Damián, sentado sobre su cama, con la piyama puesta y a pocos minutos de acostarse, escribió en su diario:
Existen aquellas personas que dicen enamorarse por última vez, pues desde el momento en que caen en ese maldito juego al que llamamos amor, se dan cuenta de que se han equivocado y su vida se vuelve un infierno lleno de sufrimiento, dolor, lágrimas y amargura. Puede ser que estén diciendo la verdad y cumplan esa promesa que ellos(as) se impusieron a sí mismos(as), o también puede ser que unos meses o años después vuelven a enamorarse, y ya sea que sufren de nuevo, o al fin funciona la situación y pueden vivir felices por un largo, largo tiempo. He dedicado varias horas de mi tiempo a pensar que por una vez que la relación se vuelve un auténtico fracaso, no significa que siempre va a ser así. No tiene mucho tiempo que he cumplido los veintiún años y nunca me he enamorado en mi vida; durante mi adolescencia he visto a mis amigos y amigas encontrar la pareja perfecta_ o lo que ellos creen que es la pareja perfecta_, y los he visto reír, divertirse, yendo al cine, yendo por unas chelas y disfrutar de la vida en compañía de su pareja. Sin embargo, yo no tengo ni puta idea de cómo se siente el enamorarse de alguien más… Lo único que sé, de acuerdo a lo que me han dicho, es que el enamoramiento se trata de una sensación similar a la droga de la que difícilmente sales una vez que has caído en sus redes. Me acuerdo que una vez, en la preparatoria, le pregunté a Carlos, un amigo mío:
— Oye, banda… ¿Tú cuantas veces te has enamorado?
— ¡Uy, carnal!—. Me respondió Carlos, risueño— Un chingo de veces we… No he llevado bien la cuenta. ¿Y tú?
La neta preferí no responder. Sabía perfectamente que se reirán de mí.
Mi mente pesimista ha llegado a preguntarse: ¿Estaré feo? Tengo el cabello negro, largo, desgreñado y sin cuidar. Mis ojos son grandes y color castaño, y tengo las cejas pobladas y labrios ligeramente gruesos. ¿Seré demasiado delgado y debilucho como para que alguna chica se interese en mí? Apenas alcanzo los cincuenta quilos, y en proporción con mi estatura debo estar bajo de peso, pues en realidad mido casi un metro noventa… Pero el problema tal vez decaiga en que no practico deportes, no sé nadar… Durante mi infancia, mis padres y amigos me dijeron muchas veces que debería jugar básquetbol, pues mi altura me ayudaría mucho. También me recomendaron que aprendiera futbol, pues tengo las piernas muy largas, con las cuales podría ganarle a la mayoría. Pero lo que no entienden es que a mí no me gusta ese tipo de juegos, pues opino que son demasiado rudos, y no me late eso. No me gusta la violencia, pero aun así considero que las guerras son necesarias para la evolución y la supervivencia del hombre. Y en cuanto a mí, prefiero mil veces permanecer todo el tiempo dibujando, leyendo, escribiendo mis pensamientos o componiendo poesía.
Quizás eso era lo que a las chicas no les atraía de mí, pues podrían estarme considerando demasiado aburrido, sentado en una banca, aislado, con mi cuaderno y un lápiz… Casi no hago ejercicio, por lo que tal vez podría ser que mi apariencia debilucha y enclenque seguramente les resulta muy poco interesante. Ya había visto en películas y series que los hombres atléticos consiguen pareja fácilmente, pues como mi padre me había dicho una vez, a las mujeres les gusta sentirse a salvo, saberse protegidas, y un hombre sin fuerza física, ¿Cómo puede cuidar de ellas?
¿O tal vez me considerarán un bicho raro y loco que no sabe controlar bien mi temperamento? Ya antes me había dado cuenta de que inconscientemente cambiaba muy fácilmente de humor, respondiendo una mañana de malos modos y al día siguiente riendo con cualquier tontería. Pudiera ser que mi bipolaridad les causara pánico a las chicas. Me cuesta mucho trabajo ocultar mis emociones, y si me siento triste, lo expreso sin demora, aislándome completamente y llorando si es necesario. Aunque tal vez no sea apropiado, realmente no me importa si es en público. Si estoy enojado, a todos les respondo de forma grosera, y en mi semblante se puede ver fácilmente mi mal genio, provocando que la gente prefiriera alejarse de mí y dejarme en paz.
Y sin embargo, algunas muchachas se interesaron en mi persona alguna vez, pero aunque no supiera cómo se siente el enamorase, también me da bastante miedo, por lo que prefiero retirarme. Un tiempo después, me daba cuenta del terrible error que había cometido, y me lamentaba:
— Dios, que tonto soy…— Me decía—. Tuve la oportunidad de enamorarme y echo a correr cuando una chica se fija en mí… ¡Que idiota, que idiota!
Pero ya era demasiado tarde.
Damián suspiró suavemente. Cerró su diario y lo guardó en el cajón de su buró, junto con el bolígrafo. Se acostó en su cama y se cubrió bien. Se encontraba ligeramente nervioso, ya que a la mañana siguiente seria su primer día en la universidad. Cerró los ojos, pero no se durmió aún.
La universidad. Ah, la universidad… No estaba muy seguro de que allí al fin pudiera enamorarse… En realidad, una parte de él no deseaba hacerlo. En parte tenía miedo de ello. Seguramente iba a equivocarse, pues no tenía experiencia. A veces también preferiría quedarse solo, pues de esa forma pensaba que podría ser más libre y sin duda alguna tendría mucho menos problemas. Por otro lado, no tenía dinero, no trabajaba, y no estaba seguro de que podría hacer feliz a una mujer. A las chicas podría gustarles un hombre que las invite al cine, a salir, a cenar… ¿Cómo podría hacer Damián eso sin dinero? Él siempre había pensado que nunca se casaría hasta que no fuera capaz de mantener a una familia. ¿Qué sentido tendría comprometerse si ni siquiera era capaz de comprar un anillo de bodas, o pagar una linda luna de miel en París?
— ¡Damián!— Le llamó su padre, desde el piso inferior— ¡Ya duérmete, hijo, o mañana no te vas a poder levantar!
— ¡Ya voy, padre!— Respondió el chico.
Miró el reloj: eran las nueve menos quince. Todavía era temprano, no había nada que temer. Se dio la vuelta en la cama, y antes de apagar la luz, dijo en voz baja:
— Buenas noches, Dianta.
Una voz dulce y femenina le respondió:
— Hasta mañana, Damián.
Ya era de día. Damián observó el plantel antes de entrar: Estaba conformado por varios edificios de aulas y oficinas. Se podía ver con claridad que algunas de las estructuras eran más antiguas que otras, y unas más se encontraban todavía en construcción. Tenía varios jardines y patios, y por supuesto muchas bancas en donde los estudiantes podían sentarse a platicar o a comer algo. La cafetería se encontraba cerca de las canchas de fútbol, pero eso no le importaba demasiado: nunca tenía suficiente dinero como para comprarse algo de comer. La explanada era amplia y la institución contaba con un gran estacionamiento abierto tanto para alumnos como para profesores.
El muchacho respiró hondo. Todavía se encontraba ligeramente nervioso, pero no demasiado. Una gran cola de estudiantes de nuevo ingreso esperaban a que les dijeran en qué salón debían estar, y Damián se formó con ellos a esperar su turno. Trató de no mirar a nadie en particular ni entablar conversación con ningún otro estudiante; se sumió completamente en sus pensamientos y aguardó con paciencia a que le dieran las instrucciones.
Unos minutos más tarde, al fin le indicaron que su aula se encontraba en el último piso del edificio principal, por lo que el muchacho se dirigió hacia allí a toda prisa. La mañana era fría, y no había llevado suficientes suéteres.
Entró a clases, y en el trascurso del día, por fin se animó a observar con atención a sus compañeros de grupo. Todos parecían muy simpáticos, y bastante educados, por lo que el día transcurrió sin demasiados problemas. Le gustaba su carrera, y se sentía a gusto estudiando las asignaturas que le habían tocado. Se sentía emocionado. Aprendería mucho acerca de lo que más le encantaba: la literatura. Se imaginaba que no todos los universitarios dentro de aquel mismo salón se sentían a gusto con la carrera que habían elegido, pues seguramente muchos la escogieron solamente porque les pareció la más sencilla, o sino porque realmente tenían que estudiar algo y no había otra alternativa. Quizá unos más, por cómico que pareciera, eligieron literatura porque sabían perfectamente que en esa carrera no tendrían que ver nada de matemáticas, por lo que podrían librarse de los dolores de cabeza que la aritmética o el álgebra suelen provocar en la mayoría de los jóvenes. A Damián le parecía horrible estudiar algo que no le gustara, por lo que él había escogido una carrera que le apasionaba desde un principio, y le agradecía a Dios que existiera una universidad cercana a su casa en donde pudiera aprender acerca del tema.
Ése día, a la hora de la salida, echó a andar hacia la parada de los autobuses que lo llevarían hasta su casa, y mientras andaba, escuchó una voz cálidamente familiar:
— Sobrevivimos al primer día, cielo— Era Dianta, su esposa imaginaria.
— Realmente no fue tan difícil, ¿sabes?— Comentó el muchacho, con una sonrisa— Mis compañeros de grupo son buenos chicos, y las materias no parecen estar demasiado complicadas. Creo que nos espera una gran aventura por delante.
— ¿Y…?— Dijo de pronto ella, con una sonrisa pícara— ¿Alguna te llamó la atención?
— ¿De qué hablas?— Inquirió él, mirándola con el ceño fruncido a causa del desconcierto.
— De tus compañeras— Repuso Dianta, riendo— ¿Alguna te gustó?
— Dianta…— Replicó el chico, negando la cabeza con desaprobación y lanzándole una seria mirada— Sabes que no estoy aquí para encontrar al fin una compañera, ¿está bien? Te tengo a ti, y soy inmensamente feliz a tu lado. No quiero enamorarme ahora mismo… ¿O acaso te gustaría que lo hiciera?
— No… Por supuesto que no. Me gusta estar contigo, y si te enamoraras, ya no podríamos estar juntos. Damián, tienes que prometerme que nunca nos vamos a separar… ¿Me lo prometes?
El muchacho se detuvo en medio de la acera, y contempló a su compañera: la imaginaba alta, de cabello castaño y ojos azules. Tez morena y esbelta…tan hermosa, tan dulce y cariñosa. No, nunca iba a abandonarla. Siempre iban a estar juntos.
— Te lo prometo…— Le dijo.
Se fueron charlando alegremente, bajo un fuerte sol de atardecer.
Los primeros días fueron muy tranquilos y sin incidentes. Solo por precaución, Damián estudió con calma a cada una de las chicas que conformaban al grupo en el que se encontraba, pero ninguna le llamaba realmente la atención. Algunas eran un poco inquietas, a pesar de que todas tenían alrededor de veinte años, y otras parecían más tranquilas, comprometidas más con el estudio que con otra cosa.
No faltaban aquellos alumnos(as) que habían entrado a la universidad sin estar completamente seguros de lo que estaban buscando, o también estaban otros que habían entrado más por obligación que por voluntad propia. Estaban igualmente aquellos que solo iban a clases para hacer amigos y no tanto para aprender, y podían verse otros a los que les venía valiendo un reverendo cacahuate si les caían bien o no a sus compañeros, ysolo iban para estudiar y adquirir nuevos conocimientos.
Damián no estaba seguro de si deseaba hacer nuevos amigos o no. A veces se sentía un poco solo, y otras veces se acordaba de Dianta, y de que ella era toda la compañía que necesitaba…o que creía necesitar. Cuando esto le ocurría, se aislaba del resto de sus compañeros, y en otras ocasiones echaba de menos la compañía y lamentaba no tener amigos con los cuales platicar.
Sin embargo, no le dio prioridad a entablar demasiada conversación con sus compañeros, y de inmediato empezó a preferir la soledad —como solía hacer siempre— para estar con su esposa imaginaria. La escasez de dinero le impedía a veces poder comer entre clase y clase, por lo que pasaba bastante hambre. Sin embargo, no le importaba mucho, y solo recordaba la promesa que le había hecho a su compañera: “Prométeme que nunca nos vamos a separar…”. Dianta lo acompañaba a todas partes, y a veces las demás personas lo escuchaban hablando con ella, pero como solo existía para él, lo consideraban un lunático; y sin embargo, por respeto seguramente, no le decían nada.
A Damián no le importaba demasiado lo que pensaran de él, y platicaba con ella siempre que podía, ya fuera bajando un poco la voz o apartándose del resto de la gente para que no lo escucharan hablando solo. Era como una adicción para él, un hábito que no podía ni quería quitarse. Estaba dispuesto a seguirlo haciendo hasta que falleciera.
Transcurrió el primer semestre, y comenzaba el segundo. Era normal que muchos estudiantes desistieran y decidieran abandonar la carrera apenas empezando, y tal como podía esperarse, casi la mitad del grupo abandonó, quedándose solamente alrededor de veintitrés alumnos en el grupo. Sin embargo, algo más inesperado ocurrió aquella vez: ingresó una nueva estudiante.
Damián la miró entrar en el salón, y de inmediato experimentó algo que hasta entonces pocas veces había sentido. Aquella niña le gustaba. Expresaba simpatía, y tenía unos hermosos ojos color café y un radiante cabello rizado color castaño. Era alta, como de un metro setenta, esbelta y de piel clara.
El muchacho sacudió la cabeza y se abofeteó varias veces para despertar: no, no… ¿En qué demonios estaba pensando? Le había hecho una promesa a Dianta, y no pensaba romperla. Le había prometido que nunca se enamoraría, y no pensaba romper esa promesa.
A partir de ese día, hacia lo posible por evitar a aquella nueva estudiante. Todos los días se esforzaba por no mirarla y por no entablar conversación con ella, ni siquiera por accidente. Para él, era como siY sin embargo, no podía evitar seguir sintiendo algo…
— Dios…— Se dijo una noche, desesperado— ¿Cómo le hago? ¿Cómo le hago para evitar fijarme en ella? Me gusta… ¿Cómo se le hace para detener éste sentimiento?
Evitó hablar de ella con Dianta, y fingió que todo seguía con normalidad, como si nada estuviera pasando. Afortunadamente, su esposa imaginaria no hizo preguntas, y pareció darse cuenta de que el muchacho estaba haciendo lo posible por no enamorarse, por lo que se lo agradeció sin decírselo.
Ya había pasado una semana desde que aquella chica había ingresado, y Damián sentía que estaba llevando la situación bajo control. Una mañana, sin embargo, el muchacho fue a sentarse en el patio de la escuela, y se acomodó en una banca a hablar con Dianta, como de costumbre. Acababa de terminar la primera clase, y como el chico no había llevado nada para comer, prefirió aislarse y disfrutar del aire fresco. Estaba soleado, pero como la región de por si era fría, el calor no golpeaba con demasiada fuerza.
— ¿Cómo te sientes, amor?— Le preguntó Dianta, con preocupación.
— Bien, cielo— Respondió el muchacho, no muy seguro de si estaba mintiendo o no. El estómago le rugía, pero ya había aprendido que no era correcto pedirles dinero a los demás, por lo que tenía que aguantarse. Recordaba que en la preparatoria sus maestros y compañeros muchas veces le habían disparado una torta, unos tacos, un coctel de frutas… Pero no quería que eso volviera a suceder. Se sentía como un vagabundo, pidiendo limosna en la calle.
— Tienes hambre, ¿verdad?— Quiso saber su compañera, haciendo una mueca de lástima.
— Bastante, sí— Repuso él, cerrando los ojos— Pero ya estoy acostumbrándome. Rara vez puedo disponer de algo para comer aquí en la escuela, y no me meto nada a la boca hasta que regresamos a la casa… Se está volviendo algo cotidiano…
— No debería ser así— Replicó ella, con aire tristón.
— Lo sé, cariño, pero… ¿Qué otra tenemos? Mamá dice que debería trabajar, pero a mi padre no le parece buena idea que lo haga, así que debo obedecerlo. Si por mí fuera, yo ya habría conseguido un empleo, de cualquier cosa, y de esa forma podríamos tener aunque sea unos cuantos pesos para comprar algo de comer, pero…
— ¡Hola! ¿Con quién hablas?
Damián pegó un sobresalto, abrió los ojos de golpe, y giró la cabeza hacia el lugar de donde había provenido esa voz. Era la chica nueva. Estaba tan hermosa como siempre, y le observaba con esos bellos ojos que tanto le gustaban a Damián. Aquel día llevaba una linda chamarra color fucsia y un pantalón de mezclilla azul marino. Seguramente le había visto sentado solo y se había acercado a conversar con él.
Al muchacho le invadió una oleada de nerviosismo, y se removió en su asiento, incómodo.
— ¡Ha, Hola!— Saludó con torpeza— Yo…no estaba hablando con nadie. A veces pienso en voz alta, es todo…
— ¿Quieres ?— Dijo la chica, sonriente, y le ofreció un pedazo de su torta.
— Ah…— Musitó Damián, tomando el bocado que le ofrecían y levantándose— Gracias…
Y se fue, dejando plantada a la chica en medio del patio, algo triste y desconcertada.
Unos minutos más tarde, Damián no se sentía culpable, no sabía bien por qué. Él le había hecho una promesa a Dianta, y no la rompería. No se iba a enamorar. No iba a abandonar a su compañera.
— Gracias, amorsito…— Le dijo Dianta, con cariño— Por no romper tu promesa.
Damián asintió, caminando a grandes zancadas hacia el salón y sin volver la vista atrás ni una sola vez.
Y así, a partir de ese momento decidió fingir que aquella chica le caía mal, cuando la verdad era todo lo contrario. Sin embargo, lo hacía para no enamorarse. Transcurrieron los días, y cuando ella intentaba acercase a hablar con él, Damián solo le respondía de forma grosera y se marchaba, diciendo que lo dejara en paz y que prefería estar solo.
Se llamaba Amanda. Eso era lo único que sabía de ella: que se llamaba Amanda.
Con el paso de las semanas, Amanda llegó a pensar que quizá le había hecho malo a Damián, y que por eso él se portaba así con ella. O por otro lado, posiblemente había algo en ella que quizá no le agradaba a Damián… Pero ¿Qué podía ser? Ella siempre se había esforzado en caerles bien a todos, pues era muy sociable… Quizá lo que Damián necesitaba era un amigo. Bueno, ella estaría dispuesta a ser su amiga, si tan solo lograra reconciliarse con él.
Sin embargo, la actitud del muchacho hizo que Amanda decidiera dejar de insistir y darle su espacio, esperando que en algún momento Damián se acercara a ella; pero ese momento no llegaba. Damián estaba decidido a no hablar con ella, pues no quería faltar a su promesa, y seguía portándose despectivo con ella, hasta llegar al punto de burlarse de ella cuando se equivocaba en las exposiciones a causa del nerviosismo, mofarse cuando participaba en clase y cometía un error o portarse antipático cuando ella estaba cerca.
— ¡Pero es que no entiendo que le pasa!— Se quejaba la pobre chica, para sus adentros— ¡Yo no le he hecho nada!
Llegó a la conclusión de que Damián tenía que ser un payaso. Consideró que lo mejor era ya no hablar con él. Se estaba portando de una manera muy grosera con ella cuando no le había hecho nada malo, y si realmente le caía mal a él, no había nada que pudiera hacer. ¿Acaso iba a cambiar su forma de ser solo para agradarle a todos? Siempre habrá alguien a quien no le gusta cómo eres, y no por eso vas a cambiar tu personalidad. Uno es como puede ser y punto. Así pasó el segundo semestre y el tercero, y afortunadamente Damián decidió disminuir un poco su fingido desprecio hacia ella, simplemente ignorarla y dejar de portarse tan horrible. O al menos así fue por un tiempo.
Una fría mañana de octubre Damián llegó un poco tarde a clase, pero el maestro todavía no había llegado. El chico tenía una banca preferida al fondo del salón, en la fila de en medio. Todos los días se sentaba en ese mismo sitio, ya que se sentía más seguro allí. Era como si de alguna forma pudiera observar y vigilar mejor a sus compañeros y asegurarse de que nadie le molestara— aunque realmente nadie le molestaba nunca—. A veces se preguntaba si en realidad no le gustaba controlar a los demás. Se dirigió hacia allí, y se detuvo en seco al darse cuenta de que Amanda había ocupado su lugar para hablar con otra chica que estaba sentada al lado.
Enfurruñado, Damián se sentó en otra banca cercana, esperando a que su sitio favorito se desocupara, lo cual sucedió unos minutos más tarde cuando Amanda se levantó y fue hasta su mochila para tomar unas copias. Damián aprovechó la oportunidad y fue rápidamente a sentarse en su pupitre preferido, con una expresión bastante hosca en el rostro.
Amanda, sin embargo, regresó unos momentos más tarde, pues todavía no había terminado de hablar con la otra compañera, y al ver a Damián y su expresión, le dijo con una voz que le derritió el corazón al joven:
— Damián, perdón por haberme sentado en tu lugar, de verdad…es que tenía que hablar con ella por lo de un trabajo en equipo y…perdona.
Damián solo pudo esbozar una mueca y desvío la vista. Por primera vez desde que se habían conocido, estaba profundamente avergonzado de su propia actitud.
Permaneció pensativo toda la mañana en lo que había hecho la muchacha: se había disculpado solo porque se había sentado unos minutos en su lugar cuando él todavía no había llegado. ¿Por qué habría hecho eso? ¿Realmente ella pensaba que le caía mal a él? ¿Acaso Amanda creía que le había hecho algo malo y por eso hacia lo posible por reconciliarse con él? Eso no era verdad… Se estaba portando como un patán, y sólo por la promesa que le había hecho a Dianta… Pero es que ella había estado con él desde los seis años…no podía abandonarla… ¿Y si trataba de portarse bien con Amanda, pero al mismo tiempo evitar enamorarse de ella? ¿Podría hacerlo? Hablaría con su esposa aquella misma tarde y trataría de convencerla de su nueva propuesta.
Aquella tarde, una vez que regresó a casa, Damián se encerró en su cuarto y cerró la puerta dando un portazo. Se echó a la cama y empezó a llorar.
— Damián…— Le habló Dianta, dentro de su cabeza— ¿Qué tienes…? ¿Por qué lloras?
— Dianta, escucha…— Empezó el muchacho, sin parar de llorar— Estoy haciendo mi mejor esfuerzo por cumplir nuestra promesa, pero estoy actuando de una forma injusta con Amanda… Me he portado muy grosero con ella, y la he tratado tan mal… Me he burlado de ella cuando expone, hablo mal de ella con otros compañeros, le respondo de una forma tan grosera, tan despectiva… ¡Todo lo hago solo para que convencerme a mí mismo de que no me gusta, pero ella no tiene la culpa! Déjame ser amable a partir de mañana, ¿sí? Amanda no tiene por qué pagar por nuestra promesa… Te prometo que no voy a enamorarme de ella ni nada de eso, ¿vale? Sólo déjame portarme bien con ella, dejar de ser tan grosero… Ella no me ha hecho nada malo, y lo sabes. Se ha intentado portar amable conmigo desde que entró a la universidad en segundo semestre, y yo solo se lo he agradecido despreciándola y odiándola…Le debo una disculpa. ¿Sabes por qué estoy llorando? Es culpa, es remordimiento, es vergüenza… Sé que me he portado injustamente con esa pobre chica, y no voy a soportarlo mucho tiempo más… Yo siempre he pensado que cuando perdemos a un ser querido, los que más lamentan su muerte son aquellos que no supieron apreciar bien a la persona en vida… Con los padres ocurre algo similar: si no supieron querer a sus hijos mientras los tuvieron en sus brazos, cuando éstos ya se van a empezar una vida propia, es cuando los padres se la pasan llamándolos por teléfono y visitándolos, preguntándoles cómo están, qué tal su vida… Están arrepentidos de no haber sabido apreciar a sus chamacos, y por eso ahora desean sentirse bien consigo mismos preocupándose cuando ya es demasiado tarde… Ahora tengo la oportunidad de tener a una amiga al fin… No quiero lamentarme después de no haberla sabido apreciar cuando ya la haya perdido.
— Sí, te entiendo, cariño— Corroboró Dianta, preocupada— Puede que tengas razón, pero… ¿Qué piensas hacer para explicarle todo?
— Voy a tener que pedirle que me deje platicar con ella después de clases, mañana— Respondió el chico, hipando—Sólo espero que me dé esa oportunidad.
— ¿Y…me prometes que no vas a abandonarme?— Quiso saber su esposa.
— Tienes mi palabra…
Damián pasó el resto de la tarde pensando en lo que le iba a decir a Amanda al día siguiente. Se sentía muy nervioso y tenso, pero no tenía otra opción. Tenía que enmendar su error, y no estaba dispuesto a seguir soportando esa culpa sin intentar algo a cambio.
Damián miró su reloj de pulsera: eran la una de la tarde menos cinco minutos. El profesor anunció el final de la clase, y los estudiantes comenzaron a tomar sus cosas y a levantarse de sus asientos. El muchacho, con un nudo en el estómago, tomó su mochila, se levantó y se dirigió hacia el lugar de Amanda. Se agachó y le dijo en voz baja:
— Oye, Amanda… ¿Puedo hablar contigo, por favor?
La chica le miró con una mezcla de desconcierto y recelo, y asintió con la cabeza.
Damián salió primero del aula, y la esperó en el pasillo. Se sentía terriblemente nervioso, y los brazos le pesaban como el plomo. Se retorció las manos sin cesar. Sudaba. Una parte de él deseaba salir corriendo, pues realmente, aunque había pasado toda la tarde del día anterior pensando en lo que le iba a decir, no se le había ocurrido nada. Tenía que improvisar, pero… ¿Cómo? ¿Le decía la verdad, que había estado intentado evitar enamorarse? No, no podía decírselo… ¿Le hablaba de Dianta? No, era muy personal…
Temblaba. Temblaba descontroladamente bajo el sol del atardecer que entraba por las ventanas. ¿Le mentiría? Sí, tendría que hacerlo, sin lugar a dudas… ¿Y entonces qué le diría? ¿Qué estaba loco, por eso? ¿Qué era bipolar…? ¿Qué pensaría ella de él…?
— ¿Qué sucede, Damián?— Amanda había salido también del salón, y se había acercado a él para hablar.
— Eh…— Balbuceó el chico, sobresaltado—. Yo… Necesito explicarte algo…— No podía mirarla a los ojos, no podía…era como ver una luz muy brillante, y la culpa y la vergüenza le impedían concentrarse bien en lo que iba a decir a continuación. Sólo quería hincarse de rodillas e implorarle perdón, pero nunca en su vida se había tenido que disculpar de verdad con alguien…y menos con una chica.
La muchacha lo miraba fijamente, tensa, esperando tal vez alguna grosería, una broma pesada. Pero no… Damián parecía realmente afectado en ese momento. ¿Qué podría estarle pasando? No tenía el mismo semblante de siempre cuando ella estaba cerca de él… ¿Seria acaso que por fin le pediría disculpas por la manera en como se había portado con ella desde que se conocieron?
— Tal vez te has preguntado por qué me porte tan mal contigo desde que te conocí, ¿o no?—Dijo al fin el chico, con voz débil.
Unos momentos de silencio, que se tornaron eternos.
— Mira, Damián— Repuso ella, nerviosa a su vez— Yo soy como soy, y si te caigo mal, no puedo cambiar mi personalidad solo para que tú estés a gusto. Somos como podemos ser, y yo tampoco te pediría nunca que cambiaras algo de ti solo para complacerme… Si no te agrado, yo…
— Me agradas— Replicó Damián, sintiéndose cada vez peor— Me caes bien, en verdad…me caes muy bien. Lo que pasa es que…es difícil de explicar, la verdad… Me cuesta mucho trabajo tener nuevos amigos, ¿sabes? Soy bastante antisocial, como quizá ya te habrás dado cuenta, y nunca antes había tenido una amiga mujer… Una parte de mí tenía miedo…tenía miedo de regarla, de equivocarme…de que me hagan daño. No lo tomes a mal, por favor… En verdad me caes muy bien, y por supuesto que nunca me has hecho nada malo. Te quería pedir una disculpa por mi actitud… Sé que me he portado muy grosero e injusto contigo, y quiero arreglarlo… Si me das la oportunidad, ¿te gustaría que fuéramos amigos?
Otros instantes de silencio. Luego:
— Creo que me equivoqué sobre ti, Damián— Dijo Amanda, entornando los ojos— Me habían dicho que eres un bicho raro, que tu comportamiento puede tornarse a veces un poco loco, pero…creo que están todos en un gran error. Yo también llegué a pensar eso de ti, y ahora me doy cuenta de que estaba equivocada. Pareces ser una buena persona.
— Oh, aguarda un momento— Replicó él, y esbozó una sonrisa— Estoy loco, es verdad. No me ofende que me digan que estoy loco, porque la verdad me considero a mí mismo como alguien loco. Sin embargo, déjame decirte que no soy una mala persona. Me he equivocado, lo admito y lo reconozco…te he tratado muy mal todo este tiempo y estoy muy arrepentido por ello… Pero sí, es verdad…estoy un poco loco… Por eso mismo toco piano, toco guitarra, dibujo, escribo poemas… Un loco no haría esas cosas, ¿no crees? Y la verdad es que todos estamos locos… ¡Toda la humanidad está loca, es la pura neta!
Amanda rio, y dijo:
— Vale, vale… Seamos amigos, pues.
— Oye, por cierto…— Agregó Damián, sintiéndose realmente feliz por primera vez en su vida— Yo que tú tendría cuidado con Héctor… Me he dado cuenta de que a veces se te queda viendo desde su lugar y no te quita los ojos de encima. En mi humilde opinión, creo que no deberías hacerle mucho caso, pues es un infeliz de primera… La otra vez lo vi golpeando a un niño más pequeño que él, solo porque no le quiso entregar su torta.
— ¿Héctor, dices?— Se extrañó la chica, frunciendo el ceño— Ah, no te preocupes… La verdad es que a mí tampoco me cae muy bien. Me pidió prestada una goma de borrar hace unos días, y cuando se la pedí, me dijo que ya la había perdido.
— ¿De verdad?— Exclamó él, estupefacto— No, pues si quieres ahorita mismo voy a hablar con él y…
Se calló a mitad de la frase. ¿En qué demonios estaba pensando? Héctor era más bajo que él, sí, pero era el doble de grueso. Sin duda saldría del conflicto con media dentadura rota y quizá partida la nariz. Estaba actuando como un estúpido.
Amanda debió adivinar sus pensamientos, porque le dijo:
— Descuida, no te molestes. Está bien así, ya me he comprado otra goma. Bueno, ¿nos vamos?
— Tengo que ir a la biblioteca— Replicó Damián, con pesar— Mejor te veo mañana.
— Hasta mañana, entonces— Sonrió ella, y se fue.
El chico se quedó mirándola mientras se alejaba. Había hecho una promesa. No podía romperla.
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