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Conocí a la Hoyuelo después de los estruendos,
cuando de amor aún tenía yo adeudos,
mientras el infarto por la otra era inminente,
la conocí risueña, bella, abundante y valiente.
Parecía benigna con charlas pernoctadas,
pecábamos de comuniones compartidas,
parecía ella horizonte en el que daban ganas de perderse,
era ella un fulgor en el cual querer fundirse.
Y luego la otra me mandó cartas,
cartas de perdón, de promesas bien juradas,
esas letras supieron a café y a humo,
mi respuesta le supo a mierda; eso asumo.
Después, la Hoyuelo y yo jugamos a besos en sala,
a explorarnos y descubrirnos sobre mi cama;
primero le enseñé mis libros en la estantería y mi colchón,
luego le mostré porque cuando nací el doctor gritó: varón.
Y, pues qué más da; con eso ya nos conocíamos,
y vaya forma de sabernos; lo hicimos bien… Conocernos,
pero la otra aún en espejos con vapor de ducha se me aparecía,
y no tenía idea de lo que a continuación seguía.
¡Cuánto tequila tomé yo! Solo me faltó comerme las botellas;
era sábado bien entrada la noche como el tequila en mis venas,
la Hoyuelito me regaló unos buenos besos,
se los devolví con extra de esperanzas y anhelos.
¡Ah, cómo las ambulancias sonaban!
¿Por qué estaría tan activa la madrugada?
Hubo acero que se torció en cuerpos,
hubo esquirlas bien clavadas en los huesos.
Un accidente en la carretera de madrugada,
un despertar de modorro terror,
tan solo un café y tres horas pensadas,
con la otra yo estaba. Con Hoyuelito ya no.
Una camioneta en mil pedazos,
tres almas mal perdidas, una funeraria
y diez meses de juegos de azar tardé yo
para que Hoyuelito de mí se volviera a enamorar.
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