Entrevista a la Verdad (que llegó tarde).

Entrevista a la Verdad (que llegó tarde).

La sala donde debía ocurrir la entrevista no pertenecía a ningún edificio conocido, ni a ninguna época precisa. Era una estancia antigua —o quizá futura— donde el tiempo había decidido, con la solemnidad de un monarca cansado, sentarse a escuchar. Los relojes, detenidos en horas distintas, parecían discutir entre sí; los libros abiertos por la mitad respiraban como si aguardaran la continuación de una frase olvidada; y por la ventana se veía un paisaje imposible, un horizonte que cambiaba de color según el parpadeo del entrevistador. Como esos televisores modernos, tipo galerías, que cuando no están encendidos, muestran obras de arte.

El entrevistador, por cierto, llevaba más de una hora esperando. No sabía si la Verdad podía llegar tarde, pero tampoco se atrevía a reclamarle. En aquel lugar, donde la lógica se doblaba como una cuchara por el poder de un ilusionista, cualquier certeza parecía un animal demasiado frágil para sostenerse de pie.

La llegada de la Verdad

La Verdad llegó finalmente, empujando la puerta con un suspiro que parecía venir de siglos atrás.

—Perdón —dijo, sacudiéndose un polvo que no pertenecía a este mundo—. Vengo de contradecirme en otro sitio. No pude evitarlo; me reclamaban dos versiones de mí misma al mismo tiempo.

El entrevistador abrió la boca, pero no encontró palabras. La primera grieta se abrió en su entendimiento:

¿Cómo podía la Verdad estar ocupada en varias versiones de sí misma?

La Verdad, como si leyera la pregunta en el aire, sonrió con cansancio.

—Créame, joven, no es fácil ser convocada por todos y comprendida por nadie.

La pregunta fundamental

El entrevistador, decidido a recuperar el control, formuló la gran pregunta:

— ¿Es usted absoluta?

La Verdad bajó la mirada hacia sus manos, que parecían hechas de un material que cambiaba de textura según la luz.

—La absolutidad —dijo con voz lenta, como quien elige cada palabra con pinzas— es un lujo que solo se permiten las mentiras bien organizadas.

Los relojes de la sala, como si hubieran escuchado una blasfemia, avanzaron un segundo y volvieron a detenerse.

La Verdad se explica (y se complica)

—Mire —continuó la Verdad, sentándose en una silla que crujió como un árbol viejo—. Yo dependo del ojo que me mira, del lenguaje que me nombra, del miedo o la esperanza de quien me necesita. No me niego a mí misma, pero tampoco puedo evitar llegar fragmentada. Soy como un jarrón antiguo reconstruido con piezas de distintas épocas. Cada quien me arma como puede.

El entrevistador sintió que la sala se inclinaba ligeramente, como si la arquitectura misma intentara comprender.

—Entonces… ¿Usted cambia? —preguntó, temiendo la respuesta.

—No exactamente. Me multiplican. Me traducen. Me fuerzan a caber en moldes que no fueron hechos para mí. Y yo, que debería ser una, término siendo muchas.

El momento revelador

La Verdad suspiró, y el paisaje detrás de la ventana se volvió un mar nocturno.

—Incluso yo —admitió con una tristeza lúcida— estoy hecha de aproximaciones. Cuando los humanos creen poseerme por completo, es cuando más lejos están de mí. Me vuelvo invisible justo cuando me declaran conquistada.

El entrevistador sintió un escalofrío que no sabía si era filosófico o físico.

—Entonces… ¿Qué somos nosotros frente a usted?

La Verdad lo miró con una ternura inesperada.

—Buscadores. Y eso es más digno que ser dueños.

El entrevistador abrió la boca para formular la última pregunta, pero la Verdad ya se había puesto de pie. Su figura parecía deshacerse en un leve temblor de luz.

—Debo irme —dijo—. Me esperan en un tribunal, en un poema y en una discusión familiar. No puedo llegar tarde a todas.

Se dirigió a la puerta, pero antes de cruzarla dejó una frase suspendida en el aire, como un cometa detenido:

—Recuerde esto: buscarme vale más que poseerme. Y dudar de mí es una forma superior de respeto.

La sala quedó en silencio. Los relojes no volvieron a moverse. El entrevistador, sin saber si había perdido algo o lo había encontrado, cerró su cuaderno y miró el paisaje imposible que seguía cambiando de color.

La Verdad no estaba allí.

Pero tampoco se había ido del todo.

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