Entre Navidad y Año Nuevo —ese corredor de aire donde el tiempo se distrae— no se hace nada, pero se hace todo.

Se nada, sí, pero en una pileta sin agua. Se flota en el calendario.
Se leen libros que no empiezan y se terminan igual.
Se relee una frase creyendo que es nueva y descubriendo que ya la habíamos escrito el año pasado… o dentro de diez años.

Se come lo que sobró como si fuera un ritual arcaico.
Se duerme a deshora, que es una forma modesta de la rebelión metafísica.
Se promete no prometer nada (promesa que, por supuesto, se incumple).

Entre Navidad y Año Nuevo: el futuro todavía no exige, el pasado ya no acusa, el presente se permite ser una hipótesis

Es una semana apócrifa.
Un anexo del año que no figura en el índice.
Un paréntesis donde el lector —vos— puede sospechar que la vida no avanza: se corrige.

Así que, aparte de nadear, se puede errar con elegancia, pensar sin conclusiones, o simplemente aceptar que durante unos días el mundo funciona mal y por eso, exactamente por eso, funciona mejor.

Sobre los días que sobran:

Se ha dicho —con una convicción que no excluye el error— que entre Navidad y Año Nuevo existen días suplementarios, agregados por descuido o por cortesía. No pertenecen del todo al año que muere ni al que insiste en nacer. Son días sin jurisdicción, semejantes a esos países que figuran en los mapas antiguos pero que ningún viajero ha pisado.

Durante ese lapso, el tiempo adopta una conducta impropia: avanza sin urgencia y retrocede sin culpa. Las horas no se acumulan; se repiten. El martes puede ser jueves, y ambos pueden ser una tarde de domingo. Esta confusión, lejos de ser un defecto, constituye su secreto orden.

Las actividades habituales —trabajar, decidir, planear— resultan indecorosas. En cambio, prosperan ocupaciones menores y por eso esenciales: mirar una pared, corregir mentalmente una conversación que nunca ocurrió, abrir un libro al azar y aceptar la página como destino. Algunos llaman a esto descanso; otros, con mayor precisión, lo llaman extravío.

Hay quienes nadan. El agua, sin embargo, es secundaria. Lo fundamental es el gesto: avanzar sin llegar. Se nada como se piensa en estos días: en círculos, con una vaga esperanza de orilla que no se busca alcanzar.

Sospecho que esta semana intermedia fue concebida para un fin modesto y secreto: permitirnos ensayar una vida sin argumento. Una vida donde los actos no reclaman consecuencias inmediatas y donde el yo se vuelve una nota al pie, prescindible pero curiosa.

Cuando finalmente llega el Año Nuevo, esos días sobrantes no desaparecen. Se disimulan. Quedan escondidos en los lunes inútiles, en las siestas injustificadas, en esa sensación ocasional de estar viviendo una escena que ya fue leída. Tal vez por eso el año se repite: porque nunca terminamos de salir de ese intervalo.

Este ensayo es falso porque no demuestra nada. Apenas registra una sospecha: que entre Navidad y Año Nuevo no pasa el tiempo; pasamos nosotros, distraídos, creyendo que avanzamos, cuando en verdad estamos aprendiendo —sin saberlo— a quedarnos.

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