Algunas cosas me parecen enfermizas. La sociedad nos convence para que las aceptemos como normales, pero no lo son. En cambio, nos escandalizamos de las que no deberíamos escandalizarnos. Y yo que lo veo todo tan claro, tan sencillo, tan «de paso», tan «gilipollesco».
Cuando te decepcionan, duele. Pero lo que mas duele es la humillación. La humillación de ser tan extremadamente fiel a tus principios, que no te permites la liberación de compartir ese dolor con un amigo para hacerlo más llevadero. El golpe seco de saber que estás rota y que no hay solución posible. La certeza de aceptar que el tiempo hará su trabajo, aún a sabiendas de que la grieta seguirá ahí (por mucho que hagas «la vista gorda»). La culpa que no te deja vivir en paz, porque necesitas que ese alguien que no existe, te agarre de la mano y te diga: «tranquila, está bien, no te preocupes, todo mejorará».
Como dijo Frida: «No quiero un final feliz, quiero una vida llena de buenos momentos… porque, al final, todo es triste». Y así es, resulta inevitable.
Hoy no es un «hoy» cualquiera. Hoy he puesto punto final a la amargura de estar al lado de una persona tan mediocre que, para brillar, necesitó cortar la mecha de mi vida. No le bastó con destrozar cada una de mis ilusiones. Me arrebató las ganas de respirar. Y él no es el único culpable, yo me siento mal conmigo misma por habérselo permitido. Porque a veces aceptamos como normales, cosas que no lo son. Porque a veces, por pedir poco, nos quedamos sin «ese» poco que teníamos y que desconocíamos. Porque debería estar prohibido olvidarse de uno mismo. Porque debería ser ilegal el renunciar a tu dignidad.
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