Cuando la vio por primera vez en la cafetería donde habían dicho de verse y la encontró, sumido todo su cuerpo y atenta toda su atención en el universo del whatsapp y del móvil se dijo (él se dice dichos a si mismo, como los personajes ficticios) que no, que ella no podía ser lo que él anduvo y andaba buscando (él es de los que buscan y, claro, al tener esperanzas al final de su vida se podrán contar como años el tiempo que ha estado esperando que ocurra lo que busca).
Que no, se dijo. Que es mucho mejor esperar a otro tren porque, sólo porque no, a ese tren no se subía (sus caprichos y sus noes son rotundos en asuntos de doncellas y de señoritas, nadie supo explicar nunca en su barrio por qué).
A los quince años había perdido la fe en la realidad del mundo. Dejó de creer que el cosmos, la materia, las cosas tangibles o tocables, las personas, los animales, los objetos, los paisajes, los países, el pasado, los edificios, las galaxias, los microbios existiesen de verdad. Nada ni nadie, ni siquiera él mismo, existía. Todo lo que percibía era producto del sueño de alguna molécula o mínima partícula o minúsculo algo que era no él ni nada, sino sus percepciones su yo, su él mismo o su nada (siempre ha sido muy jodido explicar esto).
Que no, se dijo, que no.
Pero la amistad sí. Entre ellos la amistad iba a estar permitida. Y no sólo permitida, sino que mimada, cuidada en un mundo de pequeñas excursiones, de pequeños paseos, de pequeños cuidados porque ella, en ese momento, necesitaba cuidados por diversas lesiones que nunca vendrá al caso que sean ni comentadas ni expuestas, ni recordadas a partir de nunca.
Ella era, entonces, un agradable sueño de aquella partícula que era él, su percepción o sus sentidos, o el nombre que recibiese su esencia en ese otro Universo inexistente en que flotaba entre aguas también su inexistencia.
Aquella ficción, esa turbulencia de nadas y de nadies que le había sometido sus creencias desde los quince años, tuvo su primer y último momento de duda una noche de diciembre cuando ella, muertecita de frío en aquella calle posiblemente existente en ese momento (casi todo posiblemente existente ya esa noche de diciembre) heladita de frío, puso sus dos manos juntas. Él las vio tan frías desde cerca y creyó que era tan real el frío que ella sentía que le cogió las manitas con las suyas. Y entonces vio que ella sí, que ella existía real, toda constituida por moléculas y células y pelo, (mucho pelo rizado en las patillas). Y a partir del tacto de ese momento, allí en la calle cogiéndole sus manos para abrigarlas con las suyas, toda la realidad del mundo se comenzó a crear alrededor de ella como en una explosión silenciosa de círculos concéntricos.
Sólo el tacto, sólo el tacto de su cuerpo, desde entonces, le hace darse cuenta de que sí, de que era ella, y de que la realidad del mundo se la dibuja y se la demuestra el calor y la forma de su piel. Por eso la toca siempre que puede, muerto de curiosidad y de amor ya sí. Y no sólo las manos. También partes del cuerpo que pueden ser imaginadas cuáles, pero que al hombre que se las imagine él lo raja con una navaja.
Dejaron de ser amigos esa noche para seguir siendo amigos también pero dentro de un acuerdo de coexistencia que suele tener otro nombre y que interesaría mucho a las revistas del corazón.
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