Por fin la maté…

La maté, esa noche, por fin la maté.

Ahí estaba ella, en la cocina, tan tranquila como si nada en frente de la estufa. Yo, agotado de un día de trabajo, solo quería descansar, dormir y olvidarme de todo, pero no, ella estaba ahí, en la cocina, como si me hubiera esperado aunque sabía que no era así.

Aunque prendí la luz y di dos pasos hacia ella, no se movió. Se quedaba fijamente viéndome, como esperando a que hiciera un movimiento en falso para salir corriendo. Yo no aguantaba verla ahí, quería vomitar, estaba asqueado, desesperado de verle como si nada, así que, aun con miedo y asco, me abalancé hacia ella. Estaba dispuesto a matarla, no aguantaría verla ni una noche más en mi casa, por lo que con un rápido movimiento lancé mi pie a su estómago, eso la dejó en el piso sin moverse, pero no estaba conforme, sabía que podría levantarse, por lo que no se me ocurrió nada más que tomar un sartén viejo que estaba sobre la estufa, y con éste comencé a golpearla con tal brutalidad que le destrocé la cabeza. La sangre manchaba el piso, y obvio también el sartén, el cual se abollaba a cada golpe hasta que por fin el mango se rompió.

Y ahí estaba su cadáver, destrozado y ensangrentado. Yo ahí, parado con el mago del sartén en la mano, sorprendido de mi acción, porque a pesar del miedo que le tenía, me atreví a matarla, el problema era ¿qué hacer ahora? ¿Enterrar el cadáver? ¿Lanzarlo a la calle? No tenía idea de que hacer, aunque bueno, lo más lógico era lo más obvio, por lo que tomé una bolsa de basura para recoger a esa sucia rata que llevaba ya dos semanas metiéndose a mi cocina a comerse mi comida y roer mis muebles, y yo, con fobia a los ratones, pasé toda la noche sorprendido de mi actuar, jamás pensé que me armaría de valor para matar una rata de semejante tamaño.

Por fin me deshice de esa sucia rata.

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