Aprender a volar

A mi primo Jorge, cuando era niño, le encantaba trepar a los árboles. Salíamos la familia a comer al campo y, antes de que nos repartieran los bocadillos, ya estaba él encaramado a la copa de algún trasmocho. La destreza que fue adquiriendo, llegó a ser sorprendente. Incluso desarrolló técnicas de trepado distintas según la forma del árbol y como habían quedado dispuestas sus ramas tras la escamonda.

El día que cayó al vacío nos temimos lo peor. Por suerte, la viga contra la que golpeó amortiguó la caída; aterrizó con suavidad en el nido de una pareja de calzadas. Cuando despertó, los dos pájaros trataban de alimentarle con la carne fresca de un conejo. Amnésico, aceptó hambriento la comida con naturalidad, con la boca bien abierta, como cualquier otro pollo.

Los esforzados adoptivos le mantuvieron el peso, eso sí, a costa de la población local de liebres y conejos y, un poco, de su salud. Aun con todo, se les notaba orgullosos del porte de su retoño. ¿Mis tíos? Le visitaban una vez por semana, comprobaban que estaba bien, teniendo en cuenta las circunstancias, y regresaban a casa con preocupación.

El día que tocaba abandonar el nido él lo intento, lo intentó de veras, saltó y extendió sus extremidades anteriores majestuoso para moverlas, acto seguido y sin dilación, de arriba abajo con toda la rapidez y la energía de la que fue capaz. Coincidió que mis tíos pasaban por ahí, a interesarse por su bienestar y le vieron venirse sobre ellos como un saco de patatas y hacerse pedazos contra el piso. La memoria, al menos, la recuperó de inmediato.

Aún hoy, desde su silla de ruedas, se sonríe para sí, pudoroso, cuando uno de nosotros saca a colación el suceso.

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