Resultó que nadie me llamaba. Sorda estoy. Y desorientada. Alerta todavía, en el medio de la noche me quedé rumiando sola no más de dos, o tres, hebras (de las más finas que pude colectar; el campo, últimamente, tiende a mustio)
La cola, las moscas y pastar, qué más. Animal obtuso y huero, el campo. Y sordo, igual que yo. Inútil entablarle una querella; hablarle de un terror, de un desconcierto.
¿Es cierto lo que dicen? ¿Qué es eso de acabar colgada? Que me vendrá el mazazo en el testuz primero, después el hierro en la garganta, después el gancho y a colgar, en cruz, invertida, dicen. Si al mismo campo volverán por fin mis huesos, qué corto el viaje. Nacer, crecer, morir, aquí, en un potrero. ¿A esto le llaman conocer el mundo?
Después de todo, ¿qué habría que conocer? ¿Hay algo afuera? Y si lo hubiera, ¿sería posible conocerlo? ¿Cuál sería el modo? En todo caso, ¿valdría la pena conocerlo? ¿Para qué? Aquí, la vida se suscita en blanco y negro, el día se sobrelleva pero la noche es este pozo de preguntas y las preguntas, un movimiento tan instintivo como inútil. ¿De dónde le vienen a una vaca las preguntas?
El campo, sordo; la luna y las estrellas, mudas. ¿A quién gritarle, a quién llamar? ¿A ese que se pasea, de vez en cuando, erguido en sus dos patas (muy orondo el animal) seguido de dos lebreles? ¡Si se la pasa contemplando, igual que yo, el mismo campo, el mismo sol, la misma luna!
Erguirse así, despegar la cabeza de la tierra un metro más, a lo sumo, y para qué. En los ojos se le ve: el mono aquel ya descubrió su propio gancho.
Dan ganas de reír de todo esto. Pero ni eso, reír me fue vedado. El campo, el sol, la luna, me enseñaron: cada uno a lo suyo, sin chistar. Yo me repliego, agacho la cerviz y pasto. Solo una cosa deseé: tener un nombre.
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