EL ROMANCEAdela deja pasar los días, refugiándose en su trabajo. En nueve meses, su sonrisa se debilitó y el brillo de sus ojos negros almendrados se apagó. Todas las mañanas, a las seis, sale de su casa rumbo a la fábrica de medias Paris, en Barracas. Saturnino, el diariero, la saluda desde su bicicleta, como todos los días, y la sigue con la mirada hasta que sube al tranvía. Adela jamás reparó en él.Hasta que el joven se atrevió y, al verla pasar, la llamó por su nombre y la sorprendió con un ramo de violetas. Adela no las rechazó; le dio las gracias y se alejó incómoda, perturbada, preguntándose si había estado bien en aceptar las flores. De vuelta en su hogar, la madre, con mirada inquisidora, le preguntó:—¿Y esas flores?Sin deseos de dar explicaciones, mintió:—Me las regaló Hilda, son de su jardín.—¡Ah! Me imaginé, no tienes amigos, no sales…—¡Mamá!—Adela, cumpliste treinta años, tendrías que estar casada y con unos cuantos hijos. Me molesta que algunas vecinas, las arpías de siempre, con cara de yo no sé, me pregunten: «Adelita, ¿está soltera? Pobre, bueno, tal vez algún día». Yo sonrío, pero por dentro… ¡Chusmas! Lo peor es que tienen razón; como no te apures, te vas a quedar para vestir santos.—¡No me importa lo que digan!Ya en su cuarto, se tendió vestida en la cama y recordó a Saturnino: alto, delgado, sonriente, cabello engominado con Glostora y el bigote fino como Errol Flynn. ¿En qué momento se había fijado en él? Quedó alelada del descubrimiento.La mañana siguiente, él avanzó más y, cuando la vio, la invitó al cine; el sábado estrenaban Arrabalera con Tita Merello. Ya no iba a mentir y le contó a su madre sobre Saturnino. Esta, con asombro, preguntó:—¿Aceptaste, ¿verdad? ¡Por fin una cita!A solas en la alcoba, entrecerró los ojos mientras gruesas lágrimas bañaban su rostro y sus pensamientos explotaron con furia: «¡Ay, madre! Si usted supiera que Adelita, la que nunca tuvo novio, amó locamente a un hombre casado. Las tardes que le decía que iba al cine, mentía; me revolcaba junto a él en la cama de un cuartucho, gozando de un amor prohibido. Y sabe, madre, fui feliz sintiéndome amante, mujerzuela, mujer perdida, arena que acaricia el mar, leño que arde en la hoguera. ¡Amé y fui amada! El día que me dejó se agostó mi vida, me sentí vacía, creí morir. Mamá, se imagina, sus vecinas me hubiesen señalado y, por lo bajo: «Ahí va la puta». Sin embargo, Dios se apiadó de mí, brindándome una oportunidad para intentar ser feliz. Tal vez me cueste, pero estoy segura de que Saturnino me ayudará».Llegó el sábado y Adela estrenó un vestido negro con lunares blancos, ajustado a la cintura y de pollera amplia. El cabello lo recogió formando una banana, la cual sujetó con horquillas de carey; se maquilló con polvo Coty; sobre las mejillas extendió con los dedos un toque de rouge carmesí, dándoles color, para luego con el mismo lápiz delinear los labios.A las diecisiete en punto llegó Saturnino; vestía traje marrón, la corbata y el pañuelo del saco, verde oscuro con pintitas gris claro. Se saludaron y partieron en silencio, el cual ella agradeció. Ambos estaban nerviosos, pero al llegar a la parada del trolebús, él se animó:—Está muy linda.—Gracias.Saturnino bajó primero y le dio la mano para que ella descendiera. La película los emocionó y Saturnino prestó su pañuelo para que Adela secara las lágrimas. A la salida del cine, entraron a tomar un refresco. El diálogo se limitó a una sola pregunta por parte de Saturnino:—Adela, ¿le gustó la película?—Sí, Tita es mi actriz preferida.Él la miró y allí mismo le hubiera gustado decirle que la ama desde el primer día que la vio. Estos encuentros se repitieron y Adela, firme en su timidez, lo dejaba hablar, y así supo de la casita en Glew que poco faltaba para finalizar, que sus padres habían fallecido, no tenía más familia y por lo tanto ansiaba formar la suya, y que el puesto de diarios lo había heredado de su papá.A los dos meses de aquella primera cita, Saturnino le confesó su amor:—Adela, ¿acepta ser mi novia?Ella entornó los ojos y murmuró:—Sí, acepto.La frialdad de la respuesta caló hondo en el corazón del joven.El fin de semana siguiente, ambos anunciaron la fecha de matrimonio, motivo que alegró mucho a la madre de la novia, quien les había expresado:—¡Ya son grandes! ¿Para qué esperar?La fecha del casamiento se fijó para el 20 de diciembre; estaban en agosto, tiempo suficiente para planear la boda. Adela dejó que su madre organizara sin participar, siempre con una actitud conformista. Mientras tanto, Saturnino escondía detrás de una sonrisa tristeza; intuía que Adela guardaba un secreto, tal vez un amor que la hirió y recordarlo no le permitía ser feliz. Él se había enamorado sin importarle más que su presente; días, meses esperó para hablarle temiendo que lo ignorara y, sin embargo, ella no lo rechazó. ¿El pasado? Su romance comenzó sin ayeres y estaba dispuesto a vivir hoy, la quería mucho y no estaba dispuesto a perderla.Adela derramó muchas lágrimas en la soledad de su cuarto, respetaba a Saturnino, se sentía amada, valorada, supo lo importante que era para él en los gestos, las miradas y hasta en los silencios. En varias oportunidades intentó contarle su pasado, pero no pudo, mejor dicho, no quería perder su amor; Dios le daba una segunda oportunidad y no desistiría de ella.Las hojas del almanaque cayeron con prisa hasta llegar a la fecha prevista. ¡La boda! La casa desde temprano se vistió de fiesta. El patio embaldosado de rojo, con abundantes macetas verdes de geranios y dos enredaderas que desmoronan sus largas guías vestidas: una con la blancura de las campanillas, otra con jazmines del país. Las bombitas de distintos colores lo iluminan y, en el centro del mismo, la mesa, luciendo oronda la torta blanca de tres pisos. A un costado, una tarima improvisada con tablones, donde se lucen los regalos. En la entrada y con traje negro, el primo Víctor para custodiar que no entraran colados. La iglesia, aromada con gladiolos y claveles inmaculados; en el altar, Saturnino y su suegra. Los acordes de la marcha nupcial dieron paso a la novia del brazo del padrino.Adela estaba muy emocionada y por sus mejillas se deslizaban lágrimas cargadas de esperanza, las mismas que brotaban de los ojos de su novio.Ya juntos, frente al sacerdote, ambos se juraron amor eterno.Saturnino levantó el velo para besarla y ella le susurró un «te quiero» desbordado de amor, que los embriagó de felicidad.El sueño comenzaba a ser una realidad… La de ellos.
Liliana Elda Stefanini
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Buenos Aires, Argentina
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