Mi felicidad es un sentimiento abstracto, inadecuado para el mundo moderno en el que solo existe la opción de sonreír, sonreír, sonreír. Si repites mucho una palabra empieza a carecer de significado. Si aporreas las teclas de un ordenador se convierte en un ruido constante, de fondo, casi inexistente porque se mezcla con todos los demás. Soy un personaje de una historia con el fin de conseguir que alguien se identifique conmigo, es más, soy un autor, detrás de una pantalla, con un procesador de textos y sentimientos inconclusos. Sueños poco definidos, o demasiado, depende de por dónde se mire.
He escogido este formato o este me ha escogido a mí, pero podría ser de cualquier otra manera. Así funciona el mundo real, casi al azar. Dependo de un medio, dependo de un contexto y de una forma de expresión. Parece una adivinanza, ¿quién soy? Soy un ente en un espacio, con un sentido particular, soy magia, pura y real en un mundo donde esta existe. Soy una princesa, un príncipe, un lacayo. Soy las lágrimas que caen por el rostro de una joven, pero permitidme que volvamos al tema de la alegría. ¿Por qué llora? A veces las personas lloran de emoción, ante una obra teatral por ejemplo, ante el nacimiento de un hijo, ante un evento inesperado. Buscamos cambiar nuestra sociedad para mejor cuando todo es relativo, somos volubles y esquivos a la hora de aceptar la realidad sobre nosotros mismos. Somos una cultura, un todo, una sociedad. Y lo cierto es que no somos felices.
Debería ser más sencillo, al igual que debería contar una historia, en un formato, en un idioma, meterla en un cajón y contentarme con ser uno más entre la masa. Pero eso no es cierto, mis competencias van más allá de la ficción, pero no de una adivinanza tan intrincada que no tiene solución. Soy el tiempo perdido de una persona cuyo afán es vivir a través de una hoja impresa, libro tras libro. Soy los sentimientos contenidos de un joven que sufre en silencio porque sus palabras no importan. Y no lo digo yo, es de sentido común, de conocimiento general, o eso es lo que dicho joven dirá siempre que sienta que su voz no importa. No es feliz. ¿O acaso no sabes cómo serlo? Su mente funciona de manera distinta, es un alma sensible, como tantas otras, que en la soledad de sus casas comparten un sentimiento sin saber que lo hacen. Y no es la felicidad. De ahí que se lo recuerden a sí mismos una y otra vez. La globalización no ha conseguido curar la melancolía, solo aplacarla con entretenimientos intrascendentes creando ruido de fondo, como hablábamos al principio. ¿Dónde está ese ruido cuando uno lo necesita? Perdonadme si solo divago. No, no es cierto. Son ideas claras que he ido formando con el paso de los años y ahora se entremezclan en mi mente. Seguramente, si las dijese en voz alta, mi voz sería grave y contenida por la emoción que se ha acumulado en mi interior como un felino a punto de saltar sobre su presa. Porque soy ese chico, quizás.
Terminemos con la diatriba, ¿por qué no? Llamadme Luis. Soy una persona como todas las demás, porque eso es lo que todos dirán (siempre saludaba, sonreía mucho, era la felicidad en sí misma, un reflejo de que la sociedad había hecho un buen trabajo). Ahora mismo podéis oír mis pensamientos desde una biblioteca en el pueblo de Castro Urdiales, porque allí ha sido todo lo lejos que ha llegado mi viaje en busca de un lugar en el que empezar de cero. ¿Y por qué aquí? Porque el mar es un lujo que solo entienden los que han vivido apartados durante mucho tiempo de la sensación de humedad, de su brillo bajo el sol, del sonido de las gaviotas sobrevolando por encima de uno. Es un bien que siempre he ansiado y que después de mucho tiempo he decidido perseguir. Sin que os dieseis cuenta os he contado mi vida a grandes rasgos. Soy un mago de las palabras, un escritor, infeliz porque la vida ha decidido un camino para él demasiado complejo. Una historia de pasión no correspondida, de giros argumentales inconclusos. Inacabada. Y aquí estoy, con una maleta en la que solo cabe una muda y un ordenador. Para eso está mi tarjeta de crédito. Al principio de mi viaje, me dirigí a las ruinas romanas y visité el rompeolas, en busca del sonido contundente y sordo de la marea contra la roca, para sentir la rudeza de la naturaleza a mí alrededor y pensar, estoy vivo.
Y por unos minutos, lo sentí. Hasta que mis pies tomaron otro rumbo que no puedo terminar de entender y acabé recorriendo el pueblo de arriba abajo, de la lonja, a la iglesia gótica, al paseo marítimo, todo. En Madrid dejé una vida de miedo por encontrarme a mí mismo. En Cantabria quiero ser otra persona, aunque eso signifique convertirme en un personaje más de mis historias. Todo lo que tengo es mi ordenador y por el momento no creo necesitar nada más que eso.
No pretendo que nadie se apene de mí porque haya escogido huir de mi forma de vida, en vez de aceptar, como todos los demás, que es lo que ahí. Podría haberme ido a cualquier parte, lo sé, pero sigo sintiendo apego por mi cultura y una necesidad inherente de sentirme arropado por algo conocido. Además, nunca se me dieron bien los idiomas, y a mis 38 años debo haber vivido mil vidas ya como para irme tan lejos y empezar tangencialmente de cero. En mi primera visita a Cantabria, a este pueblo en particular, tenía doce años y recuerdo sobre todo la sensación de haber encontrado un punto de encuentro en el que recrearme. Una pena que haya esperado tantos años en volver a visitarlo. Los artistas somos melancólicos o eso dicen los escritos, las canciones, las pinturas y todo lo que pueda constituir un arte. A lo mejor soy solo yo, quién sabe. Y lo celebro. Quiero vender mis escritos por comida, dormir en la calle, experimentar todo lo que Madrid, la que se supone que debía darme cientos de oportunidades, me ha robado, y recuperar las lágrimas que he vertido. Quiero descubrir lo que es ser feliz.
A lo lejos veo a una mujer pasar, en la otra punta de la sala, ojeando los libros con atención. Tiene el cabello de un dorado brillante y un abrigo rojo. La miro durante varios minutos sin saber cómo dejar de hacerlo, ¿es eso lo que se siente? Me pregunto. Al cabo del tiempo, ella repara en mí y me sonríe como si fuéramos viejos amigos; solo entonces me doy cuenta de que debería ser sutil, debería levantarme, hacer que sé del libro en el que sea que esté interesada. Pero no es cierto. Así que bajo la mirada, reviso la página que llevo escrita y respiro hondo. Quiero vivir pero me aterra dar un salto de fe hacia lo desconocido, así que empiezo a escribirle una oda, hasta que una mano se me posa en hombro, ligera y delicada.
– Hola –me saluda y yo hago lo mismo, tímidamente, porque es todo lo que conozco. Ella se sienta cerca de mí y empezamos a hablar hasta que nos echan. No es de extrañar, porque parece que a ambos se nos ha olvidado que seguimos en una biblioteca.
¿Cómo es posible encontrar un lugar y que a su vez este mismo repare en ti y se te grabe desvergonzadamente? No debería estar permitido. Y se lo digo, no con estas palabras, ojalá fuese tan claro al hablar y no dijese tantas palabrotas, supiese dejar atrás mis dejes y muletillas del sur de Madrid y me convirtiese en una estrella carismática de la oratoria. Pero con el paso de los meses, ella me confiesa que es lo que le gusta de mí.
Ahora está leyendo mi manuscrito junto a la ventana, con el sonido del mar de fondo, mientras yo la miro a ella, fingiendo escribir algo más. ¿Esta es la vida del escritor? Porque si lo es no podría renunciar a ella ni aunque me ofrecieran cualquier otra cosa.
–¿En qué piensas? –Me pregunta y yo sonrío, guardándome el secreto porque de cualquier otra forma podría subírsele a la cabeza. A pesar de que ahora ella ostente el poder al estar con mi mente en sus manos, leyendo cada palabra, desentrañándome como si yo fuese ese texto.
Ojalá nunca tenga que marcharme, igual que nunca tenga que dejar de escribir, que no se me caigan los dedos, ni que mi mente decida estropearse con el paso del tiempo. Quiero quedarme como estoy ahora mismo, cerrar los ojos y respirar. Que ese sea mi primer recuerdo y el último, llenarme los pulmones de un aire puro teñido por la brisa marina, escuchar a las gaviotas, perderme en el ambiente, igual que respirar el perfume de su piel y sentir sus caricias. Que ambos sean personajes recurrentes en la obra de mi vida.
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