Tiempo de sequía

Ahora que se cumplen tres años sin que del cielo haya caído una sola gota de agua, Pedro Agravio entierra al viejo Nicolás con sus propias manos en el antiguo humedal. Mientras lo hace, levanta la vista y no puede creer lo que está viendo.

El viejo apareció en el pueblo hace seis meses. Bajó de uno de los autobuses de línea que vienen de la capital y continúan después hasta la costa con una bolsa de deporte, vieja como él, agarrada por las asas. Hacía un calor pesado y polvoriento. Después, entró en el bar de Pedro Agravio y pidió anís con coñac. De eso ha pasado ya mucho tiempo. Pedro lo ha traído desde la parte alta del valle tumbado a horcajadas sobre el lomo de su caballo, vestido con el mismo traje azul oscuro con el que llegó. Pero muerto. Ha caminado a su lado, sujetando de forma solemne las riendas con la mano derecha, como si él solo bastase para conformar el cortejo fúnebre más digno que el viejo pudiera tener. La sequía ha hecho que el valle por el que Pedro y el viejo Nicolás avanzan sea ahora naranja y desabrido. Para cuando el viejo llegó, todavía quedaban unos pocos costurones verdes. Arriba, por la parte de la torre del reloj, el bosque aún conservaba algunas hayas y encinas. Hoy, la tierra deja ver sus venas en forma de grietas; está ya muy enferma de sed.

El viejo Nicolás pasó la primera noche en la casa de Pedro Agravio, y se quedó en ella hasta el final. Tiempo después le diría que le gustaban las casas con cuadra y caballo, que le recordaban a su infancia. Pero tampoco mucho más. Pidió fonda en el bar después de haber apurado dos copas, y miraba a todo el mundo con los ojos muy abiertos. No lo hacía con asombro; más bien se podría decir que estaba muy solo y que intentaba adaptarse con rapidez al pueblo, a la gente. Pidió otra copa, y luego otra más, y entonces dijo:

––Hace un calor del demonio.

––Es la culebra de San Aresio ––respondió Pedro, mientras secaba unas tazas de loza con el paño amarillento que colgaba de su cintura––. Escuché hablar de ella a mi abuelo cuando era niño, pero siempre creí que eran leyendas de los mayores. Él decía que la culebra secaba el cielo, y que ya no volvía a llover en un lustro. Y fíjese; ya va para dos años y medio.

––Pronto lloverá ––continuó hablando el viejo, y removió los hielos de su copa haciendo girar la muñeca. Lo dijo bien alto, lo suficiente como para que le escuchasen en la barra y también en las mesas donde por grupos se juntaban a jugar a dominó y a cartas. Todos le oyeron, y algunos decidieron protestar:

––Eh, amigo; no nos gustan los forasteros que vienen al pueblo a reírse de nosotros ––dijo uno de los jugadores con tono lánguido y siniestramente cadencioso––. ¿Habéis escuchado, muchachos?, ––continuó mientras se levantaba de su silla y se acercaba despacio hacia el lugar de la barra donde se apoyaba el viejo––. Así que piensa que lloverá pronto, ¿no es eso?

––Así es, señor. Antes de que pase medio año, respondió el viejo después de apurar de un último trago lo que quedaba en la copa redondeada de cristal.

––Es usted muy listo, ¿verdad que lo es, chicos? ––habló de nuevo el jugador mientras recibía desde las mesas la complicidad de sus compañeros––. Sólo han pasado dos años y medio; la culebra maldice la tierra durante cinco años. Dígame, amigo: ¿quién le ha contado que lloverá? ¿Acaso puede usted hablar con Dios? ¿Ha sido Dios quien se lo ha dicho? ––Empezaron a oírse carcajadas. A esas alturas, todo el bar estaba ya pendiente de la conversación.

––Simplemente lo sé. ––Ahora el viejo se había girado y encaraba al jugador. Con el pie arrastró su bolsa de deporte hasta pegarla completamente contra la base de la barra.

––Muy bien. Si tan seguro está no tendrá inconveniente en apostar. ¿Quiere apostar, abuelo? Si lo tiene tan claro, será dinero fácil. No hay nada que perder.

––Ya está bien, Pascual ––terció Pedro Agravio desde detrás de la barra––. Todos estamos muy nerviosos. Esta maldita sequía está acabando con la tierra, y también con nuestra paciencia ––dijo dirigiéndose al forastero en tono de reprimenda amable.

––Apostemos ––zanjó el viejo––. ¿Qué es lo que quiere apostar? ¿Dinero?

––Apostaremos un millón. Sí, un millón estará bien. ¿Qué le parece, abuelo? ––El jugador parecía excitado, y parecía también buscar apoyo con los ojos a lo largo de la taberna.

––Un millón ––murmuró––. Me encantaría poder aceptar la apuesta, pero me temo que no tengo ese dinero. ––Le pidió a Pedro otra copa de anís con coñac y siguió hablando––. Se me ocurre una idea mejor; después de todo, yo ya soy viejo y tampoco es que me queden muchos sitios adonde ir. Le diré lo que haremos. Si de aquí a la Virgen de los Dolores rompe a llover, usted me dará no uno, sino dos millones. Si eso no ocurre, yo moriré. Apuesto mi vida.

––Por Dios, Pascual ––gritó Pedro al jugador––. Acaba ya con esto. Pero no pudo impedir que el viejo le estrechara la mano y sellara la apuesta. Después, el hombre cogió del suelo su bolsa de deporte y, alargando el brazo derecho hacia Pedro Agravio dijo:

––Me llamo Nicolás. Por favor, ¿podría indicarme el camino hacia mi habitación? Estoy cansado. Necesito dormir.

Pedro Agravio y el viejo Nicolás han dejado atrás la zona del valle en la que las hojas de los árboles han tomado ya un color amargo de puro calcinadas por el sol. Hay trozos de la corteza de los troncos en la tierra, y eso crea un efecto hermoso en medio de la desolación. El tono oscuro de las costras destaca por encima de la marga pálida, grisácea en algunos tramos. Parece como si las dos, tierra y corteza, fuesen a mezclarse como se mezcla el café en la leche hervida. El caballo sobre el que yace el cuerpo débil e inerte del viejo está inquieto; a ratos parece que vaya a encabritarse, y Pedro tiene que sostener con firmeza las riendas para que el viejo muerto no caiga. Bajando hacia el humedal, el camino aparece recubierto de un mantón de rastro seco. Pedro piensa que es como si a la tierra le hubiesen crecido canas de tanto sufrir.

El primer mes que el viejo Nicolás pasó en el pueblo, la gente no hablaba de otra cosa que no fuera la apuesta. Él, mientras, vivía arriba, en la casa de Pedro Agravio, y bajaba al bar para desayunar, comer y cenar. Por las mañanas, caminaba solo durante horas por la umbría estéril, y las tardes las pasaba con Pedro, hablando. En sus conversaciones, que a veces acababan de madrugada, el viejo le contó no demasiadas cosas acerca de su procedencia, pero nunca llegó a decir por qué motivo estaba tan solo. El dueño del bar intentaba todos los días que desistiera, que abandonara la apuesta. Pero cada vez que sacaba el tema, el hombre salía por la puerta. También acudió en un par de ocasiones a hablar con Pascual para convencerle de que había que parar aquella locura. Sin embargo, el jugador le dijo hay que darle un escarmiento a ese sabelotodo, y también le dijo no te preocupes, Pedrito; que no seré yo quien mate al viejo. Se trata sólo de divertirse, ¿eh, amigo

Cuando Pedro Agravio y el viejo Nicolás llegan por fin al antiguo humedal, el dueño del bar siente unas profundas ganas de vomitar de rabia y de angustia. Nunca desde que comenzó el tiempo de sequía había observado tan de cerca el terreno en el que apenas unos años antes, y desde siempre, se había concentrado la mayor cantidad de agua de todo el pueblo. Ahora pisa las mellas que se abren en la caliza, y de ellas surge toda clase de insectos; hormigas y arañas con las patas muy largas que parecen haber dominado el territorio. Pedro ha parado el caballo y baja en brazos al viejo con mucho cuidado. Lo deposita en el suelo, agarra una pala que cuelga de la alforja y empieza a cavar. Aunque atenuado por el mes de septiembre, sigue haciendo un calor pesado y polvoriento.

A medida que iban transcurriendo los días, Pedro Agravio fue tomándole más cariño al viejo, hasta el punto de que decidió no cobrarle la habitación. Eso a él no se lo dijo. A cambio, el viejo Nicolás empezó a revelarle conocimientos dignos de un profesor de Universidad. Pasaban horas y horas hablando de la Naturaleza, de Dios y de los hombres, y Pedro le preguntaba las cosas como lo haría un alumno. A veces, coincidía en el bar con Pascual, y éste se divertía provocándole. Le decía ¿Y dónde va a querer que le enterremos; eh, abuelo? No nos pida un sitio fresquito, que de esos ya no nos quedan. Y luego le decía a Pedro que le pusiese un poco de vino o una copa de anís con coñac, que él invitaba. Y todo el bar se reía. Una tarde, ante la pregunta, que se repetía como una letanía cada vez que los dos hombres se encontraban, el viejo respondió que si finalmente no llovía, quería que le enterrasen en el humedal. Pero nadie le hizo caso, y el jugador le convidó a beber de nuevo.

Ahora Pedro Agravio clava la pala en la tierra, dura y ajada, del antiguo humedal. Le cuesta mucho trabajo hincar el filo de la herramienta en el suelo. Ni siquiera la ayuda de su pierna derecha le facilita el trabajo.

Casi sin sentir, la primavera dio paso a un verano implacable en el que no sólo no llovió, sino que el calor, más pesado y mucho más polvoriento que en años anteriores, sembró una película de calina de la que nadie en el pueblo podía escapar. El viejo volvía de sus paseos matinales con el bajo de los pantalones lleno de restos como de tamo y ceniza. Los pocos rastrojos que quedaban se disolvían prácticamente con el sólo contacto de cualquier otro objeto. Cuando iba a comenzar el mes de septiembre, por el norte aparecieron unas nubes blancas, rollizas, y entonces en el bar nadie habló de la apuesta. Las mujeres le rezaron a San Aresio durante cinco días y cinco noches para que lloviese, pero las nubes se fueron tres días antes de la fiesta de la Dolorosa, el final del plazo. Y entonces algunas personas pensaron que el viejo Nicolás iba a morir.

El viejo Nicolás está tumbado en el suelo mientras Pedro Agravio ahonda la tierra y se seca el sudor con la camisa remangada. Parece un niño dormido. Se diría que descansa tranquilo. Pedro vuelve a secarse el sudor y luego escupe. La tierra absorbe rápidamente el salivazo, y sólo deja un contorno blanquecino, que desaparece poco más tarde.

Ayer fue el día de la Virgen de los Dolores. El viejo Nicolás bajó a desayunar al bar de Pedro a la misma hora de siempre. Tomó café con un chorro de coñac, y después jugueteó con un palillo que se acabó colocando entre los dientes. El dueño del bar no quería mencionar el tema de la apuesta, pero tuvo que hacerlo cuando el viejo le dijo:

––Pedro, quiero darte las gracias por haberme dado techo en tu casa durante estos meses. Creo que ha llegado el momento de pagarte. Por favor, dime qué te debo.

––Qué me va usted a deber, Nicolás. Ande, ande; no me diga que se quiere ir ya. ¿Acaso no está usted a gusto aquí, en el pueblo? ––intentó disimular Pedro.

––No ha llovido, Pedro, continuó el viejo. Me equivoqué. He perdido la apuesta.

––¿Y quién se acuerda ya de la apuesta? Aquello fue una tontería, una bravuconada más de Pascual, que ya ha visto usted cómo es. ¿Quiere que le ponga otro café?

––Verás, Pedro. Me gustaría regalarte algo ––continuó hablando el viejo. Y entonces sacó del bolsillo de su chaqueta azul oscuro un libro pequeño, encuadernado con tapas de piel granate.

––Guárdelo usted y esta noche lo leemos juntos, ¿quiere? Ese no me lo había enseñado antes.

––Quiero que te lo quedes ––El tono del viejo Nicolás parecía más serio y desafiante que nunca––. Y ahora te dejo. Es la hora de dar mi paseo.

Pedro Agravio se seca el sudor una vez más. Está acalorado y también está cansado. Ha pasado toda la noche sin dormir buscando al viejo Nicolás. Ayer, día de la Virgen de los Dolores, no volvió a comer. A media tarde, el dueño del bar salió, junto con Pascual y algunos hombres, a rastrear el monte quemado, el valle y todas las calles del pueblo. Pero el viejo no aparecía. Cuando el sol se escondió, los demás se fueron y Pedro Agravio se quedó solo. No dejó un palmo de la villa por mirar. Al amanecer, regresó a casa. Entró en el baño y se refrescó la cara. Después, se cambió de camisa y pasó a la cuadra a dar de comer al caballo. Fue allí donde encontró al viejo, colgado por el cuello de la viga que sujetaba los hatillos de paja. Todavía sudaba. Por eso, esta mañana, Pedro Agravio está terminando de cavar en la tierra adusta y acartonada del humedal un agujero para que el viejo Nicolás descanse donde pidió hacerlo. Lo carga de nuevo entre sus brazos y lo recuesta dentro, con las manos cruzadas sobre el pecho. Después reza una oración que interrumpe para mirar súbitamente hacia arriba. Está cansado, está acalorado y también está aturdido por todas las cosas que han ido pasando. Al elevar la cabeza es cuando se da cuenta de que no puede ver el sol, no sabe dónde está. Su lugar lo ocupa ahora en el cielo una nube oscura, traicionera e impuntual. Pronto son más las nubes, y Pedro Agravio se apresura para cerrar el hoyo en el que el viejo Nicolás dormirá para siempre. No ha terminado de taparlo cuando siente en su mejilla una gota, y después otra, y luego otra más. Y la tierra marchita parece abrir más sus grietas para beber. Y ya no queda un rincón que no esté tapizado con lunares de agua, que cada vez rompen con más fuerza. Y es entonces que Pedro Agravio vuelve a levantar la vista. Y no puede creer lo que está viendo.

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