Sueños de sal

Cap. 1

¡Qué raro es vivir! Eso decía mi madre. Las cosas siempre ocurren en el momento equivocado, o demasiado pronto o demasiado tarde. No le faltaba razón. La muerte le sobrevino anticipadamente y yo me he quedado huérfana en plena adolescencia. Mamá no tenía ninguna enfermedad grave, pero sí una tristeza crónica que se le enquistó en el centro del alma cuando papá se fue. De papá solo tengo un recuerdo muy vago, pero es normal, yo era muy pequeña cuando lo vi por última vez. De todas formas, sigo con la costumbre de mirar su retrato cada día. Algo me dice, al menos esa es la impresión que tengo; que va a reaparecer de un momento a otro. Claro que pensándolo bien, podría haberlo hecho antes de que mamá se fuera… Dos cosas habrían sido diferentes, la primera, no me habría sentido tan sola en los momentos dolorosos, y la otra, el tío Carlos no me habría llevado a vivir con él y su familia. Soy una persona valiente, pero al cerrar y dar la última vuelta a la llave de casa he sentido miedo por primera vez en mi vida.

El desasosiego me ha invadido nada más llegar a mi nuevo hogar. Bueno, al hogar, si se puede llamar así, de mi tío Carlos (hermano de mi madre) , su mujer Consuelo y mis primas Marcela y Marina, gemelas, cuatro años mayores que yo. El recibimiento ha sido más bien frío por su parte. Pero no me toma por sorpresa pues, a decir verdad, hemos tenido poca relación familiar, y luego está lo de la diferencia de edad, que eso también marca bastante. De mi “tía”, —de ahora en adelante la llamaré así—, puedo decir que el nombre no le pega en absoluto. Consuelo es lo que ella necesita. Su cara es un poema que habla de renuncias y temores. Sobre todo en las cenas. Mira insistentemente a mi tío de reojo, como esperando su aprobación por algo, mientras él come sumido en un mutismo aterrador noche tras noche. Cuando todos nos hemos levantado de la mesa, él se queda sentado mientras toma la última taza de su café preferido antes de irse a dormir.

Mamá sospechó siempre que el misterio envolvía al tío Carlos. Decía que guardaba un secreto y que ese secreto le había cambiado el carácter. Y una tarde que el tío vino a merendar con nosotras se lo preguntó abiertamente. Por toda respuesta él soltó una carcajada, como para quitarle hierro al asunto, pero la verdad es que no lo consiguió y eso hizo que mamá siguiera con la mosca detrás de la oreja.


¡Uf, cómo pasa el tiempo! Hace ya seis meses que vivo aquí. Las cosas en el nuevo colegio no van mejor que en casa. Los estudios bien, pero cada día soporto menos a las monjas. No me quitan el ojo de encima, y me observan a todas horas. Luego, la profesora de religión me llama aparte y me aconseja que rece mucho, que la oración es milagrosa y hará que la tristeza desaparezca. Yo, obediente, rezo, pero la plegaria quitapesares no surte efecto, y decido no ir más a clase de religión. Lo único que me consuela de verdad es salir a la hora del patio por la puerta de atrás, sin que nadie me vea, y dirigirme al acantilado. Sentada allí en lo alto, me dejo embriagar por el paisaje marino. Nunca un paisaje, unos olores me han atraído tanto. Es mi rincón de pensar, y aunque al principio me daba un poco de vértigo, ahora cierro los ojos y me imagino allí abajo saltando de roca en roca, buscando tesoros escondidos y lugares recónditos donde enterrar mis sueños de sal.

Debido a mis ausencias de clase, la directora del colegio llama a mi tío y le dice que me he vuelto una joven rebelde, contestataria y poco religiosa. Por suerte, el tío Carlos no hace mucho caso de las quejas de la monja, ya que él tampoco comulga mucho con los dogmas. De camino a casa me dice en secreto que si por él fuera iría a un instituto público, pero la tía insiste en que una buena educación solo es posible en un colegio privado y regido por religiosas. Esa confidencia nos acerca mucho, y durante la cena cruzamos miradas cómplices que no pasan desapercibidas para la tía. Él me guiña un ojo, baja la cabeza y seguimos comiendo en silencio como es la costumbre.

Desde ese día, me gusta observar al tío mientras cena. Si que parece que tuviera un secreto, un secreto que no ha compartido con nadie. Tal vez mamá tenía razón.

Es como si viviera una segunda vida, sobre todo, cuando regresa de sus viajes. Cada final de mes se va de viaje. Él dice que es por negocios, pero sospecho que no es así. No siempre va al mismo país o ciudad. Unas veces viaja a Francia, otras a Alemania, a Inglaterra o a Suiza. A su regreso, viene con otra cara y cargado de regalos para todas. Durante unos días su semblante tiene una expresión dulcificada, y sonríe misteriosamente cuando cree que nadie le ve.

Lo que si está claro es que los tíos están cada vez más distanciados. Por regla general, los viajes del tío siempre han sido cortos, de apenas cuatro o cinco días, pero esta vez estará fuera unos diez o doce. Eso es al menos lo que nos ha dicho.


Han pasado tres días desde que el tío se fue. Tía Consuelo está nerviosa. Mira continuamente por la ventana y cada vez que suena el timbre pega un respingo, lo que hace que mis primas y yo nos interroguemos con la mirada. No tardan en llamar a la puerta. Julia avisa a la tía de que un señor la espera en el recibidor. Atisbo por la puerta entreabierta y veo a un hombre un tanto bohemio, con ese aspecto descuidado y coqueto que tienen las personas que viven solas. Y aunque la curiosidad es mucha por parte de las tres primas, la tía cierra la puerta al salir. No le hace falta decir nada, por su mirada intuimos que no debemos abrir aquella puerta bajo ningún concepto.

La visita ha durado escasos minutos y por lo que hemos podido observar por la cara de la tía, lo que le haya dicho el extraño personaje la ha trastocado notablemente. Casi al anochecer, la tía baja con un maletín de viaje, nos llama a las tres y nos comunica:

—Niñas, me tengo que ausentar unos días. Me han avisado de que una amiga está muy enferma y tengo que ir en su ayuda.

—¿Una amiga? —pregunto inocentemente—. ¡Pero si tú no tienes amigas, tía!

La tía Consuelo se da la vuelta con brusquedad y se enfrenta conmigo con la cara destemplada de rabia. Me mira fijamente, con tanta dureza, que siento que mis piernas flaquean; dice:

—¿Y tú qué sabes lo que yo tengo o dejo de tener, Irene? ¡No te metas en mis asuntos, te lo advierto!

Dicho esto y dirigiéndose a sus hijas, abre los brazos de par en par y se despide de ellas

—No tardaré mucho en volver. Dos o tres días como máximo. Le he pedido a Julia que esté pendiente de vosotras hasta que yo vuelva, así que espero que os hagáis cargo y no le deis mucha guerra, que la pobre ya es mayor y no puede con todo. Dadme un beso y prometedme que os portaréis bien, ¡vamos, aprisa, que se me hace tarde y tengo que coger el tren!

Marcela y Marina obedecen sin rechistar y salen a despedir a su madre. Yo me quedo allí quieta, de pie, rígida como una estaca, recordando las palabras de la tía. Siento miedo, y lo peor de todo es que no acierto a saber qué le he podido decir que la haya ofendido tanto. Al fin y al cabo, es cierto que la tía no tiene amigas… Yo al menos, en todo este tiempo que llevo viviendo aquí no le he conocido ni una.

Durante la ausencia de los tíos no tengo ninguna relación con mis primas. Desayuno sola, como en el colegio, y para cenar me preparo un sándwich y me lo como en mi cuarto tan tranquila.


Los días han pasado rápidamente. La tía acaba de llegar. Se la ve nerviosa y un tanto desorientada. Marina se preocupa por ella y le pregunta

—Mamá, ¿te sientes bien? Tienes mala cara.

La tía Consuelo le responde que solo es un dolor de cabeza, que se tomará un analgésico y se le pasará en cuanto se acueste para descansar un poco. Pero por la noche ni mi tía ni mis primas bajan a cenar. ¡Bien! Tengo todo el comedor para mi sola. Ocupo la silla de mi tío y me siento a la cabecera de la mesa. Nunca había visto el comedor desde este ángulo. Me gusta y me siento cómoda. Creo que es la primera vez que me encuentro en mi sitio desde que salí de mi casa.

La cocinera entra en el comedor y pone cara de sorpresa al verme a mí sola. Me sirve la cena con una sonrisa y me dice:

—Y te lo comes todo, que ya está bien de alimentarse a base de sándwiches.

El tío Carlos ha llegado hoy de su viaje más feliz que nunca. Está totalmente transformado. Con ropa nueva, de corte más moderno y colores veraniegos. Ha ganado en elegancia y eso le favorece mucho. Él lo sabe, pues se mira disimuladamente en el espejo de la sala y esboza una sonrisa de satisfacción.

Como siempre, ha venido cargado de regalos para todos, hasta le ha traído un recuerdo a Julia. Mis primas miran embelesadas sus pulseras de oro, las dos iguales para no fomentar discusiones tontas. A mí me ha traído lo más bonito que nunca nadie me ha regalado: una caja de música que toca la melodía de “Las hojas muertas”, la canción preferida de mamá. Me siento tan conmovida que le doy las gracias con dos besos sonoros. Marcela me echa una mirada asesina y, sólo con afán de imitarme y para no ser menos, da las gracias a su padre con falsa alegría y le besa en la mejilla. El tío está feliz, radiante, y tiene un extraño brillo en su mirada. Coge el último paquete, lo abre y saca un precioso fular de seda natural en tonos azules.

—Mira lo que te he traído, Consuelo. En cuanto lo vi pensé en ti, este color le sienta muy bien a tu tono de piel. ¿Te gusta?

La tía se levanta como un resorte de su asiento, le arrebata el foulard de la mano groseramente, lo tira al suelo y sale corriendo hacia su cuarto envuelta en un mar de llanto.

Mis primas y yo nos quedamos estupefactas. La tía Consuelo no es precisamente una mujer cariñosa, pero no acostumbra a demostrar sus sentimientos en público y, mucho menos, comportarse de manera tan descontrolada.


Desde aquel día las cosas han cambiado y de qué manera. Si antes de aquel misterioso viaje a Italia la relación entre mis tíos era casi inexistente, ahora prácticamente no se dirigen la palabra.

Se han acabado las cenas familiares. La tía y mis primas cenan las tres solas antes de que llegue el tío de la fábrica, y yo paso de unirme a ellas. Tampoco es que hayan insistido mucho.

Luego, cuando el tío regresa de la fábrica, Julia nos sirve la cena a nosotros dos. Y lo que antes era un tormento se ha convertido en uno de los mejores momentos del día. El tío Carlos ya no guarda silencio ni está triste; todo lo contrario, se le nota aliviado, como si se hubiera quitado un peso de encima. Hablamos de todo un poco: del colegio, de las vacaciones, y hasta se interesa por saber cómo me siento, detalle que me sorprende mucho, la verdad.

—¿Qué te gustaría hacer en vacaciones?—me pregunta mientras pone cariñosamente su mano sobre la mía

—Ir de viaje a algún sitio que no conozca. Siempre sueño con ir a China o a Japón. Pero sé que eso es imposible porque no tengo con quién ir.

El tío piensa antes de responder. Se lo noto porque siempre se muerde el extremo izquierdo del labio inferior, como si quisiera masticar las palabras antes de lanzarlas.

—Efectivamente—dice ajustando su espalda al respaldo de la silla—. Si acaso, ese tipo de viajes los podrás hacer cuando tengas la mayoría de edad, pero por ahora….

—¿Tío, la mayoría de edad es a los dieciocho o a los veintiuno?

—A los dieciocho, Irene. O sea… dentro de cuatro años

—¡La cantidad de cosas que pueden pasar en cuatro años!

—¿A qué te refieres exactamente?

—¡Oh, a nada en especial tío!. Mamá me contaba que cuando ella tenía mi edad, soñaba con viajar a esos países. Pero el tiempo pasó y nunca pudo hacer realidad su deseo. Yo quiero ir a esos países en parte por mamá. Sería como cumplir su sueño

—Y claro que irás, pero a su debido tiempo. Las cosas, como los sueños, se cumplen cuando han madurado, como el viaje tan deseado de tus primas a Inglaterra. Están a tan solo quince días de irse. ¿Lo sabías, verdad?

—No, tío, no lo sabía… no me han dicho nada. Ya sabes que no soy santo de su devoción. Y…¿cuánto tiempo estarán en Inglaterra?

—Un año, quizá dos. Y es probable que la tía Consuelo se quede con ellas al menos los primeros meses.

La noticia me coge por sorpresa. La idea de estar sola en casa me gusta. Dentro de un mes terminará el curso y tendré todo el verano para andar a mis anchas.

Parece que el tío me ha leído el pensamiento y dice:

—Cuando termines el colegio te llevaré un día a la fábrica para que la conozcas, ¿te parece bien?

—Ya la conozco. Papá me llevó un día cuando era pequeña. Bueno, lo único que recuerdo es que me sujetaba muy fuerte de la mano y me decía ¡no te vayas a soltar de mi mano, Irene, es peligroso!

—¡Pero criatura — dice el tío emocionado—, si eras muy pequeña¡ ¿Cómo te puedes acordar de eso?

—Me acuerdo de tantas cosas… A decir verdad, más de las que me gustaría recordar.

Al oír mis palabras el tío se mueve nervioso en su silla y su cara se contrae un poco. Me parece que no le ha gustado el tono que le he dado a la frase…“más de las que me gustaría recordar”. Inquieto, se levanta. Suspira profundamente como queriendo deshacerse del desasosiego que siente. Me da un beso en la frente y añade:

—Bueno, vamos a dejarlo por hoy. Mañana tengo que levantarme muy temprano. Hay mucho que hacer en la fábrica.

Me quedo aferrada a la silla y me invade una sensación extraña. Tengo que reconocer que me ha sorprendido. No estoy acostumbrada a estas muestras de cariño. Me levanto y me voy a dormir.

Cap. 2

En el colegio estamos todas muy alborotadas. El calor empieza a apretar y cada día es más difícil concentrarse en el estudio. Suena el timbre de entrada y mientras hacemos fila nos enteramos que se ha suspendido la clase de ciencias, la última del día. Al parecer, la profesora ha tenido que ausentarse debido a una urgencia familiar. Se me escapa un “¡De maravilla!”. Las chicas me miran raro. Me apresuro a aclarar que lo que me alegra es poder irme más temprano.

Mientras bajo las escaleras del cole se me ocurre que puedo ir directamente a la fábrica.

A mitad de camino me da alcance una de las camionetas de reparto de la fábrica. Se detiene. Es Efraín, el asistente del tío Carlos.

—¡Buenas tardes, Irene! ¿Vas a la fábrica?

—Hola, sí, se ha suspendido una de las clases y me ha parecido una buena idea venir a la fábrica y darle una sorpresa al tío.

—¡Pues claro que se llevará una sorpresa! — dice, y me abre la puerta de la camioneta para que suba.

—¡Qué suerte que pasara usted por aquí! Hace tanto calor que ya se me estaba haciendo largo el paseo. —Me quedo un momento callada, hasta que ya no aguanto más y le digo —: Efraín, ¿le puedo hacer una pregunta?

—¡Claro que sí, Irene!

—¿Conoció usted a mi padre?

—Sí, aunque no tuve la oportunidad de tratarle mucho ya que él se fue al poco de llegar yo a la fábrica. ¿Por qué me lo preguntas?

—Oh, por nada en especial. Solo que desde que murió mamá, nadie me habla nunca de él. Es como si nunca hubiera existido.

—Bueno, yo solo puedo decirte que tu padre, además de un buen patrón, era una excelente persona

Me llena de orgullo oír palabras tan cariñosas acerca de mi padre. Sin embargo, también me asalta una inesperada tristeza que no logro comprender.

Cuando llegamos, un chico joven y muy guapo le dice a Efraín que mi tío está reunido en su despacho con unos clientes. Ambos se parecen mucho. Tal vez la pista me la da la manera cercana y casi familiar con la que el joven habla con él. Efectivamente, Efraín me presenta con orgullo a su hijo Óscar. El joven me da la mano y mirándome fijamente a los ojos, suelta: “hola, encantado de conocerte”. Me gusta su voz. Retiro la mano y con cierto nerviosismo le pregunto a Efraín

—¿Y cree usted que tardarán mucho en salir?

—No, no lo creo Irene. ¡Mira!, ya salen, y por sus caras veo que el contrato se ha firmado. ¡Ya era hora!

El tío me ve enseguida. Mientras espero a que termine de despedirse de los clientes, me entretengo mirando la fábrica. La recordaba diferente; claro que han pasado muchos años. Recuerdo que antes las máquinas hacían mucho ruido. Ahora son más modernas. Cierro los ojos y me llega el olor a hierro y, casi inmediatamente, un recuerdo: me veo de niña, corriendo a recibir a papá cuando llega del trabajo; me abrazo a él. Su ropa tiene una ligera capa de color rojizo. Mamá corre a separarme y dice: ¡Irene, por Dios, que te vas a manchar con la herrumbre.

—¿Y cómo tú por aquí, Irene?— pregunta el tío a mi espalda

Me doy la vuelta, y haciéndome la sorprendida digo:

—¡Ah! Hola. Me has asustado

—¿Quién, yo? — pregunta, divertido

—Si, tú. Además, has interrumpido un recuerdo de esos que tengo de vez en cuando y que creía haber olvidado.

—¿Y qué recuerdo es ese, si puede saberse?

—No, nada, no tiene importancia. Bueno, ¿vas a cumplir tu promesa de enseñarme la fábrica?

—Si, claro que sí, Irene, ¡vamos!


¡Por fin ha llegado el día! Marcela y Marina se van a Londres, la casa está revuelta y hay un trasiego de maletas y bolsos de mano. Ha venido Óscar, el chico guapo de la fábrica. Nos cruzamos en la escalera. Me saluda con un ¿qué tal Irene? No me da tiempo de contestar a su saludo. La tía Consuelo le llama desde el rellano para que recoja las maletas y las lleve al coche.

Mis primas, contentas con el viaje, se acercan y tienen la delicadeza de despedirse.

Ya se han ido todos al aeropuerto, yo me he quedado sola en casa. ¡Uf! Por fin, ¡cuánta tranquilidad!

Anochece y aún no han regresado. Abro la puerta del despacho del tío y me siento en su mullido sillón. Encima del escritorio hay una foto de mi madre. Con mis dedos perfilo su imagen. En ese momento, recuerdo unos versos de uno de sus poemas preferidos que habla de la terrible tiniebla del olvido.

Me atrevo a abrir el cajón central del escritorio. Siempre he sentido mucha curiosidad por ver qué guarda ahí el tío. ¡Nada! Lo mismo que debe haber en todos los escritorios. Sigo con las demás gavetas, ¡igual! Pero al tratar de abrir el último cajón, ¡oh sorpresa! me doy cuenta que está cerrado con llave. Vuelvo a abrir el cajón del centro y busco una llave pequeña, pero no encuentro ninguna. Oigo la puerta de entrada. El tío entra en el despacho y se sorprende al verme allí sentada con un libro en las manos.

—¿Qué haces aquí casi a oscuras Irene?

—¡Oh!, ni cuenta me he dado. ¿Ya has cenado, tío?

—No, ahora iba al comedor. ¿me acompañas?

Nos dirigimos al comedor. Le miro de reojo. Tiene la cara seria.

Mi intuición me dice que no hable ni haga preguntas. Que, como acostumbran a decir las monjas…no está la Magdalena para tafetanes.


Decir que el tiempo vuela es como no decir nada, porque se ha usado tanto esa expresión que ha acabado por perder su sentido, si es que alguna vez lo ha tenido; yo no sé si el tiempo existe de verdad. Pero exista o no, tengo que reconocer que el verano ha durado lo que casi un suspiro. Siempre había pensado que el tiempo pasa apresuradamente para la gente mayor, pero…estaba equivocada, he podido comprobar que también para los jóvenes pasa igual de rápido.

Y la vida sigue y sigue siendo igual de raro vivir. De mis primas apenas he tenido noticias. Vamos, sé que están bien porque el tío habla con ellas casi todas las semanas y me cuenta como están, pero no sé nada más. Tampoco es que me importe mucho, la verdad.

Pronto empezarán las clases de nuevo. Estoy ilusionada pues este año voy a ir al instituto. El colegio ya es historia. La verdad sea dicha, convencer al tío me ha costado lo mío, pero, también es cierto que desde que la tía y mis primas viven en Londres, él satisface mis caprichos y no me pide cuentas de nada. Paso los días como quiero, hago lo que me da la gana.

Aunque anoche no dormí nada bien, hoy me he levantado muy temprano. Hay una razón. Es mi cumpleaños. Cumplo quince, y siempre que llega este día me acuerdo de que mi padre acostumbraba a despertarme de buena mañana con un beso y me decía: “ponte el bañador que iremos a nadar un rato”. Ni desayunábamos ni nada, salíamos los tres con una sonrisa de oreja a oreja, yo, en medio de ellos dos cogidos de la mano. La gente no podía evitar mirarnos con un poco de envidia, eso decía mi padre, y mi madre reía de ese modo tan especial en que ella lo hacía, echando la cabeza hacia atrás, medio ladeada, mirando de reojo a mi padre. Yo, desde abajo, la miraba y trataba de imitarla.

Atravieso el pueblo camino de la playa. Es muy temprano y apenas hay gente por la calle. Bueno sí, están las mujeres de los pescadores. Mamá decía que ellas eran las primeras en pisar la calle, siguiendo una implacable rutina que día a día las entierra un poco más en un mundo donde no hay cabida para los sueños.

Por fin llego a la atalaya y, como siempre, atravieso el sendero detrás del cementerio donde hay unas empinadas escaleras que bajan hasta una pequeña cala muy poco concurrida debido al viento y al fuerte oleaje. La calita está formada por arena y grava dorada y rodeada de grandes rocas. Al otro lado del enorme peñasco da a mar abierto. Es el único lugar donde puedo disfrutar de mi afición preferida: bañarme desnuda, despojarme de la ropa y zambullirme en el agua es una de las sensaciones más liberadoras y excitantes que conozco.

Después del primer chapuzón, pongo la toalla sobre la roca y me acuesto boca arriba a disfrutar de ese sol que ya empieza a calentar. Al cabo de un rato me parece oír un ruido, me vuelvo inquieta por si alguien está mirando, pero no hay nadie, la playa sigue desierta. De todas formas, no me quito de encima la impresión de sentirme vigilada. Me visto a todo correr y vuelvo a casa.

Son las once de la mañana, el pueblo ha despertado por completo, hay mucho ajetreo; las calles se han llenado de gente en su continuo ir y venir, las tiendas ya han abierto los postigos. En las casas suben las persianas, descorren las cortinas y abren para ventilar. Los niños corretean y juegan en la plaza mientras sus madres van camino del mercado con las cestas colgadas del brazo.

Atravieso el parque que tiene la verja de hierro forjado que la fábrica del tío donó al ayuntamiento. El barquillero está colocando la cesta con los barquillos en el caballete. Un padre y su hijo aguardan pacientemente a que termine el montaje. Cuando todo está listo, el barquillero envuelve dos barquillos en un pedazo de papel y se los da al niño mientras que su padre prueba suerte en la ruleta para doblar la apuesta. Los recuerdos vuelven. Añoro aquellos días en los que mi padre hacía exactamente lo mismo, a veces ganaba y otras perdía.

Nada más abrir la puerta oigo que suena el teléfono y me abalanzo atolondradamente para atender la llamada.Descuelgo y, respirando profundamente para aminorar el sofoco producido por las prisas, contesto con voz entrecortada:

—¿Sí?, dígame…

Silencio, nadie contesta al otro lado de la línea. Respiro y vuelvo a preguntar con un tono de voz más fuerte.

—¿Diga?

—Buenos días, ¿con quién hablo, por favor?

No reconozco la voz. Sin embargo, al oírla algo se agita dentro de mi y de forma un tanto desafiante digo:

—Soy Irene, ¿con quién quiere hablar usted?

—Irene… Irene

Su manera de pronunciar mi nombre me hace preguntar, a mi vez:

—¿Papá?… papá, ¿eres tú?

Todo lo que alcanzo a escuchar es un chasquido en la línea. Y me quedo de pie, temblando toda yo, aferrada al auricular que aprieto contra mi pecho como único punto de apoyo.

El resto del día lo paso con una incertidumbre total. De nada sirven los regalos con los que me ha obsequiado el tío, mi cabeza sigue dando vueltas a esa llamada y, sobre todo, a la voz, a esa manera tan especial de pronunciar mi nombre. No cabe duda de que era mi padre, pero…¿por qué me llama por mi cumpleaños y sin embargo no dio señales de vida cuando murió mamá? Todo es muy raro. Estoy confusa.

Nada más llegar el tío salgo a su encuentro y le comento lo de la llamada. No veo en él ningún rasgo de sorpresa, y eso que no le quito la vista de encima, pero nada, no ha movido ni un músculo de su cara.

—Me da la impresión de que no te sorprende en absoluto. ¿Tú sabías que me iba a llamar, verdad?

—No, saberlo a ciencia cierta, no, pero imaginaba que algún día lo haría.

—¿Y por qué no me llamó cuando murió mamá?

—No lo sé, Irene, no lo sé—dice moviendo la cabeza nervioso y mirándome con esa mirada tan suya, como cuando algo le preocupa mucho. Una mirada irremediablemente vacía, llena de incógnitas, que me causa desazón.

—¿ Y cómo has venido hoy tan pronto de la fábrica?

—¿Ya lo has olvidado, Irene? Te dije que iríamos a comer a la ciudad, a ese restaurante que a ti tanto te gusta, ¿recuerdas? Así que sacúdete esa tristeza que no le sienta nada bien a tus hermosos quince años. ¡Anda! Sube a tu cuarto, ponte el vestido más bonito que tengas y vámonos. La reserva está hecha para la una y ya sabes que soy un adicto a la puntualidad.

Mientras subo la escalera me hago la misma pregunta repetidamente. ¿Volverá a llamar? ¿volverá a llamar?

La comida de fábula, un día lleno de sonrisas, (las del tío parecen forzadas, y las mías, que también las hay, son contenidas). Y aunque el tío ha estado afable, a mí… a mí me ha parecido falso.

Han pasado cuatro días y mi cabeza sigue dando vueltas a la llamada de mi padre. Desde entonces trato de estar más en casa por si suena el teléfono. Pienso que a lo mejor la línea, por lo que sea, no funciona, pero lo descuelgo y oigo el tono de llamada. Mi reacción es dar un golpe y colgar con rabia. Esta espera es desesperante. ¿Por qué no vuelve a llamar? Cada vez lo entiendo menos y me acuerdo del dicho que decía mi madre, <<mientras más leo más tonta me quedo>>.

Si estoy un minuto más en casa me va a dar algo. Cansada de esperar, me voy a la calle. Y al abrir la puerta lo veo ahí plantado a punto de tocar el timbre. Más que de una pieza me quedo de piedra por la sorpresa. No puedo moverme. No sé qué hacer. Si echarme a sus brazos o ponerme a llorar.

Ni una cosa ni la otra. Me quedo mirándole casi con indiferencia. Al no ver ninguna reacción por mi parte y tal vez no queriendo adivinar lo que mi actitud significa, se acerca a mí, me estrecha contra su pecho rodeándome con sus largos brazos, musita un…¡Irene, Irene mía! Y, retirando mi pelo, me besa en la frente con una suavidad olvidada.

Después de estos tiernos momentos, yo sigo sin saber reaccionar. Mi inquietud se refleja en mis movimientos, mis manos no saben estarse quietas, mi mente vuela y siento unas ganas terribles de ir al baño. Estoy incómoda. Comprendo que no puedo alargar más esta situación, así que sonrío y le invito a pasar. Mi padre se queda de pie en el vestíbulo. Sale Julia y se saludan. Me impresiona ese cariño por parte de Julia, no sabía que se conocían. Ella nunca me ha hablado de mi padre. A veces adolezco de no saber lo que debiera saber y me da mucha rabia. Cojo el teléfono y le doy la buena nueva al tío. No tarda en llegar. Entra como un vendaval llamando a mi padre casi a gritos.

—Joaquín, Joaquín, ¿dónde estás? ¡Ven a darme un abrazo, hombre!

Miro de reojo cómo se abrazan; las fuertes palmadas que mi tío da sobre la espalda de mi padre, el regocijo en su mirada, su alegría inusitada. Es como si de repente se hubiera convertido en otra persona, y me doy cuenta de lo desconocido que me resulta. En ese abrazo descubro que en mi tío hay dos realidades diferentes, dos personalidades, dos mundos paralelos. El que yo conozco pertenece a una de esas realidades: Un tío taciturno, callado, reservado y a veces huraño, que rara vez deja ver, y no por mucho tiempo, su lado amable, su ternura. A él pertenece el perfume a hierbas frescas, la pulcritud y una educación en la que no hay renglones torcidos, solo cabida para el paso firme, la frialdad y su trabajo por encima de todo. Los remordimientos y la culpa, que, como es normal debe de tener, pertenecen a ese mundo interior, a esa república propia que él sabe cómo manejar.

El otro tío, sin embargo, el que estoy descubriendo, nace aquí y ahora: su personalidad, todo él, luce completamente diferente. Habla con otra voz, más amable, jovial. Se comunica de manera natural, sus ojos brillan y hasta el aroma que desprende es otro, más suave, más cercano. Me recuerda a…sí, eso es, me recuerda al aire que trajo de su último viaje.

—Aquí lo tienes, Irene, ya ha vuelto. Ahora ya no se irá nunca más de tu lado. ¿No te alegras?

Los miro y me parece que todo forma parte de una obra de teatro y que yo soy la única que no encaja en esta escena. Una obra magníficamente escrita, dirigida y ejecutada por dos auténticos protagonistas de primera línea.

No puedo dejar de mirarles. Pienso en muchas cosas en un instante y ninguna buena. Todo es muy extraño y confuso y me da la impresión de que me he sumergido en un mundo cuya realidad se me escapa y que, presiento, está rodeado de misterio.

Siento la necesidad de ir a encontrarme con el mar, que su música me envuelva, que sus olas empapen mis sentidos. Ahora, cuando la tarde se empaña, el viento es débil y en la orilla reina la paz.


Papá vuelve a trabajar en la fábrica. Al fin y al cabo es dueño al cincuenta por ciento. Efraín está contentísimo con su regreso y mi tío, ni hablemos. Se levanta eufórico, desayuna con apetito voraz, y cuando habla hasta gesticula y todo. Vamos, lo nunca visto, si hasta se permite decir algún que otro improperio. ¡Si la tía le viera!

Hace más de una semana que no sé nada de mi tía Consuelo y de mis primas. Esta noche, cuando vengan de la fábrica, se lo recordaré al tío. Seguro que debido al gran acontecimiento de la llegada de mi padre, no se ha acordado de llamar.

Como la tarde resulta de lo más aburrida y no puedo centrarme en la lectura, voy a la cocina y engatuso a Julia para que me deje ayudarle con la cena. Hoy está dicharachera y más alegre que nunca. La verdad es que resulta raro, pero acabo de caer en cuenta que la llegada de mi padre ha alegrado a mucha gente. A todos menos a mí. Años pensando casi a diario en cómo sería verle de nuevo, la dicha infinita, la alegría, el poder decirle a todo el mundo con gran orgullo: ¡mi padre ha vuelto! Desde luego las cosas nunca suceden como uno las espera. Tendemos a idealizar a las personas cuando están ausentes para luego caer en una extraña desilusión cuando las tenemos enfrente de nuestras narices. Eso es lo que me ha pasado con mi padre. Que ha sucedido algo que no alcanzo a comprender, ni siquiera a recordar, que hasta me molesta, y mucho, verlo charlar animadamente con Julia, pero mucho más con el tío. Y me molesta tanto, que no atino en la cocina. Estoy nerviosa. Se me caen las cosas, tropiezo con todo y hasta he roto un vaso.

A través de la ventana entreabierta de la cocina se cuela el viento, un poco frío para esta época del año, viento que huele a lluvia y a tormenta. Siento un escalofrío. Julia me dice que suba a mi cuarto y que me ponga un jersey. Cuando pongo el pie en el primer escalón suena el teléfono. Doy marcha atrás y corro a cogerlo. Es la tía. Me pregunta que a ver qué pasa, que hace muchos días que el tío no habla con Marcela y Marina.

—¡Ah!, tranquila tía. Se ha debido de olvidar. Es que mi padre ha llegado hace unos días y…

Me quedo sin terminar la frase. Me ha colgado el teléfono. Y ha sido tan brusca que todavía siento el estallido en mi oído. Me cabreo y tiro el teléfono mientras pienso: será estúpida la tía esta…

Sin embargo, una cosa me ha quedado clara. A la tía no le ha gustado nada la vuelta de mi padre.


SINOPSIS:

Con apenas catorce años, la vida de Irene cambia tras la muerte de su madre. Su tío Carlos la lleva a vivir a su casa con su mujer Consuelo y sus primas gemelas, Marcela y Marina, cuatro años mayores que ella. Una familia casi desconocida. Todo en aquella casa le resulta extraño; un secreto fluye en el ambiente.

Tras diversos acontecimientos familiares Irene descubre ese secreto familiar que en realidad, ella siempre ha intuido pero que se niega a reconocer y que está relacionado con la desaparición de su padre. Este descubrimiento la obliga a enfrentarse a la verdad y a madurar rápidamente en un mundo lleno de recuerdos que cree haber olvidado y ausencias que reaparecen misteriosamente. Una historia sobre el amor filial, el perdón y la venganza.

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