#OLVIDO
Nunca se conoció su rostro, nadie se acuerda como realmente era, solo vagas sombras y formas que se figuran a un ser humano. Ella se perdió un día en el que todos la olvidaron. Su mamá supo que faltaba algo importante en su vida como una hija por el hecho del silencio en su hogar. No hizo memoria de ella porque la amaba o por ser su madre, no. Ella anhelaba algo, y era el ruido del piano que siempre era tocado por la desaparecida Olivette. Todas las mañanas se paraba a practicar para el concurso que se avecinaba. Era la mayor oportunidad para que Olivette fuera conocida en el mundo de la música. Su madre se llegó a fastidiar de escuchar la misma melodía, día con día. Los vecinos también se llegaron a fastidiar por eso, sin embargo, nadie decía algo por un cierto aprecio a la señora ama de casa. Ella era muy querida en el vecindario, ya que siempre era voluntaria para prestar dinero y lugar para la comida que la iglesia de la ciudad organizaba para las personas sin hogar. Ella decía que no había problema con usar su cocina, o su patio para organizar la cena de navidad, o una comida cotidiana. Obviamente, siempre supervisaba las manos de las personas, porque muy seguidoras de la palabra de Dios, también podían robar. Judas estuvo al lado de Jesús y aun así lo traicionó. Muy quisquillosa y fijada, la madre de Olivette cuidaba las pertenencias de su hija, y las de ella por supuesto. Aunque la mayoría del tiempo Olivette se apegaba a su piano y tocaba arduamente hasta altas horas de la noche. El piano fue regalado por su difunto padre, quien en su testamento sacó a su esposa, y se lo dejó a su amante que tenía en otra ciudad. Su esposa trató de llenarle la mente de ideas erróneas a su hija, pero tanto trabajo le dio, que mejo desistió y dejó que la niña formara un criterio propio. Olivette nunca odió a su padre, por eso amaba con su alma el piano que le dejó, porque mucho tiempo atrás, él le prometió enseñarle a tocar la melodía que tanto a ella le gustaba de pequeña. Y en el momento en que ella tuvo la edad suficiente, buscó las notas de aquella composición. Las mañanas eran propiedad de cada nota musical, era hermosa, no obstante, una mañana no se escuchó nada en absoluto. La madre llegó a su casa, buscó a su criada, pidió algo de comer en el menú del restaurante italiano y se fue a dormir. Pero el silencio le hizo recordar algo importante. La música empezó a escucharse en sus oídos, sentía cosquillitas en los tímpanos, era una ansiedad de volver a escuchar el piano hasta que alguien caía sobre las teclas y así se daba cuenta de que la sesión había terminado. Sin embargo, esa noche no pasó. Buscó en su directorio del teléfono y le marcó a su hermana, le dijo que se sentía rara, un horrible insomnio la consumía porque presentía algo. Entonces se levantó a caminar por toda la casa y se echó en el cuarto de su hija, pero ella no se percató dónde estaba, solo se acurrucó en las sabanas y durmió con la música que en su cabeza tenía un sentido, una razón para existir.
—Olivette —dijo mientras soñaba.
Al día siguiente llamó a los amigos de su hija, buscó en los contactos que apenas si se veían en una libreta verde debajo de la almohada de Olivette.
Las fotos que estaban en la habitación eran borrosas, el rostro era una mancha irreconocible. Los amigos dijeron que no se acordaban la ultimas vez que se vieron, que parecía lejano haberse visto. La escuela informó que no la vieron en toda la semana, pero extrañamente alguien le puso sus asistencias de todo el mes. Llamó a su hermana, y ella solo le recomendó hablar con la policía y propagar la alerta Amber. Pero no había imágenes de ellas donde se pudiera apreciar su rostro. Y es que no se acordaba de detalles físico de su hija, solo su nombre. Fue cuando buscó en el sótano, apresuró a sus criados a que le ayudaran, que buscaran cualquier foto, imagen o pintura donde apareciera ella con alguien menor que ella. Supuso que se parecían las dos, los genes podrían ser muy idénticos. Una chica posiblemente de cabello rojizo, con pecas y piel blanca. Se miraba en el espejo, buscando algo que pudiera haber compartido con su hija. Un lunar, una marca, una herida, algo.
—Señora, Albarrán —dijo la criada.
—Dime —murmuro mientras checaba sus ojeras en el espejo.
—Encontramos una pintura que creemos es su hija.
Rápidamente se fueron a la sala, donde los demás limpiaban el cuadro, y lo colocaban en el centro de la mesa. Una niña, de piel blanca, pelo castaño y ojos verdes sonreía en la pintura. La señora Albarrán empezó a marearse, sintió nauseas al ver aquel rostro tan desconocido, pero extrañamente familiar. Empezó a tambalearse, a derribar las cosas sin darse cuenta. Llamaron a una ambulancia mientras la sostenían y le daban agua. No obstante, ella no dejaba de mirar aquel óleo que resplandecía y se deformaba en su vista.
—Olivette, mi niña —comentó para sus adentros.
Y empezó a llorar mientras un hilillo de sangre brotaba de su nariz. La ambulancia llegó por la difunta señora Albarrán.
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