Ahora hay más edificios

Paulina había prendido recién un cigarro y Raúl acababa de encender su celular mientras se vestía, llevaban años acostándose en secreto. El año nuevo recién pasado, junto con los tradicionales deseos de felicidad y prosperidad, su mamá le había dicho: “hija, encuentre un amor bueno”. La frase sonaba irónica ahora que Paulina la recordaba.

-Sí, mamá. Este no es como los otros…

-Mira que todos los hombres son iguales…

-No, te digo que esta vez es distinto.

-¿Es artista?— interrogó alarmada.

-No, mamá, es ingeniero.

-Bueno, usted sabrá qué es lo mejor…El tono era el de una madre resignada a aceptar que a los hijos se les da la vida para que cometan errores, pero no había una frase que Paulina detestara más que aquella dicha por su madre en la que la obligaba a asumir responsabilidades. Entre amar y no amar, era mejor lo primero o al menos en eso creía Paulina los últimos meses.

Mientras tanto el barrio de Paulina se había transformado a tal punto que los cités convivían con los encumbrados departamentos de las grandes constructoras. Si bien todavía se podía encontrar en cada esquina un pequeño almacén que tenía de todo, cada vez se llenaba más de supermercados, cadenas de panaderías y locales de comida rápida con delivery. Todavía era posible ver un viernes o un sábado en la noche a los jóvenes haciendo fila afuera de la botillería, claro que ahora la mayoría de los clientes eran colombianos, peruanos y centroamericanos.

Podría decirse que son los detalles y no los grandes acontecimientos los que marcan el cambio de una relación. Tras vestirse Raúl se asomó por la ventana. —Ahora hay más edificios— expresó con cierta ingenuidad. Esa frase dicha un poco al azar constituía una prueba innegable del paso del tiempo. No era un detalle, era la señal que marcaba el tiempo que llevaban juntos como amantes. Efectivamente, ya habían terminado de construir tres edificios en las calles aledañas y un cuarto estaba asomándose por sobre las techumbres de las pocas casas viejas que quedaban cerca del Parque Almagro. Paulina apagaba su cigarro justo antes de que Raúl le anunciara que tenía que irse.

Solía decirle a sus amigas que el compromiso no era para ella, que una relación casual era de lo más cómodo pues con tanto trabajo no tenía tiempo para otra persona que no fuera ella misma, que el amor no tiene por qué ser posesivo y que la exclusividad no era más que una expresión de egoísmo, que en el amor cada quien pone sus propias reglas. Incluso cuando iba al karaoke se anotaba para cantar “Yo no te pido la luna” de Daniela Romo como para autoconvencerse de lo estupendo que lo pasaba con su Raúl sin necesidad de ser la oficial. Sin embargo, cuando las luces del karaoke se apagaban y lograba salir de la nostalgia ochentera Paulina se sentía tan tonta viviendo del autoengaño y la autocompasión como esos personajes librescos que mezclan su realidad con la ficción, igual de ridícula que Madame Bovary o el caballero Don Quijote víctimas de su profusa imaginación.

Raúl se sentó en la cama, acarició su rodilla, la miró tiernamente y se acercó para besarla. Paulina agachó la cabeza, quería llorar, quería decirle que se quedara, que no aguantaba más no poder pasar un fin de semana juntos yendo al cine o caminando por el Cerro San Cristóbal, pero se le atoraban las palabras en la garganta, le daba vergüenza parecer una mujer débil. —Te quiero— dijo él—, pero tengo que irme, me llamó la Caro, está preocupada porque la Lunita no para de llorar y está sola en la casa, quizá le pasó algo o está mañosita, entonces tengo que ir a verlas. Su tono de voz reflejaba verdadera preocupación y amor hacia su hija, cómo no creerle si Paulina había visto lo entusiasmado que estaba cuando supo que iba a ser papá. ¿Y la Caro? ¿Qué sentía él realmente por su esposa? ¿Era tan diferente a Paulina o simplemente era la excusa que ella se inventaba para justificar que él necesitara estar con las dos? Un matrimonio de a tres, a lo Vicky, Cristina, Barcelona, podía resultar en su mente, pero en su piel, en sus huesos y en su sangre, sentía una inmensa tristeza que la recorría a diario porque el amor hacia Raúl se había vuelto más grande que el amor hacia sí misma.

Todavía desnuda se levantó y dejó a Raúl en la puerta, lo abrazó largo rato para que el recuerdo de su olor se le quedara hasta la próxima vez que se encontraran. Mientras ordenaba su ropa y se recogía el pelo, se prometió a sí misma que este sí que había sido el último edificio que Raúl miraba construirse desde su ventana.

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