En Navidad, un abrazo no es un trámite social: es un lenguaje. Dice “estoy”, “te veo”, “perdono”, “gracias”. Mientras celebramos el nacimiento de Jesús —sin ritualismos—, esta fecha nos confronta: ¿en qué momentos elegimos la fachada sobre la verdad? ¿Dónde hicimos bien? ¿Dónde fallamos? Un abrazo sincero no maquilla; ordena. Baja la guardia, desarma orgullos y vuelve humana la conversación que evitamos todo el año.
Abrazar de verdad es presencia completa: celular en silencio, respiración que se encuentra, silencio que no juzga. Es reconocer que la vida no es solo metas logradas, también son reconciliaciones a tiempo. Hay abrazos que piden perdón sin discursos; otros que cierran ciclos con gratitud; algunos que dicen “sigo aquí, contá conmigo” cuando el ánimo no alcanza. Un abrazo honesto no compra paz: la construye.
Esta época nos invita a revisar con sobriedad:
-
Lo que hicimos bien: constancias, cuidados, palabras que sumaron.
-
Lo que hicimos mal: reacciones, ausencias, promesas vacías.
-
Lo que vamos a cambiar: límites claros, hábitos simples, gestos verificables.
El abrazo se vuelve compromiso cuando lo sostienen decisiones: escuchar mejor, hablar con respeto, servir sin foto, pedir ayuda, decir la verdad aunque tiemble. No se trata de “ser perfectos”, sino de ser más auténticos. La Navidad tiene sentido cuando dejamos de actuar personajes y elegimos el camino que nos hace mejores para los demás: menos máscara, más corazón; menos “todo bien”, más “aquí estoy”.
Si hay sillas vacías, abracemos la memoria con ternura y vivamos el presente con propósito. Si hay heridas, que el primer punto de sutura sea un abrazo que abra la puerta al diálogo. Porque el abrazo, cuando es real, no es un fin: es un comienzo.
“Sobre todo, vístanse de amor, que es el vínculo perfecto.” — Colosenses 3:14
OPINIONES Y COMENTARIOS