LAS CARTAS DE ISMAEL

LAS CARTAS DE ISMAEL

Jose Cid Varela

02/05/2018

LA FAROLA DE TRES BRAZOS

Un galgo desamparado se rascaba su sarna eterna al resguardo de la penumbra de los soportales. Solo la farola de tres brazos y el cielo frío de un amanecer incipiente empezaban a aclarar las sombras de la plaza. Las ventanas de la planta baja del cuartelillo se iluminaron de repente, las figuras de varios hombres se movían de un lado para otro, como en un espectáculo de sombras chinas.

Un ruido metálico descompuso el silencio de la madrugada. El galgo dejó de rascarse y se puso en alerta. Los goznes del portón del cuartelillo chirriaron y sus hojas se fueron abriendo, recorriendo los cercos gravados en el pavimento de tantos años de abrir y cerrar. La luz que se proyectaba desde el interior esbozaba sobre el empedrado una sombra alargada y difusa de dos figuras humanas, una era alta y delgada, la otra robusta y de menor estatura. Dos guardias civiles salían del cuartelillo con las camisas caquis remangadas, desordenadas y manchadas de sudor. Arrastraban un cuerpo inerte, cada uno tiraba de un brazo.

El invierno ya era inaplazable, el musgo empezaba a verdear en las piedras de la iglesia. Por la noche la aguanieve había jarreado con fuerza. La bandera del ayuntamiento no ondeaba, estaba fría y mojada, era un trapo pétreo, descolorido, que se confundía con el gris carcomido de la fachada. Los guardias civiles se dirigían a la farola de los tres brazos. En un punto del recorrido, el muerto perdió una bota, pero no pararon, debieron de pensar que qué más daba que este tipo de muerto fuera calzado con una bota o con dos y, sin ningún pudor, continuaron arrastrando el cuerpo con su pie desnudo y ensangrentado. La bota del maqui quedó solitaria en la plaza, en mitad de la nada, una bota que sirvió para andar por el monte, que dio calor, que amortiguó el filo de las aristas de las rocas y evitó que el agua mojara. Y ahora era una bota sin dueño y sin cordones, ¿qué sentido tenía una bota sin un pie que proteger?

─Pará un momento, que se me están cayendo los pantalones─. Dijo el más alto.

Soltaron el cadáver sin cuidado, al caer su cabeza golpeó en el suelo. Sus brazos y sus piernas quedaron abiertos dibujando una equis macabra. El hombre robusto aprovechó para rebuscar en sus bolsillos un paquete de tabaco. El paquete estaba muy arrugado, también había pasado la vigilia nocturna en el bolsillo del guardia. Extrajo un cigarro curvado y aplastado, lo estiró con dos dedos varias veces, hasta que casi recupero su aspecto original, se lo puso en un lado de la comisura de los labios, con una pose varonil, y lo encendió. El alto se subía los pantalones y a la vez se remetía la camisa. Tardó un tiempo en encontrar en el cinturón el agujero deformado donde siempre encajaba la hebilla.

─Tienes sangre de este cabrón en la nariz─ le dijo el alto al número que fumaba

─ ¡Joder! ─ exclamó, mientras se limpiaba con asco la cara con el dorso de la mano.

El viento se movía libre, sin ninguna resistencia, traía olor a monte. Continuaron arrastrando el cuerpo, el número que llevaba el cigarro en la boca no paraba de hacer muecas, el humo le estaba llegando a los ojos, intentaba frotarse, pero como las manos las tenía ocupadas, lo intentaba con los antebrazos y no llegaba. Lo único que conseguía era un balanceo del cadáver que resultaba incómodo para su compañero.

─No puedes esperarte a fumar, vaya puto vicio que tienes─. Le interpelo el más alto.

Pararon, soltó el brazo del muerto farfullando maldiciones, y con dos dedos tiró el cigarro a lo lejos. La colilla cayó en un charco y la yesca se apagó con un leve suspiro.

Llegaron a la farola y quisieron dejar el cadáver con el torso apoyado en la peana, como si estuviese sentado. Pero quedó arrumbado, en la postura del sueño involuntario de un borracho o la de un títere sin hilos. La cabeza quedó ladeada sobre su hombro, le colocaron las manos unidas encima de su sexo en una actitud pudorosa, tapándose las vergüenzas, como si la muerte le hubiese sorprendido desnudo. Los guardias civiles escupieron al unísono sobre el cuerpo y dieron por terminado el trabajo.

─Mamón, tú ya no vas a dar más guerra─, comento el más robusto.

La plaza estaba yerma a la espera de los carros, de los mulos, de las mujeres con sus manojos de acelgas y de los niños jugando a correr detrás de un enemigo imaginario. En la Casa Grande, aún permanecían los ventanales sellados con sus contraventanas verde botella. Devuelta al cuartelillo, los guardas civiles caminaban en paralelo, casi al mismo paso.

─Ahora mismo me almorzaba un par de huevos fritos. ─ Comentó el guardia civil alto echándole al otro el brazo por el hombro.

Uno de los guardias se fijó en la bota abandonada y por un impulso adolescente comenzó a correr hacia ella para patearla, y le dio una patada imitando la postura de un jugador profesional. La bota viajó por el aire y acabó chocando con la fachada del ayuntamiento. Ambos gritaron y saltaron abrazados, celebraban un gol imaginario, un gol que seguro que suponía una victoria. En el umbral del portón apareció la figura del Capitán Recio. Los guardias recuperaron la marcialidad en cuanto que lo vieron.Era el jefe de la casa cuartel, vestía el uniforme reglamentario. Portaba un cartel en la mano.

─A sus órdenes mi capitán─ Saludaron los números al unísono, como si fueran una sola voz.

El Capitán Recio entró en la plaza con andar pausado y marcial. Miraba de un lado a otro con gran dignidad, imaginando los balcones llenos de vecinos aclamándole y a las bellas mujeres arrojándole abanicos como a un torero después de una gran faena. Los tacones de sus botas golpeaban en el adoquinado con la cadencia de un desfile, los ecos rebotaban en las paredes al ritmo de un redoble lento de tambor. Llegó hasta la peana de la farola, se quedó mirando a los ojos del maqui unos segundos y esbozó una sonrisa de satisfacción. En su colmillo de oro se reflejó la luz de la farola. Intentó dejar el cartel con una flexión de cintura, pero su abultado abdomen no le permitió llegar hasta el cuerpo del muerto. Entonces, se quitó un guante, sacó un pañuelo blanco del bolsillo del pantalón, lo tiró al suelo, se puso de nuevo el guante e hincó su rodilla. Con una mano se sujetó el tricornio y con la otra colocó entre las manos del muerto el cartón que traía. Con un trazo grueso de un carboncillo y en letras mayúsculas estaba escrito: MAQUI.

Se incorporó con cierta dificultad. El pañuelo con sus iniciales se quedó en el suelo, sin preocuparle que alguien lo relacionase con el muerto. Y con la misma parsimonia se dirigió de nuevo a la casa cuartel. Detrás de él se cerró el portón.

En el empedrado de la plaza se reflejaban los primeros rayos de un sol tímido, el primer canto del gallo voló entre los edificios anunciando que un nuevo día había llegado al pueblo.

El cadáver de la farola de los tres brazos amaneció rodeado de comadres. Aquel muerto era un acontecimiento que sacaría a un buen número de vecinas de su rutina: de la compra sin presupuesto, del marido bebedor y del hijo pequeño que no acaba de dar el estirón. Aunque por entonces una muerte no era un suceso tan extraordinario, la parca cabalgaba por la comarca desde hacía ya tiempo, sin mirar las edades ni la condición.

Las vecinas se preguntaban unas a otras: ¿será el sinvergüenza de Bernardo, él que dejó preñada a Juana, «la tres tetas» y se escapó con la domadora de serpientes del circo?, ¿o quizás sea el hijo del Talabartero, que se fue con los anarquistas y que no apareció ni en el entierro de su madre?, ¿o será Martín «el alemán»? ….

Una viuda, que los años de luto le habían dejado sin cintura y con el pelo cano, rastreaba con la mirada las gotas secas de sangre que en la madrugada habían quedado en el pavimento, «seguro que este ha salido del cuartelillo», le susurró a su contertulia. En otro grupo, en el que había tres mujeres, se escuchó: «he visto una bota en el muro del ayuntamiento, seguro que es de este pájaro». Una comadre solitaria, que llevaba cada zapatilla de un color, con disimulo se agachó, recogió el pañuelo del capitán del suelo y se lo metió en la talega del pan que llevaba vacía.

Muchos vecinos atravesaban la plaza sin hacer visible su sorpresa, como si fuera un día de diario sin muerto y sin comadres alborotadas. Miraban de soslayo hacia el cadáver, sin cambiar el paso, sin querer mostrar curiosidad, como si no quisieran ver. Alguno llegó a negar con la cabeza. Los críos corrían entorno a la farola, con gran alborozo, poniendo caras de ajusticiados, simulando fusilamientos espontáneos, llevándose unos a otros como si fueran carceleros y prisioneros. Los más pequeños se hacían los cojos.

Ensimismada, Elena estaba en el pajar amontonando hierba, haciendo parvas, mientras el pueblo estaba convulsionado con el suceso del día. El invierno estaba pidiendo paso con las primeras escarchas y el forraje para los animales tenía que estar listo antes de que apareciera la nieve. Su padre, Anselmo, había subido con las vacas al monte. Por los ventanucos del pajar se proyectaban haces de luces cargados de diminutas motas de polvo. Olía a prado, el silencio permitía percibir el ruido suave de la paja al caer en la parva. La horca se clavaba, subía y bajaba con un ritmo ancestral, como si fuera una prolongación del joven cuerpo de Elena.

Elena estaba acostumbrada al trabajo de huertos y corrales, la muerte de su madre la sorprendió siendo una criatura. Sus tiernas manos de niña se tuvieron que acostumbrar al campo, a hacer las tareas a las que Anselmo no llegaba. Cambió los lapiceros por la horca, la escuela se convirtió en una quimera. De cuando en cuando, con el sol de primavera, se escapaba de la faena para irse a sentar en el banco de piedra que estaba pegado al muro de la escuela y escuchaba la letanía de la tabla de multiplicar que se escurría por las ventanas. A Elena le hubiese gustado aprender a leer.

Las voces de su tía Aurora sacaron a Elena de su absorto trabajo. Aurora repetía su nombre desde la puerta del pajar: «Elena… Elena, ven, corre».Aurora era la hermana mayor de su padre.

Elena tiró la horca al suelo y se apresuró hacia la puerta. La urgencia de la llamada de su tía la sorprendió; no auguraba nada bueno.

­­­­­­─ ¡Han dejado a un guerrillero muerto en la plaza­! ─ le gritaba Aurora mientras tiraba del brazo para que empezara a andar.

El miedo bloqueó a Elena y no supo hacer otra cosa que abrazar a su tía. Sus ojos negros se llenaron de congoja, el corazón se le salía del pecho y sus manos se quedaron frías,

─ ¡Qué no sea Ismael, tía, qué no sea Ismael! ─ imploró.

─ ¿A qué esperas?, venga, vete a ver─. Su tía le dio un pequeño empujón.

Se recolocó el pañuelo azul marino que recogía su hermosa melena negra y Elena comenzó a andar. Se fue sacudiendo los restos de hierba que tenía en la falda y en las perneras de los pantalones que llevaba debajo, hasta que llegó al camino que llevaba al centro del pueblo, allí apretó el paso. Su ansiedad le decía: «¡corre Elena, corre!», pero ella no quería airear su angustia a la vista de todos. Aunque en el pueblo sabían que Ismael, su novio, estaba en el monte.

La mañana era fría, en las esquinas de las callejuelas las corrientes helaban el aliento, Elena se arrebujaba en su vieja rebeca de lana negra. Caminaba a buen paso, con pasos de varón, las botas chapoteaban en el barro. Zancadas largas y la mirada en el suelo, como si algún objeto querido se le hubiese extraviado. Se afanaba en que nadie la parase. Se cruzó con varias mujeres que le dieron los buenos días, esos buenos días que realmente querían decir: ¿te has enterado de…? Pero Elena no pensaba perder un segundo, respondía a los buenos días sin mirar, sin pararse, ciñendo su rebeca al pecho como si necesitara sujetar su alma.

Al ver el cuartelillo a través del arco de la calle de la iglesia aminoró el paso. «Entraré en la plaza como si fuera a comprar aceite o velas», pensó, sin que se dejara entrever su desazón, ningún gesto revelaría su inquietud. Mostraría la apariencia de una curiosa más. Dejaría ver la tranquilidad que disfruta una comadre que no se juega nada, la comadre que todas las noches tiene a su marido y a sus hijos durmiendo en sus camas. Nadie debía de notar que se moría por llegar a la maldita farola.Cuando estuvo cerca empezó a notar cierto mareo, su corazón repartía latidos con ritmos sin compás, le dio pánico la posibilidad de caer desmayada, «qué no sea Ismael, qué no sea Ismael», se decía. Cuando estuvo casi al pie de la farola, dos comadres, que cuchicheaban frente al muerto, le impedían ver su cara, se le pasó por la cabeza darles un empujón para que cayeran encima del muerto y gritarles:

─ ¿Lo habéis visto bien o estáis esperando a ver si salen los gusanos?

Se puso de puntillas y Elena pudo ver entre los corpachones enlutados de las vecinas la cara del guerrillero. El rostro estaba abotargado, deformado, tenía la cara como la de un «hombre prodigio» de una feria, un pómulo fracturado, una ceja rota, la nariz hinchada, azul y los labios amoratados. ¿Cómo se podía imaginar cuál fue el rostro original del maqui?, pero Elena con el pequeño instante que lo vio no tardó en tener claro que el muerto no era Ismael. No tenía ese pelo castaño ensortijado, que tanto le gustaba desenredar cuando estaba tumbada a su lado después de bañarse en el río, ni tenía esas orejas pequeñas, con esos lóbulos diminutos que tanto le gustaba mordisquear. El resto del rostro estaba tan desfigurado que podría ser de Ismael o de cualquiera.

Salió de la plaza y comenzó a llorar en silencio, una lágrima llegó hasta la comisura de su boca, «no es Ismael…no es Ismael» se repetía, mientras se limpiaba la cara con el puño de su rebeca de lana.

Caminando por las callejas de vuelta a su casa, la alegría desembocó en rabia, rabia por sufrir tanto por un hombre, por un hombre que se fue sin ella, que la besó en un atardecer cálido lleno de futuro y que al llegar el nuevo día todo se quedó vacío. Sin una nota, sin una flor; como si ella no contara nada, como si ella no pudiera entender la vida, como si estuviera fuera de lo real. No sabe si volverá a verlo, si algún día una vecina le dirá que Ismael apareció muerto en un cruce de caminos o que estaba tirado en la farola de los tres brazos.

Pero la rabia no borra los buenos recuerdos, momentos que se grabaron a fuego en su memoria, como el roce del brazo de Ismael en su cintura o el primer beso en la fiesta de San Nicolás o la sonrisa apacible que compartieron el día que juntaron sus cuerpos.

A la entrada de la casa estaba esperando la tía Aurora. Se abrazaron. «…No era Ismael, tía…No era Ismael», repetía Elena, rezando un rosario de emoción.

La tía le remetía los cabellos sueltos por dentro del pañuelo y la secaba las lágrimas a besos. Entraron en el pajar, Elena tenía que seguir con sus parvas, y la tía Aurora le dijo:

─ Niña mía, los hombres se pierden por las ideas o por demostrar su hombría. Así que a nosotras solo nos queda la ropa negra, sacar adelante a los críos y pagar las deudas.

DOMINGO, LA MISA

«¿Tiene que haber piedad para los enemigos de Dios y de su iglesia?». El cura lanzaba la pregunta, que solo tenía una respuesta, con las dos manos apoyadas en la baranda del púlpito. Su voz retumbaba con gravedad en los muros de piedra; alargaba las palabras con un tono tan severo que ponía cualquier duda en el fuego eterno. Era domingo.

Aurora y Elena entraron del brazo en la iglesia. El agua bendita estaba gélida. La sobrina soltó el brazo de su tía y, en la pila, mojó dos dedos con desconfianza, trazó la señal de la cruz en su cara y en su pecho. Ocuparon dos asientos en un banco discreto. Por el encaje del velo negro, que flotaba sobre la melena negra de Elena, se filtraba la luz tenue de las vidrieras, solo sus enormes ojos negros destacaban de su cara en tinieblas. Anselmo se quedó atrás, con los brazos cruzados, de pie, donde la mayoría de los hombres oían la misa. Con algunos cruzó algún movimiento discreto de cabeza para que se dieran por saludados.

El olor a incienso y el frío detonaron en Elena una explosión de recuerdos: los domingos de misa con su madre viva. Esos domingos sí eran un cambio de rutina. Su madre la cantaba mientras la bañaba en un balde de agua templada al lado de la chimenea, la besaba cuando la secaba subida en la mesa de la cocina y la volvía a besar cuando le trenzaba su pelo negro. En esos domingos se cambiaban las alpargatas por los zapatos. Su padre silbaba mientras se afeitaba y se le notaba coqueto cuando se abotonaba su camisa blanca. Su madre sacaba del fondo del armario un diminuto frasco de cristal, ese perfume para ella era su diamante. Solo con una gota detrás de cada oreja y ya se veía más guapa. Salían los tres de la casa oliendo bien. Su madre embutida con orgullo en su indestructible abrigo marrón, que después de cada arreglo, parecía que estrenaba uno nuevo. Elena no se había olvidado del frío que se siente de niño, ni de lo confortable que resultaba arrebujarse en ese abrigo tan acogedor, impregnándose de ese olor tan a madre. Al entrar en la iglesia, ellas siempre iban de la mano, atravesaban el pasillo central, saludando a un lado y a otro, entonces todos se conocían y todos se saludaban. Anselmo, nunca entraba en la iglesia, se quedaba en el bar con los vecinos de toda la vida, para hablar de sus cosas, de cosas de hombres, de preocupaciones de hombres, de reyes, de presidentes, de ferias, de acequias y lluvias, de vacas de leche y de vacas de carne.

La Dueña de la casa grande ocupaba el primer banco frente al altar, era su banco y nadie más lo podía ocupar. Su voluminoso cardado rubio discutía con el cuello exagerado de su abrigo negro de garras de astracán. En ese banco, el asiento junto al pasillo central siempre estaba vacío, la Dueña ocupaba el segundo asiento. El asiento vacío ya llevaba más de cuatro años sin ocupar, domingo tras domingo, era un hueco vacante.

Justo hace más de cuatro años, en ese verano, el viento del este calentó la sangre, puso en limpio las cuentas pendientes, metió los cartuchos en las escopetas y afiló las navajas. Justo en ese verano, a los pocos días de que el dueño de la casa grande cambiara la bandera del ayuntamiento, apareció colgado del olmo del camino que va a la sierra de Hontanares, fue el primer muerto de ese verano. Desde entonces ese asiento no se ocupó, la Dueña forzaba el vacío para espantar al olvido. La acompañaban sus dos hijos, un varón con un traje gris marengo de pantalón corto, con su corbatita azul marino y la niña, con un abrigo negro y un velo blanco impúber en la cabeza. Los dos rubios como la madre. El resto del banco lo completaban algunas mujeres de su servicio.

El sacerdote elevó los brazos y mirando al cielo susurró: «¿Cabe el perdón para la monstruosidad y la vileza?»

Elena apretó el brazo de su tía con rabia, Aurora con la mirada desaprobó que su sobrina dejara entrever su agitación, aunque fuera de una manera tan sutil.

El Capitán Recio y tres números de la guardia civil ocupaban justo el banco de detrás del de la Dueña, las gominas de sus cabelleras reflejaban pequeños destellos de la luz pobre que iluminaba la iglesia. Petrificados, con quietud marcial y con sus tricornios apoyados en sus piernas, daban muestras de estar absortos en el sermón.

La Dueña era la primera que esperaba el cuerpo de cristo. Con sus manos juntas, con unos guantes de puntilla negros y un rosario enroscado entre los dedos, cerró los ojos y dejó fuera de la boca un atisbo de su lengua. El sacerdote depositó la hostia con un ademán de ternura. Al dar la vuelta, para retornar a su banco, con un rictus de constricción miró a la imagen de San Nicolás, patrono del pueblo, era la imagen que había donado su marido a la parroquia siendo soltero. El capitán Recio dejó paso a la Dueña con la mirada en el mármol del suelo. El capitán se acercó al cura, he hizo un leve saludo militar con la cabeza, y por costumbre dio un taconazo que resonó en toda la iglesia. Abrió su boca, el destello de su colmillo de oro le indicó al sacerdote el camino, como un faro a un buque perdido. Ya comulgado, el Capitán Recio de retorno a su banco dio un vistazo general a los feligreses, como si fuese el encargado del recuento, como si su obligación fuera la de saber quién había venido y quién no. Se puso de rodillas y cerró los ojos, convencido de que si tuviese alguna culpa pendiente ya tenía el perdón de Dios.

Tía Aurora y Elena formaban fila junto a otras mujeres, esperando su turno de comunión, al paso por el banco de la benemérita, el Capitán Recio le lanzó un saludo a Elena, con un galante movimiento de cabeza. Ella correspondió al saludo con cierto desdén, quiso apretar el paso, pero se encontró con la espalda de una feligresa, «a estas comadres se les lleva una vida en comulgar», pensó.

Arrodillada en su reclinatorio y con las manos en la cara, Elena pensaba en Ismael, mientras intentaba despegar con la lengua la hostia que se le había quedado pegada al paladar. «Él no puede ser un asesino, Ismael no pegaba a los forasteros en las fiestas, ni bajaba la mano por debajo de la cintura de las mujeres cuando bailaba, ni escupía en la calle. Nunca le quito el bastón al ciego del caño, nunca le gritó a su madre. Pero hace tanto tiempo que no le veo, no sé qué pasa en el monte, tantos hombres solos, tanto tiempo a la intemperie, ¿se volverán salvajes?»

«¿El maqui muerto era un enemigo de Dios?», se preguntó Elena.

EL BAR

Cuando todos eran vecinos de todos, antes de que todo comenzara, en el pueblo había tres bares. A los pocos meses de los primeros muertos quedaron dos y cuando ya nadie se lo esperaba, solo quedó uno; ¿por qué?, ¿quién lo sabía? Bueno, la verdad es que todo el mundo lo sabía, al final el vecino sabía en donde tenía que entrar y en donde no. Quizá influyó las malas formas de algún tabernero o que en las frascas hubiese más agua que vino o que los clientes no quisieran buscarse un mal destino. Lo cierto es que solo quedó un bar.

─ ¡O tenemos paciencia o bajo el cierre! ─ Gritó el tabernero. La misa había terminado y el bar estaba a reventar de paisanos.

Un hueso de la cecina colgaba al final de la barra como testigo inanimado de los muchos parroquianos que tomaban posiciones en la barra. En el espejo, que estaba encima del perchero de cuatro brazos, se reflejaba la barra a vista de pájaro, era una imagen que recordaba a los mapas de los tesoros piratas, donde los tres tricornios negros marcaban la isla donde buscar, una isla que flotaba en un mar gris de gorras campesinas.

En el aire se mezclaban los aromas de las lociones para después del afeitado con el olor del humo del tabaco y del vinagre de los encurtidos. En la pila, desbordada de vasos sucios, una criatura de manos enrojecidas cacharreaba en el agua sonrosada. Por el grifo caía el invierno. El dueño iba de un lado al otro de la barra, parecía que flotara como un dios de pies alados. Atendía las comandas de dos en dos y de tres en tres.

─ ¡Que no pasen sed esos tres castellanos del fondo! ─ gritó el Capitán Recio.

Para el dueño, la voz del capitán se hizo única entre todas las demás, como si el bar se hubiese quedado vacío después de una alarma por fuego. Puso tres vasos correlativos sobre la barra de zinc y la frasca en un solo recorrido, de izquierda a derecha, los tiñó de rojo casi hasta el borde. El dueño acercó los chatos de vino diciendo:

─Esto de parte del capitán─.

Anselmo y los otros dos feligreses levantaron levemente sus gorras con dos dedos mirando en la dirección del guardia civil.

─Anselmo, ¿cómo va esa vida? ─ El Capitán Recio se había acercado con un vaso de vino en la mano derecha y la izquierda la apoyaba en la hebilla de su cinturón. Llegó con una sonrisa de autoridad en su boca, una mueca de superioridad que mostraba su colmillo de oro.

─Bien, bien. Ya sabe usted, vacas arriba, vacas abajo─ contestó Anselmo, tranquilo, con los pies bien puestos sobre el suelo. Anselmo había sido soldado en África. Los otros dos paisanos se mantuvieron callados, con la mirada esquiva.

─Ya tendrá todo preparado para el invierno─ dijo el capitán.

─Si señor, las conservas en la despensa y la paja en el pajar. ¿Y usted va a pasar este invierno con nosotros?

─Algunos me van a tener que seguir viendo el bigote─. El capitán carcajeó

El señor Recio pensaba que en seis meses volvería a la ciudad con su misión cumplida, pero ya iba para un año. Añoraba su casa, la vida del centro, su sillón frente al balcón que daba a la calle Mayor, donde pasaba las horas muertas observando a los que pasaban por las aceras, a los que se miraban, a los que se rehuían, a los que se agarraban de las manos. Hacía un año que no se echaba a la boca las patatas con los níscalos, un poco picantes, del bar El León. Hacía muchos meses que no olía el añil de las sábanas limpias de la casa que regentaba la Señora Marisa y que sus manos no disfrutaban del suave tacto de la seda.

─Estos cabrones de subversivos son como fantasmas─ continuó el capitán, ─cuando nos decidimos a asaltar un escondite, ya no hay nadie, ni huellas que seguir. Como si fueran demonios con alas. Ellos tienen mil ojos que nos vigilan, tanto en el monte como en el pueblo─ Había impotencia y malicia en las palabras del guardia civil.

─Capitán, si esta semana le echó mano a uno, la cosa no va tan mal─ Anselmo aduló al capitán.

─Dígaselo al Gobernador Civil.

El capitán comenzó a imitar al Gobernador Civil, puso un tono de voz grave, guiñó los ojos como un chino y se atusó el bigote como un cómico del cine mudo: «Capitán Recio… ¿sabe cuántos hijos tengo?, tengo tres, ¿sabe desde cuando no los puedo llevar al campo de merienda?… Que hemos ganado la guerra… señor mío y así no podemos continuar. Para la próxima primavera, ya sabe, muchas flores en el campo y los bolcheviques muertos en las cunetas», los contertulios simularon algunas risas.

─Claro que en el despacho del Gobernador Civil no hay barro que le ensucie los zapatos. Y para añadir más cifras a la suma, la Dueña habló personalmente con el Gobernador, para exigir mayor vigilancia en sus propiedades­─. Comentó el capitán en tono de queja.

En el invierno, con la nieve, los guerrilleros bajaban con más frecuencia al pueblo para abastecerse de comida.

─ ¿Anselmo, el invierno pasado no echaste nada en falta?

Anselmo sabía que las preguntas del capitán eran como las cajas de los magos, siempre tenían doble fondo. La benemérita sospechaba de cada paisano, pero él ahuyentaba los recelos con su voz segura. Anselmo reveló el método para asegurar su casa: dejar siempre una lámpara de aceite encendida, atrancar bien las puertas, revisar que las llaves estuviesen bien echadas y poner trampas de ruido. Para finalizar dijo: «y como me falta mi señora, me meto en la cama con la escopeta, es más fría pero más segura». El capitán emitió una sonora carcajada.

─Anselmo y compañía, lo que les digo siempre ─ continuó el capitán ─ si algo se mueve en el monte, si se encuentran con cualquier cosa extraña, aunque sea un hueso de pollo o una monda de naranja o un cordón de zapato, con lo que sea me avisan.

─Capitán, ni qué decir tiene─ fue lo primero que dijo uno de los compañeros de vinos de Anselmo, intentando mirarle a los ojos.

El capitán se acercó más a Anselmo, dejando a su espalda a los dos paisanos y bajando la voz le dijo:

─He saludado a su hija en la misa, siempre tan guapa.

─Tan guapa como su madre─ contestó Anselmo con orgullo de padre.

─Pues la saludé y me dio la sensación de molestar─ el capitán dejó entrever cierta decepción.

─Disculpe a la chica, es joven y tan arisca como su tía.

El capitán Recio era la máxima autoridad para la vigilancia del orden público en la comarca. Manejaba información de todas las almas que estaban bajo su jurisdicción y por su condición de soltero, prestaba especial atención a los datos que poseía de las mujeres solteras, viudas y de alguna casada. Pensaba que la soledad que le provocaba su cargo bien merecía, de vez en cuando, alguna recompensa. Pero la hija de Anselmo estaba en otra categoría. A Elena la miraba con distintos ojos que al resto, el capitán veía la posibilidad de que aquella joven tuviera un hueco en su diminuto cajón donde guardaba su alma sensible y que llevaba tantos años vacío.

─Apenas la veo por el pueblo. Alguna vez pasa por la plaza para hacer algún recado, pero no se entretiene. Fíjese que ni bajó al baile de la fiesta.

─Capitán, la casa da mucha tarea─ La contestación de Anselmo sonó a disculpa.

─El trabajo… y ese novio desaparecido. Usted Anselmo sabe que lo sé casi todo. Dígale a su hija que el futuro de ese muchacho es la cárcel o un tiro en la cabeza.

─Ya sabe capitán como son las mujeres.

─Cuando están enamoradas son muy tozudas─ y tras una breve pausa el capitán continuo. ─Ahora mismo estaba pensando que hace mucho tiempo que no me como un buen puchero y le iba yo a proponer, si no es mucha molestia, que me invitara un día a su casa y así de paso le demuestro a su hija que la Guardia Civil no se come a nadie.

─Con mucho gusto. Dese por invitado capitán─ Anselmo contestó con media sonrisa y los puños apretados

─Pues ya me dirá usted Anselmo.

─Sin tardanza.

─Muchas gracias caballeros. Que tengan un buen día, Anselmo y la compañía.

El capitán se levantó el tricornio levemente en señal de despedida y se fue a reunir con los otros dos números que le esperaban al otro lado de la barra. Cada paso que daba atravesando el bar era un paso de Moisés, las aguas del mar de paisanos, que inundaban el local, se iban apartando de su camino. Anselmo y sus dos amigos quedaron en silencio.

La hora de comer llegó y el breve tiempo que daba la semana para el disfrute y la conversación estaba finalizando. Fueron apareciendo hijos, mandados por las madres, para anunciar a los padres que la comida ya estaba en la mesa. La mayoría de ellos no fueron bien recibidos. El bar, poco a poco, se fue vaciando. Los parroquianos más vitalistas pensaron, con un sentimiento de rebeldía, que no era justo que los buenos momentos se consumieran sin sentirlos, que la vida pasara en un suspiro, que el tiempo fuera caprichoso, voluble y discrecional. En cambio, los pusilánimes y los timoratos, daban por buena la maldición divina que el cura repetía domingo tras domingo: «ganaras el pan con el sudor de tu frente», y volverían a sus casas convenciéndose de que dios era justo.

Al final solo quedaron los clientes que siempre están, los clientes que odiaban los domingos.


SINOPSIS

La novela lleva por título “Las cartas de Ismael”.

La trama de la novela tiene un contexto temporal que se desarrolla en los primeros años de la década de los cuarenta del siglo pasado; en un pueblo de España, pero sin concretar el lugar. La guerra civil estaba recién concluida y los grupos de maquis ocupaban algunas sierras de España.

Elena, el personaje protagonista de la novela, no sabe leer. Y en torno a esta circunstancia circulará la trama.

Elena es una muchacha joven que tiene a su novio Ismael en la sierra. La guardia civil sospecha que su padre Anselmo está en contacto con los guerrilleros a los que quieren perseguir, y para esto idean un plan: tener vigilado al padre de Elena.

El plan consiste en que un falso guerrillero se presente ante Elena como un compañero de Ismael. Fermín, que es el falso guerrillero, se ganará la confianza de Elena leyéndole cartas falsas de su novio. Él sabe que Elena no sabe leer.

Ismael fue torturado hasta la muerte por Fermín, de modo, que este conoce suficientes detalles de la vida de Elena y de su relación con Ismael como para dar veracidad a sus cartas inventadas.

Elena se encontrará aislada. Su tía Aurora quiere convencerla de que de por perdido a su novio. Anselmo, su padre, con su hermetismo trata de protegerla. Y el capitán Recio, jefe de la guardia civil de la comarca, trata de cortejarla.

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