—Válgame la Virgen, es más tiesa que un ajo. ¿Y si le da un arrechucho, qué? Que tiene casi noventa años, madre —insistía mi hija—. Que aquí ya no hay ná y los cuatro que estaban han ahuecao el ala —yo dejaba que hablara y hablara—. Se han ido tós, aquí no hay más que rumanos de ésos. ¡Y mire qué pelo le han dejao! ¿Quién la ha pelao?
—La Petra —le solté sin vergüenza ninguna. La Petra es mi vecina, la pastora. De Bulgaria o así dice que es. Ella es como las mujeres de antes, con su pañuelico bien atao y con las manos más secas que el esparto. Pasamos muy buenos raticos y me hace compañía. Me trae de tó, queso de sus ovejas, el pan como se hacía antes, pero sobre todo, vemos la novela, me asea, me corta el pelo y me da palique, que falta me hace. Ella sabe to lo mío y yo lo suyo.
—Poco lista es esa… —y tiene razón mi hija, avispá es un rato, pero ya tengo unos años y una miajica conocimiento sí me queda. Ayer mismo la Petra me lo dijo con esa forma de hablar que tiene: “Si viene con estar preocupada por ti, bien, pero como saque tema dinero… No lleva a ti a ninguna residencia”. Y así pensaba hacer, dejar que le diera a la sinhueso pa ver a dónde llevaba la cosa.
Miré por la ventana del patio mientras mi hija seguía hablando, los chiquillos estaban sentaos en el poyo mirando el teléfono bajo la higuera que plantó mi Fernando. Ni caso a las collejas que habían salío en el campete ni al columpio que les puso su abuelo ni a los primeros ababoles del año.
—¿Qué mira, madre? Que le estoy hablando. ¿Sabe a quién me he cruzao viniendo? Al Manolito, el del puticlub de la nacional, hablando con el tuerto, que está más gagá que usted —otra cosa no, pero cabeza me la conserva Dios—. Hasta esos zánganos tienen un molino en sus tierras y usted ná.
—¡Déjalo! Menudo jaleo que arman esos armatostes —por unos pocos cuartos, los vecinos del pueblo habían vendío sus tierras pa dejar que pusieran esos trastos, que no son molinos ni son ná—. Allí tu padre tenía las viñas y le gustaba mucho de estar allí.
Vi cómo la cara se le ponía colorá como un tomate, pero paró el carro y se quedó callá. Yo me reía por dentro, sabiendo que le estaba poniendo las cosas difíciles. Quedé muda esperando porque ella no podía callar, solo estaba buscando palabras. Mientras estábamos en silencio, me levanté a revisar el puchero. El agua estaba a punto de bullir.
—¿Sabe, madre? —arremetió de nuevo—. El Inoce ha vendío la casa al médico y está divino en la residencia, dice que tiene de tó y se come muy bien…
—El Inoce es un pobre matao —la corté en seco, sabiendo que tó estaba a punto de explotar—. Claro que está divino si no tenía dónde caerse muerto, pero yo aquí estoy bien. —Paré y la miré fijamente, a ver si tenía el cuajo de replicarme.
—Ya… A usted, madre, le da tó igual, que los niños no son tan niños y ya irán pronto a la universidad —¿esos borricos? pensé yo—, y la casa se nos está quedando chica. Pero a usted eso le da igual. Ya le dije que se viniera a la ciudad, pero ná, usted tenía que quedarse aquí. Ni vende la era pa poner el molino, ni alquila la vega pa la siembra, ni vende esta casa que se cae a pedazos. ¿Sabe qué le digo? ¡Que se puede ir a pastar con las ovejas! —Reí la verdad y eso estaba feo. Ella indigná, claro. La Petra tenía razón—. ¡Pues ya está dicho! ¡Niños, que nos vamos!
Me quedé un rato callá después del portazo. Cogí el cucharón y empecé a servir la patata y los garbanzos en dos platos. Las golondrinas andaban con jaleo en el patio, las poquicas hojas de la higuera empezaban a brotar, la casa volvió a la calma y solté la última palabra del día con un suspiro:
—Ea.
OPINIONES Y COMENTARIOS