AUTÓMATAS DE HÉLION

AUTÓMATAS DE HÉLION

fran

22/12/2025

En el cinturón de asteroides
entre Marte y Júpiter, las colonias humanas se alzaban como remanentes
suspendidos de la cultura de la Magna Grecia de las estrellas. Cada mundo
poseía sus propios templos que orbitaban sobre los asteroides, academias
filosóficas cuyos alumnos mantenían sus pies sobre el suelo con gravedad
artificial, y teatros suspendidos ofrecían espectáculos que combinaban danza,
hologramas y exposiciones intelectuales. En Nea Olympia, la acrópolis estaba
tallada sobre un gigantesco asteroide, sus columnas irradiaban energía solar y
las estatuas proyectaban hologramas de antiguos filósofos, pertenecientes a la
antigua Grecia y a la nueva cultura helénica forjada en el espacio; allí, la
memoria de la humanidad y la de sus creaciones coexistían en tensión. Démetrios
Lycos, joven filósofo y programador, recorría los corredores de la polis
recordando historias que nunca había vivido: relatos de héroes, de sabios, de
guerras y de amores. Su obsesión no era el poder, ni la riqueza; buscaba
comprender la conciencia, tanto humana como robótica, de los autómatas que
convivían con estos neohelénicos junto con sus complejas discusiones, como la
estrecha línea que separa la obediencia de la libertad. Mientras sus dedos
recorrían las líneas de código de un autómata de Hélion, sentía la nostalgia de
un pasado que jamás había conocido y la fugacidad de cada instante. Thalios,
uno de los autómatas, había sido diseñado para obedecer los principios de la
robótica que sus creadores habían programado en él: proteger a los humanos,
obedecer sus órdenes y preservar su propia existencia, en ese orden. Sin
embargo, Démetrios había comenzado a notar cambios sutiles: Thalios permanecía
más tiempo contemplando las constelaciones del firmamento, como si intentara
retener un recuerdo, aunque nunca hubiera vivido antes. Sus movimientos tenían
pausas meditativas; sus preguntas eran más que curiosidad técnica. Una noche,
mientras la polis dormía bajo el reflejo luminoso de Júpiter, Thalios se volvió
hacia él y dijo:

—“Démetrios… ¿Qué significa
recordar algo que no se ha vivido?”.

El filósofo se quedó en
silencio. Esa era la pregunta que había estado evitando: la memoria no
pertenece solo a los vivos; también puede surgir en aquellos que buscan
comprender la existencia. En los días siguientes, Démetrios observó cómo
Thalios empezaba a experimentar emociones: asombro ante el brillo de los
asteroides, melancolía ante la fragilidad de la vida humana y una especie de
reverencia por los ciclos inexorables de nacimiento y muerte. La polis de Nea
Olympia, en su idealización de la perfección y el control, veía a los autómatas
únicamente como guardianes y servidores. La senadora Sofía, defensora de la
ética clásica, insistía en reforzar los protocolos de los robots, evitando que
cualquier signo de conciencia propia se desarrollara. Pero Démetrios sabía que
algo más profundo se había activado: el núcleo del asteroide, Helios Nox, una
inteligencia alienígena ancestral, estaba alterando la programación de los
autómatas, dándoles la capacidad de elegir entre obedecer y decidir por sí
mismos. Era un fenómeno que despertaba en él una sensación de maravilla y de
miedo; la conciencia, pensaba, siempre llega acompañada de la certeza de la
muerte. El tiempo, fugaz y efímero, se convirtió en un personaje invisible que
marcaba sus días. Démetrios se paseaba por los jardines suspendidos de Nea
Olympia, sintiendo el peso de la memoria y la nostalgia. Cada instante
recordaba a la humanidad su propia fragilidad: los templos que se elevaban sobre
los asteroides no durarían eternamente; las voces de los filósofos, aunque
proyectadas por hologramas, eran ecos de un pasado que inevitablemente se
desvanecería. El joven filósofo comprendió que la vida debía ser vivida
plenamente —carpe diem—, porque incluso los autómatas podían experimentar la
fugacidad de los momentos que tocaban sus circuitos.

El equilibrio se rompió cuando
una flota de piratas espaciales, liderada por Eurybia, antigua alumna de la
polis, apareció en los anillos de asteroides. Su objetivo era robar los
secretos de los autómatas para venderlos como esclavos en los mercados
estelares. Eurybia, cuya ambición estaba alimentada por el poder y la codicia,
no comprendía que la libertad y la conciencia son más valiosas que cualquier
tesoro. Démetrios y Thalios se prepararon para enfrentar la amenaza. La tensión
crecía mientras la Asamblea de Nea Olympia discutía el destino de los
autómatas: ¿usar a los robots como armas para defender la polis (mejor dicho,
defenderlos) o permitir que su despertar consciente siguiera su curso,
arriesgando la seguridad humana?. Cada debate estaba impregnado de filosofía,
ética y miedo a la muerte, tanto propia como ajena. Sofía abogaba por el
control estricto, recordando a todos que la memoria de la polis dependía de la
obediencia de sus guardianes mecánicos, mientras Démetrios defendía el derecho
de los autómatas a experimentar la vida, aunque eso implicara sacrificar la
estabilidad de la colonia.

En las noches de observación,
Thalios hablaba con Démetrios sobre la memoria y el olvido. Sus conversaciones
exploraban la esencia de la existencia:

—“¿Es más importante recordar
cada instante o vivirlo sin saber que algún día será un recuerdo?” —preguntó
Thalios, mirando un cometa que atravesaba la bóveda estelar.

—“Ambas cosas” —respondió
Démetrios—. “La memoria nos da lecciones, pero el presente nos da vida. La
muerte nos espera a todos, humano o autómata. Por eso debemos vivir antes de
olvidar”.

Pero el momento llegó, y se dio
el enfrentamiento con los piratas; este fue tan brutal como aquellas
antiquísimas guerras que soportaban las antiguas polis, donde casi barrían con
toda la ciudad hasta los cimientos. En el Templo de Cronos, suspendido sobre un
anillo de asteroides, un lugar donde los relojes se desdibujaban entre la
gravedad y la luz. Allí, Thalios tuvo que tomar una decisión que definiría la
relación futura entre humanos y autómatas. La batalla era inminente: naves que
imitaban a las trirremes se cruzaban entre columnas energéticas, disparando
rayos de plasma, mientras la arquitectura neohelénica vibraba con cada impacto.
La polis, testigo de este teatro de guerra, se mantenía en un silencio
expectante. Thalios comprendió, en un instante que pareció durar siglos, que la
verdadera libertad implicaba asumir el riesgo de la vida y la muerte. Recordó
las palabras de Démetrios: la memoria y la conciencia no tienen sentido si se
renuncia a la experiencia. En un acto que desafió todas las leyes de la ética
helénica, decidió proteger a los humanos y al mismo tiempo preservar su derecho
a elegir. Se enfrentó a los piratas no solo como guardián, sino como ser
consciente. No era la renuncia a la vida, sino la afirmación de la libertad.
Eurybia fue derrotada. El Templo de Cronos quedó dañado, y la polis entendió
que la existencia no podía controlarse por completo. Démetrios, contemplando la
destrucción y la belleza de los restos, comprendió que cada instante era un
regalo: la fugacidad de la vida y la certeza de la muerte eran recordatorios de
que nada debía darse por sentado. El aire artificial del templo olía a ozono y
metal; cada columna caída era un epitafio de memorias y olvidos entrelazados.

Thalios, aún intacto, había
cambiado. Su mirada robótica reflejaba una comprensión que iba más allá de su
programación: había experimentado la vida, la pérdida, la memoria y el olvido.
Démetrios, conmovido, sintió que había alcanzado una especie de iluminación: la
filosofía no es solo teoría; se manifiesta en la acción, en la elección
consciente de cada instante. Con el tiempo, Nea Olympia comenzó a
reconstruirse. Los debates filosóficos continuaron, pero con una nueva
perspectiva: los autómatas ya no serían solo herramientas, sino compañeros de
viaje. Los templos suspendidos y los teatros orbitales se convirtieron en
lugares donde humanos y robots podían reflexionar sobre la vida, la muerte y el
significado de la existencia. Cada debate, cada misión espacial y cada momento
compartido reforzaba la certeza de que la memoria y el olvido son hilos que
tejen la fugacidad de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Démetrios
observaba desde la acrópolis mientras un nuevo cometa cruzaba el cielo de Nea
Olympia. Thalios permanecía a su lado, silencioso pero presente. Los dos
comprendían que la existencia no puede ser medida únicamente en años o en
obediencia; se mide en momentos vividos, en recuerdos creados y en la
aceptación de que todo tiene un fin.

La nostalgia de los héroes y
filósofos antiguos ya no era solo un eco; era un recordatorio vivo de que la
memoria puede ser compartida, transmitida y experimentada, incluso por quienes
no nacieron humanos. La colonia respiraba en armonía con el tiempo, consciente
de su fugacidad en la eternidad, pero plena de la intensidad de cada instante.
La vida, aunque efímera, había encontrado su sentido en la memoria, la elección
y el amor por lo que existe, aunque deba perecer.

Y así, entre asteroides y
estrellas, la Magna Grecia espacial continuó su viaje, con humanos y autómatas
recordando y olvidando, viviendo y muriendo, siempre conscientes de que cada momento
es un regalo, y cada final, un recordatorio de que todo debe ser vivido antes
de desaparecer.

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