¿Dónde está mi país que no lo encuentro?

¿Dónde está mi país que no lo encuentro?

MANUEL LEVI

1. Algunas veces el hombre hurga dentro de sí y no encuentra explicación para los hechos que se muestran ante sus ojos. Sólo es un instante, pero un instante infinito. Entonces, los hombres como él no intentan recuperar el pasado, la punta del iceberg, la niñez, la adolescencia, la rebeldía. No intentan siquiera congeniar con los recuerdos: una voz, un rostro, una mirada, una sonrisa; ni se oponen a que el recuerdo se diluya en gotas de sudor, en la nostalgia por algún fetiche o en la mala experiencia de una navaja, que con el entrenamiento desbocado se convirtió en insurgencia. Únicamente dejan que sus pensamientos divaguen en la etérea quietud de la nada que crece apoderándose del escenario y de su persona. Son miles de espejos que invocan ocho rostros anónimos y desconocidos. Los reflejos sugieren la selva con innumerables animales salvajes o una comunidad alterada de campesinos azuzados por voces asesinas o el océano con miles de tiburones dispuestos a devorarlo. Evidencian cualquier escena, cualquier imagen, cualquier mentira. Y él, impasible, se siente perdido y a gusto, reflejado como el personaje principal de aquel acontecimiento, feliz por ese período de tiempo y espacio que está robándole al bullicio. En ese lugar indefinido no hay principios, no hay ángeles ni demonios; no existen ni el dolor ni la violencia, ni aquellos elementos éticos que siempre alientan una mínima solvencia moral en el instante preciso de la levedad que todo ser humano experimenta alguna vez en su vida. Es un instante donde deja de sentirse para convertirse en dueño absoluto de sí mismo.

Entonces, Manuel Levi, conocido político e irreverente trovador, levanta la cabeza y se enfrenta, como un antihéroe de videojuegos, al torbellino de infidelidad y compromiso implícito en cada una de las líneas demoledoras del correo de Lucía, y se enfrenta también, a la incomodidad de sus recuerdos.

2. Sus ojos contemplan desde el púlpito a miles de personas enardecidas que vitorean su nombre. Pancartas de diferentes tamaños y colores se elevan, cual montañas cusqueñas Arco iris, deseando ser reconocidas por su explicación y su mensaje. Luces que ciegan lo aturden desde diferentes ángulos, son sirenas de inefables coches patrulla creadas como epígrafes bulliciosos de leyes antiinmigratorias. Los diversos sonidos se confunden con matices de voces que provienen de todas partes. El auditorio es inmenso, las luces se mueven de lugar y la tarde se va convirtiendo en un ocaso claroscuro que progresivamente se apodera de la situación.

Añora ‘La cafetería del zurdo Miguel’, a las afueras de Madrid, donde muchas veces, violentando el amor y la paz familiar, se encontraba clandestinamente con Lucía. Entonces, se tomaban un café con leche, mientras el calor de un cruasán a la plancha preludiaba el incremento de la temperatura corporal de esos dos seres que se amarían en el primer hostal que encontraran libre. Al final, entre promesas de amor y ladridos de perros trasnochadores y fornicarios, planeaban su regreso a Lima y luego de un beso indefinido y largo se despedían tan tranquilos.

Ahora puede contemplar el escenario a su gusto, puede examinar sin apuros los rostros de aquellas personas que vitorean su nombre; el conglomerado simula ser una silueta femenina recostada a sus pies. Distingue pechos hinchados, voces roncas y sudorosas, manos exasperadas que se abren suplicantes, muchos ojos rasgados y redondos, millares de personas con actitudes cómplices y confianzudas. La escena es tan irreal que sus sentidos se desplazan hacia otro espacio en vez de enfrentarse al desconocimiento de su propia mirada, que descendiendo hasta el ombligo del mundo alcanza satisfecha el acto recíproco del placer. Las luces de colores lo aturden e invocan la confusión. No se contrae, simplemente se deja llevar por la marea y claudica contento imaginando los dulces y burlones ojos de miel ámbar de Lucía al hacer clic y enviarle tan devastadora carta.

Uno de sus versos, dedicados a él en momentos de extrema pasión, afloró por sus labios embusteros: «Nadie conoce tu dulzura como mis tristezas. / Que en noches de tormenta descansaron a tu abrigo. / Nadie ha recorrido inmensos océanos para llegar a tus besos. / Yo lo he conseguido y fui la mujer más humana del mundo.» Suelta una sonrisa de refilón y una certeza de superioridad abusiva lo embarga: «Me quiere, siempre me ha querido.»

Piensa en alguna multa, algún desliz automovilístico, quizás un pleito; ¿de qué infracción se le acusaría ahora? Levanta la mano izquierda para protegerse de los reflejos de luz que remarcan sus ojos chinos. El bullicio es insoportable. Sus oídos se resienten. El gentío es descomunal, desproporcionado: ¿El Coliseo Amauta? ¿La plaza de Las Ventas? ¿La Octava, la Catorce? ¿El Madison Square Garden? ¿La Calle Ocho? ¿El Port Olímpic? No sabe dónde está ni le interesa. Se siente incómodo, pero satisfecho. Desconoce los mecanismos de la nada, y es entonces cuando presume y acepta la derrota feliz de aquella batalla mental. Aun así, empieza:

«Queridos compatriotas…»

3. Ahora los miles de espejos te reflejan sólo a ti, como a un ser anónimo y desconocido. Los reflejos, en su opacidad infinita, intentan desconocer tus rasgos orientales y andinos. Adviertes que tus cabellos hirsutos y negros y tus ojos achinados te dan un aspecto inofensivo y tranquilo. Tu cuerpo grueso como el de un luchador, tu pecho marcado por los músculos y tu cuello corto como el de tu madre, muestran una apariencia atlética que destaca del resto de tus acompañantes. Intentas recordar qué haces ahí, quién eres, mas tus pensamientos rebelándose contra los reflejos de esos espejos, no quieren permanecer en ese auditorio y vuelven a esfumarse de tu memoria.

4. De pronto el silencio crece apoderándose del escenario, y a mí se me viene encima todo el nerviosismo de la primera cita de amor con Lucía. No entiendo cómo llegué a esta tribuna. Mi mente se niega a colaborar, el sudor brota indeseablemente y en libertad y sin guía resbala por mi piel; siento miles de hormiguitas despistadas corriendo unas detrás de otras que en una caminata infernal inundan de humedad todo el cuello de la camisa. Brotan por los poros de todo mi cuerpo, son innumerables y se hacen fuertes. Siento su grandeza que avanza desnudándome de pasiones.

El tacto de mis manos descubre que estoy trajeado. En un acto reflejo bajo la mirada y observo un traje francés de colección de moda. El corte es magnífico, los pliegues excelentes, los botones denotan un detalle elegante y varonil: La cabeza de un león tiene estampado en dorado y alto relieve el siguiente enigma: דוד מגן

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Lima, 08 de febrero del 2003

Querido Levi:

No sé si estoy o no en este país que no puede ser el nuestro. Paso de soportar todas sus intrigas e insinuaciones. Me resisto a sus manoseos nocturnos, sus robos, sus comentarios mitómanos y absurdos, su miseria social y cívica, su dolor. ¡Ay, por la puñetera, quisiera salir, pero ya, cagando leches de esta ciudad! Ellos dicen que estoy friqueada, palteada, muñequeada. Que estoy con rochabús.

¿Nos criamos aquí? ¿Somos oriundos de estas tierras?

Las desconozco, vale. El cruce de peatones no existe, los coches las ignoran, los peatones también. Las entrañas de las pistas tienen huecos tan grandes que hasta un carro podría hundirse en ellas. Los semáforos están ciegos, los autobuses públicos cada vez más viejos. Los policías reclaman sobornos, mi amor, porque el sueldo que perciben es vergonzoso. Cuando se les sale el indio nadie se salva de darles para la gaseosita.

La enseñanza se ha distorsionado en leyendas urbanas, violentas y decepcionantes. Los maestros ya no leen, no tienen tiempo, están taxeando. Los médicos se han olvidado del juramento hipocrático, ¡lo han anestesiado!, y los dolores se pasean por los hospitales como fantasmas en huelga buscando sus cuerpos. Conociéndote como te conozco, gordito lindo, esta imagen te parecerá absurda, y no podrás creerla, (por eso te envío fotos y, también por eso, le he puesto semejante título a esta carta). Pero te juro que, literalmente, los negociantes informales han tomado la ciudad con todo tipo de prebendas. Revolotean como avispas en un panal, distorsionando la capacidad económica de la oferta y la demanda y te engañan con tu adquisición: te meten cabeza. ¿Por qué nunca nos dimos cuenta de tanta informalidad?

Los canales de televisión utilizan un léxico lacónico, deformado, inútil, mortal. Nuestro país está agonizando, y lo triste, amorcito mío, es que no hay relevo, el futuro generacional está gangrenado: diezmado por las drogas, el alcohol, el tabaco y otros vicios modernos. Los jóvenes cada vez más obtusos y sin ideales: «¡Gilipollas! ¡Cholos de mierda!»

Cuando enciendo un cigarrillo, los del barrio me dicen toca tu fallo, pasa tu incendio, pásame el cáncer. Al sentir en carne propia la delincuencia, que es moneda común en las calles de nuestra ciudad, me dan ganas de cagarme en los muertos de todos los gobernantes de esta patria que me tiene tan dolida y cabreada por la insípida sociedad civil que nos acompaña y de la cual no podemos esperar nada de nada. Se supone que donde el sector público y el sector privado se enfrentan, aduciendo incompetencia de equilibrio, eso me lo enseñaste tú, la sociedad civil debería convertirse en un puente que identifique los problemas planteando soluciones imaginativas que aporten seguridad, a nivel colectivo y a nivel local, en los barrios inestables y sin mínimos de asistencia social de nuestra patria.

Quizás para mí sea difícil hablar ahora de nuestro país objetivamente, porque no lo entiendo, nuestros compatriotas se han convertido en gente incomprensible que me preguntan por ti, sin ningún tipo de tino, dónde está tu gilberto, tu machuca rico, tu montaner, tu mariachi; gente de un esquema de vida inexpugnable, a veces ridícula, a veces sufrida, a veces inverosímil, que no dicen gay sino rosquete, cabro, brócoli, maricón, que no escupen, sino que te meten pollo. ¿O seré yo a la que no entienden?, ¿seré yo la diferente? Pero ¿por qué?, si soy la misma que hace años jugaba en estas calles, correteando detrás de los amigos a la chapada, mateando aquel balón indignante que se rezagaba en el camino al punto de nuestras esperanzas. Sí, soy la misma que ayer, dando la cara y recibiendo las tortas, discutía con los vecinos cuando se quejaban por nuestras voces altisonantes que se colaban irresponsablemente en sus casas. Soy la negra ¿por qué no me recuerdan?, ¿o es que estoy tan cambiada que ya no puedo reconocerme ni a mí misma?, ¿o es que nunca viví por aquí? Pero entonces, mi amor, Manuel, mi rey, ¿cómo reconozco el aroma a barrio de distrito, los cerros húmedos, el sabor a tarde enamorada, el colegio infantil donde nos dimos el primer beso, la noche y sus borracheras? La soledad muchas veces tiene la cara de yo no fui. Me parece que las entrañas de la nada quieren apoderarse de nuestras risas de ayer. Mas en mí, los recuerdos quieren sobreponerse incólumes a las tormentas del pasado. No las dejo.

No quiero pensar más, porque a veces siento que hasta mi propio pasado me desconoce: ¿Cómo es posible que yo no sea ni yo misma? ¿Dónde está mi país que no lo encuentro? Tú me enviaste. Te exijo una respuesta pronto. Si no, ya sabes, cobras.

Se despide de ti,

Lucía

Posdata: Imagino que sentirás la misma impotencia que yo al intentar convertir esas jergas peruanas al idioma de Cervantes. Je, je, je. Te compadezco cholito judío.

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5. Parece que lo hubieran confeccionado para él. Traje francés con toques hebreos a su gusto y medida. La intensidad del silencio lo aturde y se obliga a romperlo. Recuerda, en una vaguedad de siglos, sin tiempo ni espacio, la pose magistral de los grandes oradores de su juventud, entonces se arregla el nudo de la corbata y moviendo el cuerpo con disimulo, como si un escozor apocalíptico lo estuviera atormentando, prosigue:

«Como todos, he perdido muchas cosas en la vida, pero así he sobrevivido: Estoy…»

Después de un mínimo espacio de tiempo, que se podría considerar como intenso, y forzando su puño en un ademán de fuerza acusando al suelo, soltó lenta, pero enérgicamente, la palabra que de verdad lo unificaba con ese conglomerado desconocido que bullía ahí abajo manifestándole su cariño:

«Pre-sen-te»

6. Aplausos. Gritos ensordecedores. Su nombre nuevamente paseándose por los aires de esa tribuna; la gente que no le conocía lo reconocía en sus palabras. Palabras que intentan redimirlo invocando un recuerdo, más bien, una promesa que se filtra por sus tuétanos y sus nervios. Creía que David había muerto en esa intervención militar tan estúpida y sospechosa. Lucía y Alma América están en Lima. Sólo falta él para dar inicio, anunciando la verdad literal de la masacre, al cambio estructural de su país y sobre todo para rescatar a su amigo del pasado, ¿o será una invitación a la muerte?, ¿o será alguna acción desvalida?

7. Te admiran, eres su líder, su referente. ¿Por qué? ¿Quién eres tú para despertar semejantes pasiones? Por más que intentas recordar, el intento se te va al vacío. No puedes concentrarte. No encuentras explicación para aquellas palabras, las dices como autómata, como si fuese un discurso aprendido con anterioridad. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué tienes que decir? ¿Para quién? ¿Por qué? No existe lógica. Lo único que sientes en ese atardecer es la pasión de aquellas personas que te despiden. ¿Y por qué a ti? ¿Adónde creen que te vas? Y así en esa confusión tan borde, continuas:

«En el exilio, como en cualquier otra circunstancia, la razón de la vida, es la vida misma. No la muerte. Ni las borracheras.»

Dos palabras resuenan en tu garganta como cultura extraviada en medio del camino: Exilio y borracheras. ¿Acaso eres un exiliado, un refugiado en un país extraño? ¿Acaso eres uno de los grandes borrachos de la historia? ¿Te admiran por hablar de las borracheras y del exilio? Te niegas a aceptar esta teoría y dejas que las palabras sigan fluyendo por tu boca, sin control, libres, como el sudor que desordenadamente está empapando la humanidad de tu camisa:

«Hoy, en este mi viernes histórico deseo compartir con ustedes parte de ese vivir, a veces torcido, de vez en cuando leal, a veces denigrante, otras, inverosímil y maravilloso.»

8. ¿Qué estaba diciendo? ¿De qué viernes hablaba? No me entendía ni a mí mismo. Me estoy despidiendo, pero ¿de qué?, ¿de quién? o, mejor dicho, ¿de quiénes? y ¿por qué?:

«Ahora, compatriotas, inconscientemente, la razón se difumina en mis recuerdos y los ojos de mi memoria se nublan y distorsionan la realidad. Tengo miedo, queridos amigos, de esconderme en lo oscuro del silencio. Temo no despertar o despertar en algún lugar desconocido donde todo sea parálisis y desconcierto. De verdad, siento el mismo nerviosismo de niño que desordena el mundo con sus travesuras insurgentes, sabiendo que se quedará sin sus propinas devaluadas, sin calle y sin jugar al fútbol.»

9. Sin buscarlo fue encontrándole sentido a su discurso. Aún no recordaba qué hacía ahí, pero estaba seguro de que se despedía de todos, sus palabras fluían y no se podía negar a contentarlos. Si no, ¿cómo se enfrentaría a lo desconocido?, ¿cómo enfrentarse a esa pasión que vitoreaba su nombre?, ¿cómo desistir de ese mensaje que llevaba dentro, escrito como algo ignoto? Hablaba de ese lugar inexacto donde reposa el caminante perdido en la noche de la vida, de ese lugar de donde nadie ha regresado, lugar quieto, oscuro y fúnebre. Hablaba del miedo, de aquel niño que era él mismo, describía sus travesuras, sus castigos sin paga cuando no retenía el aprendizaje del abecedario y la j y la ñ se le extraviaban en su destino. Sabía que la manecilla pequeña del reloj marcaba las horas y la grande los minutos, pero no podía descubrir el trayecto del tiempo en ese cacharro que colgaba de una de las paredes de su sala:

«Sí, compatriotas, desde hace muchas noches estoy meditando en volver a nuestro país.»

No desea continuar, las palabras resbalan de sus labios enredándose en tartamudeos indescifrables; y por fin, las lágrimas vencen a su serenidad. Busca instintivamente un pañuelo en el bolsillo izquierdo de la americana y lo encuentra, ¿quién colocó aquel pañuelo justamente ahí? Suena su nariz con delicadeza, sin embargo, no puede contener la tristeza que se le ha presentado de la nada. Lo intenta, más no logra contenerse. Es necesario para él que las palabras sigan dando forma a su discurso. No puede permitirse enmudecer de repente:

«La duda me entristece. Y me confundo más, compatriotas, cuando insospechadamente, de mis labios brota un “no puedo” aún más triste que yo mismo. Y me pregunto, y creo que todos ustedes se preguntarán conmigo: ¿Qué nos pasó? ¿Cuándo nos percatamos que habíamos salido del Perú, pero que el Perú jamás había salido de nosotros? ¿Por qué no insistimos en su sabor a tierra húmeda? ¿Acaso nuestro corazón en aquel tiempo no deseaba reconocer aquel terruño, su sierra, sus ardientes y perdidos ejercicios selváticos y sexuales? ¿Por qué tuvimos que desprendernos de sus raíces, confiar en manos de otros extranjeros nuestra cultura? ¿Por qué abandonamos en desiertos las risas de aquellos niños quemados de frío que confiaban en nosotros como si fuéramos su futuro? ¿Por qué olvidamos nuestra concepción entristecida de la política, nuestras convicciones de entrega y desprendimiento?»

La tristeza ha cedido a la vehemencia de sus palabras. El sudor ya no controla su cuerpo. El hormigueo y el escozor apocalíptico han desaparecido entre sus ropas. La tarde está despejándose; viene de vez en cuando un viento fresco que como brisa marina reposa sobre su cuerpo sudoroso. Supone en su imaginación el cuadro perfecto del mar y el sol abrasador de la costa peruana; sentirse como en Lima le inyecta valor y le ofrece la tranquilidad que necesita para proseguir con su discurso y dominar el escenario:

«Existía una semilla en mí, compatriotas, pero no supe hacer crecer aquella planta de humanidad que recorría mi alma, que hacía a mis ojos lagrimear en ese afán de recordar con la memoria los días de hambre, los días aquellos en que deseaba, quizá como alguno de ustedes, construir con esteras una nueva vida.»

¿La pobreza era su signo de vida? No puede controlar el interrogante y se contesta aduciendo que no hay judíos indigentes. No existe ni existirá en el mundo un león que se muera de hambre. En su interior sabía que la pobreza era una maldición y no tenía parte con él, porque él reprendía a las maldiciones desde niño como se lo enseñó su abuelo Ariel. ¿Construir una nueva vida? Significaba aquello que después del espectáculo le arrancarían la ropa, dejándolo en calzoncillos; que era un pobre hombre que deseaba empezar de nuevo en otro lugar menos fiero que este. Tan malo debía ser el nuevo destino, quizás terrible, para que la gente lo despida con tanto sentimiento, como si quisieran decirle que no se vaya porque quizás nunca pueda regresar. No sabe si quiere ir por el camino de regreso que le indica su corazón, no sabe por qué lo despiden si aún no tiene nada decidido y esa sensación crea en él nuevamente la inseguridad y empieza a sudar como al principio. Su atlético pecho se hincha y parece que va a reventar. Pareciera que tiene miedo a la pobreza o quizás sólo sea el temor a empezar de nuevo. Pero algo en su interior sabe que no puede quedarse, no debe quedarse, ese es el camino que eligió y aunque su razón indique lo contrario, es el camino que debe seguir.

10. Se nubla, la memoria no le responde y eso lo contrae, aflora su seriedad. Entonces levanta la mirada al cielo, estira las manos, como en un acto de súplica y ensaya para sí esta oración:

«Dios, tú que representas la disciplina y la saga en cuestiones primordiales de abastecimiento espiritual, no permitas que mis pasos se arraiguen a estas calles europeas que siempre corroen mis pensamientos. La luz que existe aquí es una luz abstracta, artificial, sin ese ardor que produce nuestro sol cuando nos acostamos con el mar en los días de verano.Nuestro color distinto es natural, sanguíneo, ancestral.Estas calles están pálidas, no tienen el bullicio de nuestros barrios, aquí hasta el adobe que lamíamos de niños tiene un sabor lejano que no reconocemos.»

11. ¿Por qué hablas con Dios? Le ruegas que tus pasos no se arraiguen a estas calles europeas, entonces, ¿quieres o no quieres quedarte, quieres o no quieres irte? ¿Por qué hablas con él si siempre decías que no deseabas convertirte en su esclavo?, que tu puritanismo se debía a tu educación religiosa, pero que debías rebelarte contra aquello que te hacía sentir diferente.

«Dios, ahora este hombre, que puedo ser yo mismo u otro cualquiera, descubre el sabor veraz del queso y la intensidad serrana de la cancha, la dulzura de la chicha morada, el aroma calentito del arroz con pato y la causa que rellena nuestros recuerdos de gastronomía lejana.Este hombre que soy yo mismo ansía volver y demostrar que su patria tiene mortales arrepentidos por el abandono temporal, hombres que desean trabajar con sus ilusiones, de día a noche, hasta lograr que aquellos sueños barriales se concreticen en una realidad que haga feliz a muchos.»

12. La cabra tira al monte. Y a mí me seducen los aromas y sabores de mi niñez adulterada en aquel distrito desconocido de Ayacucho, con nombre de desgracia: Uchuraccay. Nunca dejé de ser un descendiente de los judíos, pero mi sangre se había fusionado intempestivamente con la sangre de los incas y esa fuerza imperial me hacía diferente, mi abuelo Ariel quiso salvarme de las consecuencias de haber abandonado la tierra natal, la de mis ancestros, pero era imposible, sería como tratar de separar el agua de la sal del mar y nuevamente afloraba la pregunta ¿Quién era yo para despertar semejantes pasiones?

«Solamente los mismos hombres de la patria, Señor, podemos sacar adelante a aquella nación que nos llama a gritos, aquella tierra que representa la sangre, nuestro color, el idioma, nuestra forma de ser, siempre ambigua y siempre compleja. Señor, perdónanos. Sabemos que moriste por nosotros en la cruz, y por esa razón deseamos ansiosos nacer de nuevo como tú y convertirnos en ese nuevo hombre. Aceptarte como el guía que alumbre nuestro destino. Sólo tú puedes canalizar y enderezar nuestros esfuerzos manchados de mediocridad.»

Como un aliento desconocido ha llegado a mi alma la inusitada calma, estoy tranquilo, la memoria empieza a buscar pedazos de tiempo y se reconstruye. La contracción inicial se ha esfumado, mis ojos ahora ven con amplitud y de mis labios se escapa la única palabra que no sobra para estos casos: «¡Amén!»

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DORA LUCÍA

Uno

El desorden prima sobre la opacidad de Lima. La neblina en mi corazón se agiganta como un roble. La llovizna acomete como innumerables hormiguitas mostrándome el silencio de una ciudad bucólica y sin recuerdos. La lógica infiere que este es mi país, que esta es la ciudad donde nací, que estas calles distritales son parte de mi niñez, que las personas que andan por aquí son mi familia, pero mi mente insiste en su lejanía, en que su presencia, real y sonriente, tan real como sus lágrimas y sus abrazos, son recuerdos nebulosos y distantes con los cuales mi razón no puede congeniar. Eso quiere decir que mis lágrimas y mis abrazos están teñidos de hipocresía, no a nivel afectivo, pero sí de carácter intelectual; bueno, eso parece. Una mirada me persigue, es la de Benji, detrás lo viene siguiendo Miah, sumisa y leal, su pelo largo color marrón oscuro cuelga hasta casi tocar el piso. La casa que alberga a esta advenediza mujer que soy yo, es azul como sus intenciones. Sillones cansados se rebelan contra los azulejos de color ladrillo, tipo español, que han tomado todo el suelo raso de la casa. Folios arrugados y vacíos, sin historia y sin memoria, caen rendidos al tacho de la nada. He escrito miles de emails y sólo he enviado uno. Todavía no tengo respuesta. Manuel debe decidir; sé que es compleja su situación de esposo y padre, pero hay prioridades humanas e históricas que debemos solucionar aquí.

Él ha venido construyendo su mundo sobre escombros que después de los coches bomba, los cadáveres de perros colgados en los postes eléctricos, los secuestros, la dinamita y la destrucción de nuestra realidad tomaban vida y reverdecían amarillas como las raíces de la flor de la retama. Sobre escombros que se hacían objetos de carne y hueso, como yo, yo que soy parte de esos pedazos de vida que él ha deformado y violentado. Yo, la ausente, la ninguneada, la desapercibida, la invisible, la otra, que después de haber sido su enamorada y confidente, me convertí, mejor dicho él me convirtió, con mentiras, engaños y el consentimiento de mi amor enfermizo, primero en su cómplice y luego en su amante.

Dos

Piensas que ya era hora de consumar la desesperación y la impotencia que vive aquel país que aunque no reconoces totalmente en tus entrañas, es tu país y por tanto ese dolor no te es ajeno, sino que es el dolor de tu gente. Y reconoces también que no es posible que hayan permitido que ese mismo dolor insano haya crecido tanto en el corazón de los familiares de los periodistas asesinados en aquella masacre que se produjo en enero del ’83, y del cual, por cosas que sólo entiende el destino, vosotros fuisteis testigos oculares. Fue aquel acontecimiento ayacuchano que, sin dudarlo, los arrancó, a vosotros jóvenes estudiantes de la facultad de Historia de la Universidad más antigua de América, del curso biológico que toda persona debe transitar. Alteró vuestro desenvolvimiento natural y fuisteis impelidos, expulsados, exiliados hacia lugares desconocidos. Fuisteis desarticulados de vuestra realidad y obligados, por los desmanes corruptos y las circunstancias violentas, a empezar un nuevo proyecto de vida. Te preocupa que Alma América esté perdida en algún lugar de la selva, fue a buscar a su amado y nunca llegó a su encuentro; sólo esperas que llegue Manuel para salir a buscarla.

Tres

La mirada de la abuela Socorro sale gritando por la ventana. Afuera ya empezó la lluvia. Benji y Miah ladran en mi rostro. Lapiceros regados sobre la alfombra sin alma persiguen recuerdos esparcidos por oscuros corredores que terminan en pequeñas habitaciones que sugieren mi casa. A un costado del escritorio, cuatro libros abiertos con diferentes separadores de lectura, ansían ser poseídos hasta morir de alegría. En las calles, pequeños charcos de agua van formando riachuelos. Mis cinco sobrinos cruzan la sala. Los dos varones montan sobre el sillón grande y luchan por ver quien usa la PlayStation primero y las niñas disputan la última de mis muñecas, histórica y retorcida, como inocentes madres postizas e inexpertas. Los riachuelos avanzan calle abajo y se hacen enormes. Leo a Neruda. En la cocina Victoria, mi madre, prepara la cena. Me gusta cuando calla, porque está como ausente. Y me oye desde lejos, y su voz no me alcanza. Ni siquiera el tiempo, veinte años ya, ha podido evitar que por fin nos juntemos todas las Doras en el lugar exacto de nuestro nacimiento. Yo, Dora Lucía, poeta, hija y advenediza; mi madre, Dora Victoria, paciente y heroica sobreviviente de mis adversidades; y mi abuela Dora Socorro, viuda que sin nuevos amores sacó adelante a la familia. Y en este reencuentro hemos reído hasta llorar de alegría. Algún día mi hija, si la tengo, se llamará Dora Estefanía y así las Doras continuarán existiendo hasta que ya no haya vida, como siempre repite entre sueños la abuela Socorro.

Cuatro

Entonces abre los ojos y no encuentra a nadie. «No sé cuántos somos en este silencio que me entorpece», dice, mientras descubre la quietud de su portátil que espera ansioso sus versos. No entiende por qué hoy no quieren arremeter contra la negra desnudez alfabética que siempre termina por seducirla. Detiene el poema que no ha empezado nunca: «Todos los días tienen el mismo color de tu ausencia. / Todos los días mis vestidos se pierden debajo de tu recuerdo…»

Instintivamente abre su face. Escribe comentarios condescendientes. Cliquea varios “me gusta”, adrede. Elimina invitaciones foráneas que persisten desde agosto. Se enemista con fotografías innobles y subliminales y da clic a una invitación de alguien que desconoce. Su Asus in search of incredible X553M no se resiente. Es cómplice eterna de esta manera que tiene ella de enmarañar el anonimato y las ilusiones. La foto de su perfil es de alguna joven de veinte años, rubia y de ojos azules, y esa rubia tan hermosa se hace llamar Luciana. Sabe a ciencia cierta que en estos tiempos hace falta un seudónimo para ocultar todas sus ansiedades y para utilizarla como alcahueta fiel y necesaria en este ciberespacio que la devora. La mirada que la persigue se le complica.

Suspira al advertir que Lima, no termina de morirse, todavía; está más viva a cada instante. Certifica, con su mirada de poeta foránea, que la hacen vivir los semáforos insanos, las alcantarillas atoradas, los huecos en las carreteras, la corrupción, que como acné impúber, la avergüenza, los huaicos que de improviso se muestran irreverentes, y el futuro virtual que, entre gallos de medianoche, le sonríe.

Cinco

Al transitar por las calles de tu distrito, percibes que Lima Norte se ha desarrollado como aquella inmensa anaconda de escamas protuberantes de tus sueños. Ya no existen calles polvorientas; se ha asfaltado hasta la conciencia de tus conciudadanos, pues ahora que recorres estas calles alegres, constatas que aún no han aprendido a protestar contra la desidia. La avenida Túpac Amaru, una de las principales vías de la ciudad, tiene un nuevo inquilino que se hace llamar el Metropolitano, son autobuses nuevos que cuando se atiborran de almas se convierten en cápsulas humanas camino al infierno. Nadie dice nada. Su silencio te mortifica porque se parece al silencio de tu perro Benji, el peludo Yorkie que dejaste pequeñito cuando tuviste que marchar. Ahora para oír sus ladridos debes poner más atención y se te viene encima toda la locura de tu niñez, entonces intentas entender esa mirada que te recuerda quién eres y dónde estás. Llegas a la Plaza Dos de Mayo, ya la Túpac Amaru se ha quedado en el camino y ahora se ha convertido en la avenida Alfonso Ugarte, caminas despreocupada en dirección hacia el Museo Nacional de la Cultura Peruana que está a la derecha. Llegas, levantas la vista y la encuentras más antigua, sus paredes están pintarrajeadas con consignas de artistas urbanos, y dos inmensos vigilantes de cemento y arena te saludan ancestralmente desde arriba. Ingresas y no sabes qué buscar; en tu recorrido te encuentras con huacos antiguos de la cultura Paracas, también descubres la imaginería cusqueña, un Tumi Inca, inmenso, ceremonial, asesino, algunos mates huantinos y así como un mundo nuevo y heroico te emocionas al ver los retablos ayacuchanos con cientos de personajes en un espacio tan reducido. Piensas en los antiguos habitantes de esta tierra que ahora se te hace desconocida, buscas algo que te integre a esta sociedad que se te ha ido de las manos y del corazón, no encuentras un punto de soporte, un camino, una señal de integración. Desanimada sales a la avenida nuevamente y caminas en dirección a la casa de los padres de David, que está en Breña. Piensas en la anciana mirada de Benji que sigue persiguiéndote. No la entiendes. Aceleras el paso porque te das cuenta de que necesitas utilizar los servicios y no sabes si podrás llegar a tiempo. Mientras avanzas, decides que le escribirás otro email a Manuel.

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Lima, 18 de marzo del 2003

Querido Levi:

Es imposible de creer, pero todos los sectores productivos están chungos. Detesto comentártelo, pero tengo que confesarte, vida linda, que hasta realizar nuestras necesidades fisiológicas da risa en nuestro país, por la ridiculez que significa pagar y recibir simplemente un pedacito de papel higiénico para limpiarte las circunstancias. Los servicios públicos cobran una cantidad que alcanzaría para adquirir rollos de papel enteros, pero el pedazo de miseria que te ofrecen te humilla, y la impotencia, en estos barrios, es eso solamente, impotencia. Y tienes que comerte sapos y volver a pagar por otra miseria de papel o aceptar, por necesidad, que ese pedazo de ridiculez sea suficiente para enfrentarse a la testarudez de tu vientre indoeuropeo mal acostumbrado a los bares de Madrid, donde no se le mezquina un pedazo de dignidad a nadie. Pitea, me dicen, y yo flipo, tienes que hacer chongo si deseas que te respeten, ¿manyas, computas? ¿Me sigues?

En nuestro país una mirada violenta dice muchas cosas feas sin decir nada, corazón. Lo importante es que tú lo entiendas. Y yo, amor, de verdad, que voy entendiendo.

No sé qué más escribirte, la verdad es que la estoy pasando fatal: Reintegrándome.. Estoy desubicada, las calles que yo conocía no las reconozco, estoy perdida como si mi nacionalidad fuera otra, como si esta mujer que soy yo fuese una advenediza, ¿quién me ha cambiado de manera tan desproporcionada?, ¿quién ha cambiado a estas calles?, ¿a estas personas que con un acento extraño me saludan y me quieren? ¿Quién soy, joder macho, para que todos me abrumen con sus preguntas insólitas? Acaso una extranjera que pasea sus vacaciones por estos sufrimientos peruanos que día a día luchan por sobrevivir?

A veces es una ofensa comer demasiado bien delante de ellos, ya que el peruano no come: jamea, traga, papea, combea, tira richi, quiere merco. A veces, sin desearlo, convertimos en maldad la misericordia. Muchas veces haces el papel de ingenua y te roban, te humillan; entonces los enfrentas a hostias, vale, y te ningunean, te desprecian.

Perdona la redundancia, pero no me queda más que repetirte que la ignorancia se pasea incólume por las calles de mi barrio. La juventud se enreda en cuestiones guerrilleras y violentas o en situaciones delictivas y viciosas que atormentan a sus padres y degeneran en cuestiones de estado que los desprestigian, y a sus militares también. Se sienten utilizados, pues algunos políticos quieren hacerles entender que el uniforme es más grande que la patria, y que sus órdenes opresivas más poderosas que nuestra Constitución. Vas a flipar, Manuel, mi vida, al comprender que a estos defensores de la nación los han convertido en los creadores natos del miedo colectivo, y han patentado, en su nombre, la destreza asesina en vergonzosos actos de los que te hablaré en mi próxima carta…

SINOPSIS

Lima 1983, cuatro universitarios de la facultad de Historia de una universidad local, Manuel, Lucía, David y Alma América, preparan su proyecto de tesis y para ello deciden hacer su trabajo de campo en el distrito de Uchuraccay, en Ayacucho. Por circunstancias que aún en estos años, no entienden, son detenidos, ultrajados y exiliados.

Es la odisea de estos jóvenes que son arrancados de su patria por amenazas contra su vida. Así como su integración en una sociedad que no es la suya y que se ve reflejada en las cartas que envía Lucia continuamente a Manuel.

Las vivencias, tanto en Lima como en Madrid, son recuerdos y monólogos personales que se entrecruzan en la novela.

El conflicto se da con la muerte de ocho periodistas, crimen del cual ellos son testigos presenciales. La historia radica en denunciar la verdad de aquella masacre. Con ese propósito regresan a Lima. Impotentes lo minimizan, al tener que enfrentarse ahora a la desaparición de Alma América.

Al rescatarla de un grupo disidente, Manuel Levi, dice: «Pirémonos, nosotros ya no somos de aquí, nunca debimos regresar». A lo que Alma América termina diciendo: «Tampoco somos de allá». En esas circunstancias un ataque subversivo cambia el rumbo de sus vidas para siempre.

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