SEMIHUDIDO

No recuerdo cuando empecé a hundirme. Tal vez siempre estuve así y yo tardé una vida entera en notarlo.

Sigo aquí, con la cabeza apenas fuera, como ese perro semihundido que pintó Goya en el muro de su casa, mirando con desconcierto aquello que no entendía. 

He vivido mucho. Yo solo sé que he ido perdiendo cosas: nombres, rostros, certezas. El mundo se volvió más incomprensible, y yo me quedé mirándolo con los ojos abiertos, esperando que alguien explicara qué estaba pasando. Nadie lo hizo. Quizá nadie sabía.

El perro no ladra, no se rebela. Solo mira. Hay una dignidad extraña en eso: aceptar que no comprendes, que no puedes salir, que el profundo y lejano horizonte ya no te pertenece. Yo también pasé años así, con la cabeza fuera de la tierra, fingiendo que todavía participaba.

El miedo no es grande. Es más bien una tristeza cansada. Me duele no haber entendido mejor, no haber sabido querer sin torpeza, no haber hecho preguntas a tiempo. Pero ya no importa. La arena me llega al cuello, sigue subiendo y mis fuerzas bajan.

Cuando la tierra me cubra del todo, el mundo seguirá rotando, dando vueltas y más vueltas, sin sentido. Así ha sido siempre.

Al observar el cuadro, la nostalgia y la ternura llegan sin avisar. De pronto recuerdo cosas pequeñas: una tarde sin importancia, una voz ausente, una infancia lejana, la forma en que el sol se escondía tras la montaña. No sé por qué eso y no otra cosa. Supongo que la memoria también se cansa y elige al azar.

Nunca entendí qué sentido tiene la vida. Pasé muchos años creyendo que habría una explicación clara al final, una frase ordenada que pusiera todo en su sitio. Ahora veo que no. La vida es desconcertante porque no promete coherencia. Uno hace lo que puede con lo poco que comprende, y eso ya es bastante.

Sé muy poco. Muchísimo menos de lo que finjo. Camino repitiendo ideas, costumbres, palabras heredadas, como si fueran propias. Y mientras tanto, sin ruido, me voy muriendo un poco cada día, a base de pérdidas diminutas: la energía, el interés, el cuerpo que deja de obedecer. Casi no se nota, pero un día te descubres viejo.

Y aun así, pese a todo eso, me siento feliz, de una forma tranquila y honda. Feliz por haber nacido, por haber estado aquí aunque no entendiera nada. Por mi mujer, por mis hijos, por mis amigos. Por haber mirado el mundo con curiosidad, incluso cuando dolía. Si volver a nacer significara volver a no comprender, volver a perder, volver a hundirme poco a poco… creo que aun así diría que sí.

Al final, cuando junto todas las piezas, veo mi vida como un puñado de escenas sueltas. Como el perro del cuadro de Goya, que mira manso sin entender. Recordar es una forma de agradecer en silencio. Incluso lo que se perdió sigue vivo en mis recuerdos. Vivir sin comprender del todo nos vuelve humildes, atentos. Nos obliga a mirar. Al final del camino, hay una dignidad serena en seguir mirando aunque el mundo no se explique.

Nos vamos muriendo poco a poco, es verdad. Pero también nacemos un poco cada día mientras respiramos, mientras alguien dice nuestro nombre y nos besa, mientras el sol todavía nos alcanza.

Haber estado aquí ya es suficiente. Haber amado torpemente, haber sentido miedo, haber dudado, haber reído… Todo eso pesa más que el silencio final.

Cuando llegue el final, no lo recibiré vacío. Me voy como el perro, sí, pero con algo aprendido: no hacía falta entenderlo todo para que la vida tuviera valor. Bastaba con vivirla.

Aurelio García

Traducción al castellano

Adiós, ríos; adiós, fuentes,
adiós, arroyos pequeños,
adiós, vista de mis ojos,
no sé cuándo nos veremos.

Tierra mía, tierra mía,
tierra donde me crié,
huerta que tanto quiero,
higueritas que planté.

Prados, ríos, árboles,
pinares que mueve el viento,
pajaritos cantores,
casita de mi contento.

Molino de castaños,
noches claras de luna,
campanitas sonoras
de la iglesia del lugar.

Zarzamoras de los bosques
que le daba a mi amor,
caminos entre el maíz,
¡adiós para siempre, adiós!

Adiós, gloria; adiós, felicidad,
dejo la casa donde nací,
dejo la aldea que conozco
por un mundo que no he visto.

Dejo amigos por extraños,
dejo la vega por el mar,
dejo, en fin, todo lo que quiero…
¡Quién pudiera no dejar!

Adiós, adiós, que me voy,
hierbas del cementerio
donde mi padre fue enterrado,
hierbas que tanto besé,
tierrita que nos crió.

Ya se oyen lejos, muy lejos
las campanas del manzano;
para mí, ¡ay!, pobrecito,
nunca más han de sonar.

Adiós también, querida mía,
adiós para siempre, quizás…
Te digo este adiós llorando
desde la orilla del mar.

No me olvides, querida mía,
si muero de soledad…
Tantas leguas mar adentro…
¡Mi casita! ¡Mi hogar!

Adiós, ríos; adiós, fuentes,
adiós, arroyos pequeños,
adiós, vista de mis ojos,
no sé cuándo nos veremos.

Rosalía de Castro

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