por su patio. Puso piedras grandes en las orillas y así las llantas de la silla se detuvieran en las orillas del lago y de las cosechas. El camino se iluminó y entre los árboles impresionaban las luces. Regresaron para cenar.

Mario miró las notificaciones de su celular. Su padre le había mandado un mensaje sobre si estaba pasándola bien, y no respondió.

—Oye, hijo —Arnold se sentó a un lado en la sala. La abuela tejía y con agujas sin punta y se mantenía en la conversación. — ¿por qué no te despediste de tu padre?

—Le dije adiós.

—Claro, pero sabes muy bien a dónde va. Y es de mucha ayuda que levantes su moral y su ánimo con una bonita despedida.

—No morirá, lo veré de nuevo.

—Por supuesto, nada malo pasará con él, te lo aseguro. Sin embargo, escuincle, es más bonito hacerlo así. Nadie sabe si realmente volverá a ver una persona de nuevo. Digamos, tu padre regresa, pero qué tal si ya no es el mismo. La gente en medio de la violencia puede sugestionarse.

—Entiendo, pero estará bien, es fuerte —dijo sin dejar de ver la pantalla de su celular.

—Bueno, es hora de que te vayas a dormir. Veo que tienes muchas ganas de ver el lugar. No te mostré mucho porque llegaste muy tarde hoy, pero no hay problema…

—Hay tiempo abuelo, y creo que no tendré mejor guía que tú.

—No es por ser fijado, hijo, pero le estás hablando de tú a tu abuelo —dijo Martina desde la esquina del cuarto.

—Ay abuela, perdóneme, no me di cuenta —metió su celular al bolsillo. Se acercó a su abuela, pidiendo permiso a su abuelo.

—Bueno, iré a lavar los trastes —comentó Arnold.

—Lávalos con el jabón con limón —expuso Martina. —Tu cuarto es el primero a la derecha. Por cierto, guarde esto para cuando tu mamá viniera, así que te lo daré a ti para que se lo des, ¿sí?

—Claro, abuela. Yo se lo daré.

De la pequeña caja donde guardaba su estambre sacó un collar de obsidiana en forma de luna.

Mario lo miró detenidamente en las manos de su abuela. Era muy bonito y brillante.

—Tu abuelo encontró éste material cerca del jardín, era una piedra negra, preciosa, pero encontró la forma de darle figura y convertirla en un hermoso collar. Yo traigo estos pendientes. —los buscó a tientas y sacó dos pequeñas estrellas negras. —pero no me los puedo poner. No le veo caso si nadie me ve.

Mario se despidió de su abuela, fue con el abuelo y subió las escaleras. Abrió el cuarto. Las maletas ya estaban ahí, encima de la cama. En medio de la habitación, en el techo, una ventana circular abría paso a la luz de la luna. Miro el collar y lo puso debajo de la almohada. Se recostó y quedó dormido al instante. No se quitó la ropa. Ni los zapatos.

Afuera, en el árbol más grande, un búho se contorsionaba hasta deformarse y convertirse en una serpiente que se enroscaba para saltar y volar como un ave de la noche.

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