El detective Morales revisaba por última vez la casa del viejo político. El encargo era rutinario: un inventario de bienes tras una muerte repentina. La biblioteca olía a polvo y madera encerada. Entre los legajos de discursos y recortes de prensa, sus dedos encontraron una carpeta gris, fría al tacto.
Dentro, en lugar de documentos, halló fotografías. Eran viejas, en blanco y negro. Mostraban al difunto, décadas atrás, con otros hombres de traje en lo que parecía un bosque. En todas las imágenes, un joven con una gabardina clara aparecía al fondo, observando, siempre a la misma distancia. Lo inquietante era el rostro del joven: era idéntico al del candidato que ese mismo día los noticieros anunciaban fuera de la carrera electoral.
Morales sintió un escalofrío. Revisó fechas al dorso: 1968, 1985, 2001. El joven no había envejecido ni un día. Una última foto, reciente, mostraba al político muerto, ya anciano, sentado solo en un parque. Y allí, desenfocado pero reconocible, la misma figura con gabardina clara observando desde un banco distante.
El detective alzó la vista hacia la ventana. El crepúsculo teñía la habitación de ámbar. En el jardín vacío, la sombra de un poste se alargaba contra la hierba, adoptando por un instante la silueta precisa de un hombre con gabardina. Parpadeó, y solo fue sombra de nuevo. Respiró hondo, cerró la carpeta y supo, con certeza absoluta, que el inventario nunca sería público. Algunos pactos, comprendió, trascienden elecciones y muertes. Y siempre hay un testigo.
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