Parte II (Mirar al cielo es visitar el pasado)
“En algún ínfimo lugar del tiempo de Planck, la historia real y la historia ucrónica divergen”
Capítulo 4
Los tempranos y recios rayos de sol intentan atravesar el tupido follaje del indio mango, el enorme árbol que había servido de refugio nocturno a varios pájaros sorprendidos por la noche anterior.
El grito salido de algún lado provoca que un grupo de aves levante vuelo, sacudiendo hojas húmedas con sus alas y haciendo desprender unas delgadas ramas secas. Por esa cadena de acontecimientos; el hombre que duerme debajo del árbol, tendido en el suelo; reacciona despertando bruscamente sin tener una completa noción de la causa del sobresalto. Por segundos mira al cielo, observando la recién conformada bandada que se aleja, y que al momento deja de llamar su atención debido a los gritos que escucha.
―¡Maldito animal!
Son los gritos de una mujer renegando, y que esta vez el hombre sí oye, pero sin identificar la voz de la mujer que impreca.
―¿Qué hora es? ¿Dónde estoy? ―pregunta el hombre a nadie, parándose desconcertado.
―¡Maldito animal! Déjate ensillar, o quieres que te entre a palos ―amenaza la ignota a un posible equino.
Un rebuzno de protesta pone en evidencia al cuadrúpedo, que ya se interpreta como un arisco asno que rebuzna, para así declarar su fingida condición de sometimiento. La reacción del animal es seguida por más insultos de esa mujer, sin que ella supiera que de manera indirecta sus gritos emiten un mensaje, llegando hasta el hombre recién levantado como una encubierta señal de alerta que lo previene para conducirlo a la realidad. La esencia de la conversación de la mujer durante esa faena, continúa dando más indicios al hombre.
―¡So burro, so! Desgraciado, ponte quieto.
Ante la cercanía de la levantada voz, el hombre trata de esconderse. Se acurruca sobre sus rodillas y luego gatea hasta el grueso tronco del mango. Ya oculto detrás del tallo, se pone de pie y superficialmente palpa en los cuatro bolsillos de su pantalón. Luego toca un reloj de pulsera, lo saca del bolsillo y acomoda su esfera para quedar mirándolo con detenimiento.
De nuevo escucha a la mujer y se pone de rodillas, evitando ser visto. Ahora los gritos de la mujer son para dirigirse a dos personas.
―¡Pablo! ¡Oiga, Pablo! Voy al conuco; tengo que llevar la comida al hombre ese. En el fogón tienes dos arepas sobre el aripo y el marrano frito está en el caldero.
―¡Apúrate, Simón! Venga, mijo, venga. Móntate tú, yo voy caminando. ¡Arre burro, arre!
Un minuto después, el hombre observa a una mujer y a un niño que se alejan, acompañados por el resignado cuadrúpedo, sin jinete alguno.
El observador, sentado bajo el árbol y recostado en su tronco, deja que sus piernas se extiendan hasta rozar una charca. Su mirada se pierde en el horizonte distante y poco a poco va bajando la vista hasta toparse con sus botas. Después, yergue la cabeza y cierra los ojos por un momento. Al abrirlos nuevamente, fija su atención en el cielo despejado, imaginándolo como un refugio simbólico ofrecido por algún bienhechor; entonces, con fe ingenua, dirige sus palabras hacia el vacío , rogando en medio de su confusión.
―¡Dios mío! Ayúdame. ¿Dónde estoy, mi Dios?
Capítulo 5
A escasos metros de una vivienda se halla un hombre joven, de estatura media, piel levemente morena y cabello largo, negro largo y desordenado. Es el mismo que antes dormía bajo el árbol de mango y que ahora observa la vivienda, cuya estructura en su mayor proporción ha perdido posición vertical, pareciendo un riesgo vivir allí.
Sentado en un rudimentario taburete está un hombre de barba blanca, quien voltea ligeramente la cabeza a la dirección donde se encuentra el hombre. El anciano, manteniendo la misma postura, carraspea con fuerza; luego golpea el suelo con un garrote y en esa acción ladea su cabeza, mostrando el iris de sus ojos tan grises como la esclerótica.
Con lentitud, un perro flaco y marrón se aproxima al asiento del viejo, moviendo su cola. El animal husmea por un momento, indiferente ante la presencia de quien observa.
El espectador está tratando de encontrar una explicación por medio de lo que se presenta ante su vista: una ruinosa vivienda primitiva, un perro esquelético y un anciano ciego. El hombre mueve la cabeza en aparente negación; lo que aprecian sus ojos no le ayuda a salir de su confusión.
El can se marcha sin mover más su rabo, y con pausa entra a la agreste casa. El doméstico animal va a parar en un rincón, hallando un hoyo en la tierra muy pegado a la pared. Allí se tira el huesudo perro, sin rodeos. Se nota que el ciego y su perro están acostumbrados a vivir dentro de esa casa, la que, con todos sus elementos, el espectador mentaliza. Es una tosca construcción de paredes de adobe que alternan con secciones de tablas y palos entramados, los que sirven de apoyo a cuartones de madera que fungen como vigas del techo, de predominantes tejas rotas y desiguales.
El desconcertado hombre fija su vista en el invidente. El viejo escupe saliva negra de tabaco, y rascando su barba extiende la otra mano al suelo para alcanzar una totuma de taparo. De su boca saca una babosa bola de hoja de tabaco y la deja caer en la totuma. Con un movimiento torpe levanta el recipiente, acuñándolo con dificultad en un hueco de la pared de palos.
Con dilación se levanta del asiento, y apoyándose del vetusto bastón, emite prolongado gemido de dolor, hasta llegar a una posición más o menos erguida.
El anciano deja de quejarse y, sin avanzar, en silencio olfatea, blandiendo el garrote, más parecido a este, que a un bastón.
Permanece firme, orientando el garrote a un punto específico y de pronto pregunta con voz gruesa:
―¿Quién anda? ¡Quién anda, carajo!
―Gente de paz, señor. Estoy al frente de usted, no soy delincuente ni estoy armado.
―¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
―Solo agua, señor, tengo mucha sed.
El viejo apunta con su dedo hacia una tinaja. El intruso bebe con desesperación, sorbiendo el agua directamente del recipiente de barro.
―¿Quién es usted? Ni los animales hacen tanta bulla cuando beben. ¿De dónde viene?
―Yo también necesito saber de algunas cosas; usted me dice y yo le digo.
El viejo tantea con el garrote, tocando el banco de madera, y con cuidado se va agachando.
El intruso se le aproxima y le agarra el antebrazo, para ayudarlo. Al sentirlo, el viejo lo rechaza gritando a la vez que lanza garrotazos al aire.
―¡Déjame tranquilo, no me toques! ¡Aléjate!
El hombre se aparta del agresivo anciano y, sin salir de la casa, se dirige al fogón que antes había observado. Al llegar al lugar, toma una arepa del budare y destapa un negro caldero, de donde alza con sus dedos un pedazo aceitoso de carne de puerco.
Comiendo con voracidad, pasa frente al viejo, sin verlo.
―También te robas mi comida, por eso te vas. ¡Desgraciado!
―Me voy antes que la gente regrese del conuco. Y no lo diga así, solo compartió conmigo; en el fogón está su parte y gracias por todo, Pablo.
―Espere, no se vaya todavía, ¿qué quiere saber? ―dice con inesperada amabilidad el viejo, al escuchar que le llaman por su nombre.
―¿Dónde estoy, Pablo? Es obvio que en su casa, o al menos, es lo que me parece. Nunca he estado por estos lados y necesito saber en cuál caserío queda esta casa.
―En Toco Abajo, así llaman esto. Y usted ¿De dónde me conoce? ¿Y de dónde viene o dónde vive?
El hombre se mantiene pensativo por cinco largos segundos; el carraspeo del anciano lo apura a contestar; sin embargo, la respuesta estaba pensada.
―Su nombre lo escuché de una mujer que peleaba con un burro. Yo soy nuevo por aquí y me llamo José Campos. ¿Cuál es la ciudad más cercana a Toco Abajo, señor Pablo?
―¿Ciudad?, je, je. Por aquí no hay ciudad; cerca tenemos dos caseríos más: Toco Arriba y El Cardonal, después solo la serranía y por el otro lado queda la laguna. Para allá, pero bastante lejos, está Ciudad del Rey. Y usted, José Campos, si no conoce, ¿cómo llegó a mi casa?
―Esa es la cuestión, Pablo, anoche estaba ebrio y me acosté detrás de mi casa para pasar la borrachera. Y ahora me encuentro aquí, pareciendo que han pasado días. Y le pregunto, ¿qué fecha del mes es hoy? Porque miro mi reloj y no encuentro respuesta.
―La respuesta son sus amigos, con quienes bebía aguardiente; de seguro te robaron y después te dejaron tirado en este monte.
―No Pablo, bebía solo. Y tengo todas las pertenencias que cargaba encima cuando me acosté en el suelo. Le aseguro que no me robaron; pero dígame la fecha de hoy ―dijo el intruso, hablando con mayor naturalidad, cual amigo del anciano ciego.
―Te puedo decir, hoy es lunes, pero la fecha exacta del mes de enero no la sé. El almanaque que está pegado detrás de la puerta es de hace dos años. Y antes que se vaya, tráigame lo que me dejó en el fogón.
El tal José Campos revisa detrás de la puerta y de regreso le entrega la comida al viejo. Y allí se queda el intruso, sin intención de alejarse.
―¿Qué te pasa? ¿Por qué sigues parado ahí?
―¿Cómo sabe usted que ese almanaque es de hace dos años?
―Por tu voz, parece que eso te asusta. ¿Qué le sucede, José?
―Nada, nada, solo responda mi pregunta.
―Me lo regaló el compadre Jacinto Toro cuando cumplí cincuenta y ocho años; ese es el almanaque de 1858. En febrero cumpliré sesenta, voy andando con el siglo
El hombre joven mira al invidente y, frunciendo el ceño a causa de su incomprensión o por un esfuerzo para entender, le comenta:
―Revisaré la autenticidad de ese calendario, ya vengo.
Mientras el circunstancial visitante indaga dentro de la casa; afuera, donde permanece el anciano, se escucha el trotar de caballos que proviene del fondo de la casa. Luego, más cerca, se oyen voces. El huesudo perro, que fue el primero en escuchar, sale de su hueco y comienza a ladrar insólitamente fuerte y seguido, buscando a quienes lo han despertado.
―¡No salgas, escóndete José! ―alerta el ciego, oyendo el tropel.
―Ohh, oh. Buenos días, Coronel―Saluda un jinete armado, desde una prudencial distancia.
Es un grupo de cuatro hombres a caballo, todos armados. El desfile del cuarteto lo cierra uno con vestimenta militar, a quien el perro ladra con insistencia, siguiéndolo con repentinos avances y retrocesos.
―Anda al fogón, por la puerta que está a la izquierda entras a la troja; eso está oscuro, pero métete sin miedo. En un rincón hay un hueco, escóndete ahí ―susurra el ciego, sin saber si José, su ahora protegido huésped, lo pueda escuchar.
El uniformado, quien se ha adelantado al grupo, queda mirando la puerta entreabierta y pregunta a Pablo.
―¿Con quién habla usted, anciano?
―Yo puedo hablar hasta con los muertos, cabo Antero ―responde el viejo hombre, permaneciendo sentado; con el perro al lado.
―Solamente un ciego, o algún infeliz que nunca estuvo en el ejército, desconoce el rango que porta un uniforme ―dice el aludido en tono despectivo.
―El compadre Pablo luchó en la guerra de independencia. Él es un coronel patriota, mi sargento. Y para mayor precisión, también lo tiene de apellido ―dice uno de los jinetes, tratando de rectificar la aseveración del uniformado.
―Que coronel del carajo, solo es un viejo ciego y loco, nada más que eso, Jacinto Toro ―contradice el sargento Antero, que no era cabo; y mirando al ciego con desagrado, le pregunta.
―¿Quién está contigo, prócer de quimeras?
―Usted, que tiene ojos, nos vio: al perro y a mí. ―Porque a los muertos, ni los quieres ver ―responde el viejo, esta vez parándose sin quejas. Siendo observado por el perro, ya puesto en cuatro patas.
―Ustedes dos, revisen adentro; todo, todo. ―Usted, Jacinto Toro, se queda acá; que yo voy por detrás ―ordena el sargento Antero.
Jacinto Toro espera a que el sargento se aleje y grita desde afuera a los dos hombres que revisaban el interior de la casa.
―¡Muchachos, con cautela en la troja! ¡Hay Macaureles y Rabo Amarillo! Revisen con prudencia.
Al cabo de cinco minutos, los cuatro hombres vuelven a reunirse y uno de ellos dice:
―Nadie adentro, sargento. Y la puerta de atrás está cerrada por dentro, nadie ha salido.
―Si me garantizan que revisaron los recovecos de este rancho y no encontraron al sujeto, entonces se quedan los dos aquí, rondando hasta la noche ―sentencia el sargento.
Los dos hombres se miran con el rabillo del ojo y el más joven se dirige al superior.
―Mi sargento, para ver en la troja hay que alumbrar; en la oscuridad nos pueden picar las culebras.
―¡Cobardes! Ni a las mujeres les barrunta tanto el miedo, como a ustedes. Vamos todos adentro; tu no, Jacinto Toro, sigues cuidando al ciego y no lo pierdas de vista.
Los tres hombres entran y el viejo los sigue con sus ojos ciegos, hasta oír que llegan al fogón.
―¿Qué le pasa a ese hombre, Jacinto?
―Es por el asunto de la muerte del general; dicen que cerca de esta casa vieron al supuesto asesino. ―Siéntese, compadre Pablo Coronel. ―dice Jacinto enseñando el taburete, como si el ciego pudiera verlo.
―¿A cuál general mataron? ―¿Y cuándo fue eso? ―pregunta con interés y levantando el mentón hacia Jacinto, el ciego llamado Pablo Coronel
El interpelado no responde, esperando a que su compadre esté sentado; lo que el perro también aguardaba. Una vez sentado, el perro se echa pegado a una pata del banco y Jacinto Toro suelta la respuesta.
―Hace unos días, por San Carlos, al general del pueblo lo mataron y nadie cree que fue la gente del comandante Figueredo. Dicen que fue alguien movido por un interés muy particular. Al originario pulpero le metieron un certero balazo por el ojo derecho. El fugitivo está bien armado y patentiza su puntería.
―¡Ah, cosas para seguir con el barajuste!. Lo que parece, compadre, es que con ese crimen las conjuras se tuercen, ¡Jeja!. Ojala. hogaño se acomoden las cosas, Jacinto.
En el fogón, los tres hombres parecen no ponerse de acuerdo, de ello resultando una algarabía.
―¡Rápido, Alcides! Enciende esa antorcha. ¡Cabo Nieves! De frente a la entrada, apunte hacia adentro. ¡Con firmeza, hombre! Y apenas tengas claridad, dispara a lo que se mueva ―grita el sargento.
―Esos hombres están gritando allá adentro. Vamos hasta la puerta para ver lo qué pasa ―dice el que no podía mirar al que no quería ver.
―No, compadre, quedemos aquí. No se le vaya a soltar un tiro a uno de esos ―se justifica Jacinto Toro y esperan con las orejas paradas.
La llama del mechero ilumina el interior de la troja; con esa claridad los dos hombres introducen los cañones de sus fusiles, y despacio van metiendo sus cabezas. El sargento hace una seña de alto a los hombres y estos le permiten el paso.
El sargento entra con sigilo y, con la punta del arma. puya un costal, avanzando hacia otro y mirando los tiznados cáñamos del ante techo de la troja. Una seca mazorca, suelta en el suelo, le hace perder el equilibrio y busca apoyo, pegando su hombro izquierdo al puntal central de la troja. La viga de madera se estremece por el impacto y del entarimado caen a sus pies dos serpientes.
El sargento puya suave al otro costal y, caminando de espaldas, sale de la troja.
Desde afuera siguen atentos los compadres, extrañados por el repentino silencio; que fue terminado con la voz del sargento.
―Nada, nada. No está aquí ―se oye decir al sargento.
Los ayudantes, que lo esperan fuera de la troja, le miran la cara sudorosa iluminada por la llama del mechero.
El sargento voltea la cara hacia el lado oscuro y de pésimo humor, dice:
―¡Vámonos de esta mierda!
Los tres hombres salen de la tosca vivienda y, sin despedirse, los cuatro milicianos montan en sus caballos, desapareciendo entre los árboles.
Sabiendo que el grupo se ha marchado, José Campos sale de la troja y pregunta a Pablo Coronel, que ya estaba en el fogón.
―¿A quién buscan esos tipos?
―Considero que a ti, pero están descaminados. Tú no eres el personaje, pero si te ven, te eliminan. Eso te lo afirmo.
―¿Por qué me quieren matar?
―Por una cuestión que no tiene que ver contigo, dudo que seas un sayón y menos con temple para darle de baja a un general, je, je.
―Ahora para rematar, estoy en un lío del que no entiendo absolutamente nada. Usted, que sí sabe del asunto, dígame, indíqueme lo que conviene hacer, por favor. Creí que algo andaba mal y ahora veo que el asunto es peor.
―No te acobardes, levántate del suelo y me arrimas hasta la puerta un saco de mazorcas, que sea el más liviano de los que están adentro, y después te vuelves a meter a la troja. Antero no tarda en volver, lo conozco, ese sujeto no me va a engañar. Te metes con esta tapara de agua y no salgas, solo a mi voz.
―No quiero meterme otra vez allí.
―Si aprecias mi consejo, te metes de nuevo a la troja; si no, te vas de una buena vez ―recalca Pablo Coronel.
Minutos después, cuando apenas se había sentado a desgranar las mazorcas; los insistentes ladridos del perro avisan al viejo que nuevamente se aproximan extraños.
.―¡Sale, perro! ¡Nerón! Se le olvidó despedirse; de seguro por eso regresas, cabo Antero.
―Me hartan tus ironías, Pablo. ¿Llegó Leonor?
―Su imbécil marido la tiene todo el día trabajando. Regresan a media tarde. A ella le corresponde atender la casa y ayudarme a desgranar. Eso deberías decirle a tu fiel amigo León.
―Oiga, señor Pablo, si su cordialidad lo permite, me interesa un puño de ese maíz ―comenta uno de los hombres, el que antes fue asignado para vigilar.
―Agarre lo que necesite, Alcides. Es maíz veranero; con unas pocas lluvias el año pasado rindió la cosecha. También pueden llevar unas tusas; aquí algunos las vienen a buscar para limpiarse el culo; las hay para todos los gustos y sustos. Lo malo es que esas tusas de mazorca desconocen los rangos militares.
―¡Alcides, preste atención!
―¡Sí sargento Antero!
―Usted se queda aquí, hasta que llegue León. Y de vuelta, no vayas directo a tu casa, primero a la comandancia. ¿Entendido?
―¡Sí señor! ―asiente Alcides y queda parado firme, esperando a que el sargento se aleje.
El ciego se incorpora y, señalando hacia donde cabalgaba el sargento, dice a Alcides:
―Él no era tan soberbio, de seguro debe estar muy exigido, pero tampoco lo estoy justificando. ¿Y qué le pareció el tabaco que le regalé? Es de esa mata que ve allá, es de hoja menuda, pero picosa. Agarre semilla para que siembre. Voy al fogón a calentar un poco de café.
―Vaya con calma, señor Pablo. ¿Dónde puedo ir a obrar? El sargento no permite eso.
―Camine por la trocha del samán y detrás del matorral puede obrar; tome su tiempo Alcides. Y las tusas que necesite. Yo iré a lo que le dije.
El viejo caminó rápidamente hacia la troja e introdujo la cabeza para hablar.
―Salga, José; es el momento discreto. Shhh, no hable, solo oiga. La gente está por llegar, aprovecha que el guardián anda cagando. Por lo pronto te aconsejo que huyas. Mañana, después de hablar con el compadre, te diré qué más puedes hacer. El camino que está detrás de la casa te llevará al río; mantente esta noche por esos lados. Estando por allá decides, si te regresas al sitio de donde viniste o quieres mi ayuda. Estoy solo al mediodía, como viste hoy. Vete rápido y que no te vean por ese camino.
―¿En verdad estamos en 1860?
―Me extraña que no lo supieras, José.
―¿Hay algo más que deba saber?
―Bien pudiera ser que sepas más que yo. Anda, anda y regresa mañana.
Capítulo 6
Del tiempo bloque: “Lo que para mí es presente es ya pasado para otro observador, y para otro no ha sucedido todavía (es su futuro)”.
Al mismo tiempo en que José Campos abandona la casa del ciego Pablo Coronel; en un asequible remanso, formado a suerte de alberca por la prominencia de tres enormes piedras, tres adolescentes se divierten bañándose desnudos. En ese imperecedero paraíso de la utópica muchachada, se entretienen sin cohibirse; mostrando sus penes erectos y riendo a carcajadas. Uno de ellos dice:
―Oye, Chalo. Tú, siendo el menor de nosotros, ya tienes un hijo. ¿Cómo hace uno para tener una mujer tan alígera? Sí, nosotros dos ni novia tenemos.
Otro joven, quien no es el interpelado, se atribuye la cuestión, y expresa su punto de vista.
―Mira, negro Rondón; por mi parte, no tengo mujer porque no he querido. Tener una mujer, claro, cualquiera quiere, pero lo que más quiero es plata. Y para eso mi tío y yo ya estamos viendo un asunto donde se gana mucho. Primero la plata; sirve la que sea: real español o pesos venezolanos. Después, lo de tener mujer es más fácil; todas las que uno quiera, de sobra hay. Y te digo más, Hermenegildo Rondón, tú no tienes mujer porque no te fijas en los detalles. No has visto a mi prima Azucena, ella solo espera que se lo pidas. Y ahora tú, con más derecho porque a su familia le parece que eres un buen partido. Será porque sabes de peleas de gallos, o porque no tienes hijos que mantener. Porque por otra cosa no puede ser; eres demasiado feo. Ja, ja, ja.
―Por eso es bueno tener amigos y hablar con sinceridad. Y más feo que tú, no soy. Esta noche hablaré con Azucena y le pediré que sea mi novia. Y para que vean que soy amigo de ustedes, les diré algo; tampoco es para que lo anden regando por ahí.
―Algún secreto tienes, negro Rondón. Cuéntalo sin disimulo, que de nosotros no saldrá una palabra.
―No es tan secreto, Chalo. El patrón me ofreció tres reales por cada hombre que lleve a trabajar a la hacienda. Si ustedes consiguen alguien que quiera trabajar allá, me lo portean. Para mí son dos reales y uno para quien me lo traiga. Eso sí, gente conocida y que no tenga mañas. Claro, hay que esperar a que el peón trabaje una semana, y si el patrón queda conforme, entonces me paga.
―Préstame atención, Tomas. Te voy a enganchar en esa hacienda, y de esa manera, el Negro Rondón me pagará un real la semana que viene. ¿Estás de acuerdo?
―Usted parece un tratante, Chalo. Buscando que otros trabajen de esclavos a un español. Y para que te quede claro, estoy tumbando cacao por la temporada, no por más tiempo. No busco un trabajo fijo en una hacienda; quiero plata de la buena, y esa no se gana siendo un pobre peón. Dentro de un mes me voy con mi tío para los llanos; un cuñado de mi tío es un general y lo mandó a buscar. Mi tío empezará con rango de sargento y yo de cabo. Cuando se termine la guerra, tendremos tierras y plata, por demás.
―Vaya para los llanos, cabo Tomasito. Je, je. De seguro te matan por allá y no ves ni medio real. Yo voy a la guerra si me pagan primero. Ahora, prefiero hablar de negocio y este es directo contigo, negro Rondón. Como yo mismo me recomiendo para peón de esa hacienda, es como que yo mismo me reclute, entonces me tocan dos reales y tú te quedas con uno. Le hablas de mí a tu patrón, y mañana cuando vengamos a bañarnos me traes la razón. ¿Te parece bien, negro Rondón? Algo bueno debo conseguir.
―Está bien, Chalo. Hablaré con don Rafael. Estoy casi seguro de que te dará trabajo.
―Mira, Chalo, tú estás de boca abierta. En esa hacienda, lo que puedes conseguir es una picada de mapanare y morirás como un desgraciado; para eso es mejor que me maten de un balazo por allá, por el llano.
―A mí no me mata ninguna picada de culebra, porque no soy el necio que dices y aparte conozco de otras cosas que a nadie diré, tengo la oración de la ponzoña nula. Y anota esto, Tomás, tú que sabes escribir. Carlos Lorenzo Gámez, a quien mientan Chalo, será dueño de una hacienda en 1861.
―Yo no escribo de gratis, Chalo; algo debo recibir a cambio de esa nota.
―Te puedo presentar a la hermana de mi mujer; a lo mejor enganchas con ella y así no tendré que pagarte.
―No quiero nada con una de esas Piña, Chalo. Esa nota te costará medio real, y no hablaremos más del tema hasta que tengas la plata.
Capítulo 7
Al salir de su escondite, José Campos se interna por el camino que lleva al río. La poco transitada vereda, en trechos se pierde, confundida entre el monte o mostrando algunos desvíos que terminan siendo el mismo camino. Desorientado, en distintas ocasiones el furtivo caminante sale de su ruta y, sorteando arbustos, piedras o caños secos, la retoma. A su paso, decenas de pequeñas palomas que salen volando desde el suelo lo sobresaltan.
El camino del monte lo suelta a un ancho claro que se reduce tanto a la izquierda como a la derecha en una estrecha carretera de tierra. El caminante observa ambas direcciones y toma la derecha, porque en esa dirección, a unos treinta metros, se divisa una parte del río. Un puente de madera sobre el río prolonga la carretera hasta perderse de vista en una curva. Cruza el puente y entra a una hacienda por el costado izquierdo de la carretera. El rumor del río va paulatinamente despidiendo al silencio; desplazado por silbidos y graznidos de pájaros a medida que entra el bosque. El fugitivo contempla los árboles de cacao, naranjas, aguacates, nísperos y plátanos; caminando entre ellos, mirando sus frutos.
Visible al prófugo, quien dijo llamarse José Campos; un cristalino riachuelo en el fondo de un cauce le hace intentar un descenso, del cual desiste por ser riesgoso y continúa a paso lento, bordeando la corriente de agua.
Carcajadas tras voces lo detienen al instante; y enseguida, raudo, salva un claro para ocultarse detrás de un árbol de cotoperí, desde donde puede otear y escuchar con mayor claridad. Es un trío con voces desafinadas entonando canciones, jamás escuchadas por él, y que van alternando frases en contrapunteo o cantando como solistas. Eso hacían los tres muchachos, que habían terminado de bañarse y se vestían. Todos parados sobre la lisa superficie de una piedra, a la orilla de la poza del río; sin que alguno de ellos se percatara de la presencia del hombre que los observaba a pocos metros de distancia.
Paran de cantar cuando uno de los tres jóvenes enseña hacia otra piedra donde están las camisas mojadas, y comienza a conversar.
―A la mía la pongo en el fogón y mañana amanece sequita.
―La mía la dejo, es la de trabajar aquí en la hacienda, no necesito llevármela a casa.
―La dejas para que no te la vea Azucena. Una camisa tan fea, a cualquiera apena.
―No es por eso, es la única que me sirve para trabajar, porque es ancha y no me molesta en los sobacos.
―Si quieres me regalas ese trapo, me sirve para limpiar el culo, ja, ja.
―No seas tan malo, Tomás, no te metas con Hermenegildo y menos si va a puyar a una mujer de tu familia. El negro puyará tu sangre, je, je.
―Sin más chanza por ahora, negro Rondón. Apuremos y mañana nos vemos aquí, a la hora de hoy. Le dices a don Rafael que, si lo precisa, comenzaré a trabajar el día miércoles.
―Y ya saben, don Rafael anda buscando trabajadores, desde peones hasta gente con estudios. Rafael Barra está inventando una panela de cacao con leche para venderla en otros países. La comí, y como me dio cagalera, se lo dije, y él no me dijo nada. Eso sí, es muy sabrosa esa panela, me gustó.
―A mí solo me interesa la paga y que venda su purgante a otra gente. A ti, negro Rondón, daré un consejo. Como te gusta tanto esa panela de cacao; antes de comerla te debes poner un tapón en el culo.
―Ja,ja. Aquí tengo uno, negro Rondón.
La hora anunciada por el lejano canto de un gallo corta la jerga de los mozos peones, separándolos en otra actitud. Dejando de hablarse, se colocan distanciados y se miran las caras.
De inmediato, José Campos ve como los tres muchachos emprenden una carrera. Compiten evadiendo los obstáculos , irrespetando la ruta que suponía ser la trillada vereda que adentraba la hacienda.
En su alocada carrera, uno de los muchachos pasa delante de él, rozándolo; pero sin importarle que estaba allí, o como si no lo hubiera visto parado en medio de su carril.
Y permanece allí José Campos, a un lado de esa vereda; inmovil, incrédulo, confundido. Tal vez por sentir alguna confianza en los jóvenes se expuso al quedar descubierto, pero no despertó el mínimo interés en ellos. Por su mente pasa la absurda idea de que es invisible.
El fugitivo, con la respiración entrecortada, cierra los ojos y se cubre la cabeza con las manos. Sin poder evitarlo, se va desvaneciendo hasta quedar sentado en el suelo, sollozando.
Todavía se ven a los tres corredores cuando intempestivamente José Campos se levanta, desgañitándose con un alarido que enmudece a las aves.
Con actitud de recelo espera unos minutos, y nadie regresa. Él piensa que ninguna persona puede escucharlo ni verlo, porque se ha convertido en un fantasma. O es un muerto en un estadio, diferente al que imaginan los vivos. No tarda mucho en despejar cierta duda, pues, de haber fallecido, el organismo no tendría la necesidad de ingerir alimentos; su estómago vacío empieza a contraerse para empujar, lo poco que le queda al intestino delgado. Tiene hambre, una reacción inequívoca de la función vital.
José Campos camina de nuevo entre las fecundas plantas de la hacienda y con avidez come cuanta fruta alcanza con sus manos. Ya harto, se sienta y agacha la cabeza; en esa posición, entabla un soliloquio.
―Ayúdame, Dios mío, estoy tan agobiado.
―¿Por qué pido tu ayuda, si tú no existes?.
―Bueno, solo yo, soy yo mismo. A lo que haya, enfrentaré.
―Oscurece, me pondré esa camisa, desapercibido, eso es, con la ropa que esta gente usa. Mierda, en verdad creo que estoy loco, viviendo en otra época que de repente me gusta.
Sin hablar más, José atraviesa el río, agarra la camisa del muchacho y regresa al punto inicial, donde desabrocha su camisa y se la quita. En ella envuelve sus pertenencias y hace un bojote que ata con la correa. Sube al árbol y fija el atado en una rama alta, muy pegado al tronco.
Al bajar, mira para arriba, comprobando que desde allí no se divisa el bulto. Y sin pensar más, se pone la mojada y maloliente camisa del negro Rondón. Es una camisa grande, que lo cubre como bata. Entonces se fija que su pantalón está sucio; el original color azul está cubierto de tierra y monte. Mira el charco en sus botas; se aprecian viejas y ordinarias.
José Campos camina por la hacienda, sumido en la oscuridad. Atravesando por alguna parte, llega a una carretera de tierra que va paralela a un riachuelo y por esa vía sigue andando, en sentido contrario a la corriente de agua, hasta acercarse a un caserío.
Las tenues luces provenientes de fogones de leñas, que arden a punto de apagarse, mantienen de incógnito su husmear. Los perros lo ven pasar; tranquilos, indiferentes. Sigue caminando, buscando algo que no imagina lo que pueda ser, pero sospechando que debe seguir adelante, donde está la respuesta.
El caserío queda atrás y se aproxima a otro grupo de casas. No entra al pueblo. Subrepticio se desliza por las paredes laterales de una de las primeras casas, accediendo a un patio común, y es allí donde se queda vigilante. Retrocede dos pasos, para medio esconderse en un saliente de pared, desde donde espía a dos mujeres que, en un fogón, extienden arepas sobre un enorme budare de arcilla. Las mujeres hablan estrepitosamente.
―No dejes apagar las brasas, muévelas. Mete más leña y atiza sin ahogar, no tanta candela para que no se quemen las arepas. Ya vengo, mujer, no estaré toda la vida para enseñarte.
―No tardes, yo no las aso así, como tú. Le metes mucha candela y no me acostumbro a este aripo tan grande, ni a preparar la cena tan tarde.
―¡Aprenda!
Acechando desde una corta distancia. percibe el característico olor de arepas asadas, a las que la mujer daba vueltas con agitación, tratando de no quemarse con las llamas. José Campos se queda mirando a la mujer de espaldas; ella usa un ceñido camisón, mostrando por completo su silueta, que enseguida el husmeador interpreta de complacencia en los deleites sensuales.
―Ya vine, mujer, baja esa arepa que se está quemando y estoy segura de que está cruda todavía. Bájala ya, ponla parada a un lado, recostada a la piedra.
―Ya voy, prima, y no sé por qué haces las arepas tan gruesas.
―No aprendes, Salomé. Te dije que era mucha candela.
―Ya, mujer. ¿Quién te entiende? Y no me sigas regañando.
―Lo menos que quiero esta noche es un reclamo del hombre por culpa de una arepa quemada. Y te digo, Salomé, a veces me provoca responderle, pero también es verdad que cuando una mujer tiene un hombre que la mantiene, debe aguantar callada. Acaba de llegar y anda molesto, parece que el bachiller lo amonestó por no agarrar al asesino. A él no le gusta que ese muchacho le regañe y lo trate como imbécil.
―¿Un imbécil? ¡Gua…!
―Sí, Salomé. Me dice Antero, que cuando el bachiller está furioso, lo insulta como si fuera un necio, falto de inteligencia. Y que no lo seguirá permitiendo, porque él es un sargento al que le falta poco para capitán.
Salomé escucha con atención a la mujer del sargento. La oyente, con la mirada puesta en el suelo, parece pensativa, y al entender que el comentario había acabado, hace una pregunta sin relación alguna con el tema.
―¿Antero ha llegado solo?
―Claro. mujer. ¿Y con quién podría venir?
―No lo sé, cómo andan en eso, que es tan peligroso andar solo.
―Ni sabes de eso, mujer; mejor lleva tú esa arepa que no está tan quemada, y si se queja, dile que es por culpa tuya; voy a picar el queso.
Encaramado en el cotoperí, José Campos saborea el último bocado de la arepa robada, una quemada y deformada que las mujeres habían dejado olvidada en el fogón. Al terminar de comer la sed lo obliga a bajar de comer, y empieza a bajar con un pausado carraspeo. Unos pasos anunciados por el crujir de las hojas secas, lo detienen en seco. Los dos metros que había bajado, los trepa de tres brazadas y se queda inmóvil.
El olor de humo de tabaco llega hasta lo alto del árbol. José mira en la penumbra, en ningún lado destaca el tizón del cigarro, pero sabe que el fumador está muy cerca. Pasa un largo rato y el tufo continúa en el ambiente. Luego oye que unos pasos se alejan, no llegaba la medianoche.
En la soledad del aislado refugio de José Campos, la pesada noche sucumbe ante los graznidos de lechuzas. Los zancudos pican su cara, su espalda, sus brazos. La hostil compañía de una multitud de insectos agiliza la determinación de no pasar otra noche allí.
Capítulo 8
“Un pasado vivido en tiempo presente es inimaginable; su influencia en la personalidad y las respuestas emocionales de una persona se concibe”.
José Campos, sin medir el riesgo, aparta a un lado su temor y se presenta a la vista. La noche de terror lo compromete a cumplir con su resolución.
―¡Buenos días, señor Pablo!
Gritando, saluda, José Campos; viendo que la mujer y el niño montados en el burro se alejan, a unos pocos metros de la casa. Él sabe que la mujer ha escuchado su saludo, pero ella no voltea para verlo.
―No pensé que estabas tan cerca, José. ―Llegaste muy temprano ―dice Pablo Coronel.
―¿Ha venido Antero?
―No, a ese no le gusta visitarme; estoy esperando al compadre; cuando llegue te escondes. Si aparece por ahí, ya sabes dónde meterte.
―No me esconderé en la troja; soy capaz de quedarme dormido con los macaureles.
―Ya me doy cuenta, fue una mala noche en el monte. Te guardé este casabe y un pedazo de papelón, come ahora, eso da bríos.
―Gracias. señor Pablo, se lo agradezco.
―Lo sé, muchacho, lo dices de corazón. Por ahí viene el compadre. Anda a comer detrás del samán, donde creo que estabas escondido ahorita.
Echado también detrás del samán, el perro lo acompaña lamiéndose una herida. En el portal de la casa los compadres hablan sin parar.
José no aguarda oculto por más tiempo. Sin esperar a que se marche el compadre del ciego, camina decididamente a la casa. Mira a Jacinto Toro, que, montado en una mula, está despidiéndose con la mano. Mientras que escucha a Pablo Coronel hablando en voz alta, y él dice:
―Hay un plan para José, sí señor, darle un refugio seguro, pero es pasado mañana cuando Jacinto Toro puede llevarlo. Él vive al lado de Antero y este le tiene medidos los pasos. Aquí no se puede quedar José, porque el bachiller se presentará a cualquier hora, ellos dicen que aquí yo escondo al asesino.
José, desconcertado, se queda escuchando a Pablo Coronel, quien habla con la otra persona, suministrando una información que le atañe, dirigida concretamente a él, pero como si él no estuviera presente. Y Jacinto Toro, que está a su lado, sin mirarlo a pesar de tenerlo tan cerca, se sigue despidiendo de Pablo Coronel, completando la supuesta conversación con más aclaratoria.
―Diga a mi ahijado que tenga cuidado. Antero lo quiere mejor muerto que vivo. Salud, compadre, salud es lo único que necesitamos. Mañana no vengo para acá, me asignaron otra tarea. Esta noche, con seguridad, estoy en mi casa. Adiós, compadre.
―Venga cuando guste, compadre Jacinto ―le dice Pablo a su compadre, mientras extiende su mano hacía el samán.
―Aquí estoy, señor Pablo; también me voy y gracias de nuevo ―dice José, sabiendo que el ciego anticipa su presencia.
―Dios lo acompañe. José. Te toca pasar otra mala noche, pasado mañana vienes, a esta hora; Jacinto te llevará a un lugar confiable.
José Campos se mete entre los arbustos buscando la vereda que lo lleva al camino del río. El mismo recorrido del día anterior, con el mismo paisaje: la hacienda, los frutales, el pozo.
Con pasos cautelosos se adentra y explora la hacienda hasta por un kilómetro. Desde un alto mirador, el forzado aventurero puede avizorar la parte trasera de una casona, a una distancia de sesenta metros. Y, totalmente visibles, están dos ordinarias viviendas y varios establos.
Dos hombres armados caminando hacia él lo hacen precipitarse en carrera hasta su escondite.
Transcurre un largo día, de nuevo llega la oscuridad, con los zancudos y las aves nocturnas. Todo como la noche anterior, él arriba en el árbol con el tufo de tabaco que lo hace permanecer inmóvil.
Cuando acaba el olor a tabaco, baja del árbol y camina hacia el poblado, en total oscuridad. Se enfila en la misma dirección de la noche anterior, pero pensando en otro punto de destino.
El nocturno caminante mira la opaca luna de medianoche, oyendo perros que ladran a poca distancia. Un remanente de brasas lo ubica en el fogón donde la noche anterior espiaba a Salomé. Ahora, que todo está sumido en el silencio de la noche, adelanta varios pasos al lado derecho. Limitando con el mismo fondo del fogón, ve la otra casa y se encamina a esta.
José Campos se asoma por puerta entreabierta y susurra:
―Señor Jacinto, señor Jacinto.
En menos de lo pensado, Jacinto Toro atiende a su llamado.
―Usted está loco, no haga bulla y entre rápido; ¿cómo se le ocurre venir a mi casa? Mantenga silencio, no hable y ojalá que no te haya visto mi mujer. Escóndete en aquel establo, luego te llevaré algo de comer, antes que comience a llover. En la madrugada sales lo más discreto que puedas y me esperas en el puente del río.
No aclara el día, y los árboles se proyectan como enormes bultos de sombras. Los dos hombres sobre un caballo apenas son visibles; y la tierra húmeda amortigua el impacto de los cascos. Al parecer era una vía transitada, donde podía pasar un carro de mula y dejar espacio para otros jinetes.
Avanzan por quince minutos, luego, con un jalón a la rienda derecha, salen del camino ancho. Con ese giro, Jacinto Toro indica el rumbo, y con una palmada en el pescuezo del caballo, forza al animal a un desganado trote, sacándolo de su rutinario paso. El aire saltado y simétrico de su andar lo modifica el advenedizo camino, que incomoda al trotón por la alta maleza que alcanzaba a sus ojos. Una zanja de los torrentes del invierno casi lo detiene, así retomando su natural paso de rutina, que poco a poco está siendo aguantado por las riendas.
El caballo se para frente a una entreabierta tranquera de palos horizontales, dos de ellos con un extremo en el suelo. Los dos hombres continúan montados; ambos escudriñan un rancho, agrandando sus pupilas, gracias a la poca claridad que los ha hecho llegar desapercibidos.
―Aquí es, José. Apéate y no adelantes conversación. Yo hablo primero.
―¡Jacobo! ¡Jacobo Coronel! Soy yo, Jacinto Toro.
Miran atentos hacia un rancho que está a una distancia de diez metros, al lado de éste, de una pequeña choza, asoma una luz que se viene aproximando. A unos cuatro metros se detiene y una voz femenina dice:
―Él está dormido. ¿Qué quieren ustedes?
―Dígale que lo solicita Jacinto Toro. Y que me mandó Pablo Coronel.
La figura de la mujer se desvanece entre las plantas y Jacinto Toro voltea hacia José Campos.
―Mucho cuidado. Esa es la mujer de Jacobo, se llama Margarita ―dice Jacinto Toro, mirando al presunto ahijado.
Después de la advertencia, Toro amarra al caballo en un horcón del tranquero y en silencio esperan, pocos pasos adentro, más allá del portón.
Liberado de la oscuridad, el desnudo ambiente campestre muestra sus árboles frutales y a los animales de patio.
Rompiendo el paisaje, a la izquierda, casi pegada al hondo camino, hay una sólida construcción con gruesas paredes de ocres ladrillos de arcilla.
La edificación acapara la atención de José, y es prevenido por un toque en su hombro. Jacinto Toro le avisa del hombre que se aproximaba a ellos.
―¿Qué hay, Jacinto Toro? A esta hora, pienso que nada bueno traes ―dice el hombre, lo que se traduce como desagrado.
―Para que veas, Jacobo Coronel. A esta hora, la mejor noticia para todos.
Jacobo Coronel mira con recelo a José; y Jacinto Toro rápidamente retoma su discurso.
―Mi ahijado apareció, cuando todos lo creímos muerto. Me mandó tu padre. Te presento a tu hermano Pablo Coronel, hijo. Este es el hombre de Mantecal del llano, en carne y hueso. Él viene a vivir en el fortín de Coronel y a trabajar contigo mientras llega el barco a Puerto Cabello. Él se va a España, allá está su mujer.
Todo queda en silencio mientras los hombres se examinan, sin miradas directas. El desconocimiento del plan de los compadres ha tomado por sorpresa al llamado José Campos, quien ahora se percata de que le encasquetan otro nombre. Encarnar a una persona más puede complicar lo que se había trazado como posible táctica para resolver su problema. Y, sin otra opción bajo este escenario real; deja que el ajeno plan siga su curso.
―Unas pocas semanas por acá. Lo dejo en tus manos y tu atención ―dice Jacinto Toro, para cerrar el alegato, a falta de un comentario de Jacobo Coronel.
Jacinto Toro no hace más comentarios y, moviéndose de lado para no perder de vista a Jacobo Coronel, avanza cuatro pasos para acercarse al caballo, hasta que, ya pisando el estribo con el pie izquierdo y flexionando con insistencia su pierna derecha, como avisando de su partida, le habla con voz fuerte a Jacobo:
―Ahh, Jacobo, hay otra cosa. El compadre me mandó a decirte que mañana al mediodía vayas a buscar el primer adelanto de lo que te prometió. Y que confía que darás buen amparo a tu hermano. Hasta la próxima, señores.
Cuando Jacobo reacciona, ya Jacinto Toro, montado en su caballo, salía evadiendo los palos del tranquero.
El recientemente nombrado Pablo Coronel, hijo; no tiene otra opción que asumir el rol del personaje endilgado, e improvisa sobre el motivo de su aparición. Y sin dar tiempo a preguntas, es José Campos quien habla:
―El señor Jacinto estaba apurado en irse y no pudiste comentar nada. Lo mismo pienso yo, no te conozco, no confío en ti, no quería venir aquí, tampoco quiero incomodarte. Vine buscando a un familiar, pero tu padre me insistió tanto que tuve que complacerlo. Dice que debíamos conocernos, por eso estoy aquí. Por dos o tres semanas, luego me marcho.
―Hablas un poco raro, pero te creo. ¿Traes la llave de la cancela? El pórtico solo se empuja. ¿Y tu baúl?
―Mis baúles están guardados en Puerto Cabello y aquí traigo dos llaves.
―Vaya acomodándose, yo voy a darle unas instrucciones a Margarita y después sigo para el paso del río; de regreso te diré del trabajo para ti.
Dicho eso, Jacobo avanza hacia Margarita, quien había permanecido cerca del lugar de los acontecimientos. Ambos sostienen una corta conversación en voz baja y cada quien toma un rumbo diferente.
Margarita entra a la casa; y Jacobo a paso rápido, accede a una quebrada que se profundiza a la distancia.
José Campos, después de haber visto el movimiento de las dos personas, camina hacia la puerta del llamado “Fortín de Coronel” y examina la cerradura. Un incipiente mecanismo devaluaba la adornada llave, hasta con la punta de un cuchillo era posible abrir la reja. La fortaleza de la habitación estaba bien representada por la gruesa puerta de roble y los tres travesaños, arrimados en un rincón. El rectángulo de tres por ocho metros, contenía una mesita, una silla, un catre, un baúl, un fogón con escasos utensilios, un tonel y una bacinilla. Por último, lo que más le interesó: una alargada ménsula de muy corto vuelo, que solo permitía sostener de frente y recostados a la pared a una docena de libros.
Una vez que el falso Pablo Coronel, hijo, termina de escudriñar a su referido aposento, se interesa en indagar sobre el paradero del supuesto hermano, Jacobo. Y se encamina al lugar por donde entró Jacobo Coronel.
―¿Para dónde va usted?
José Campos voltea y mira a la mujer que le pregunta; quedando sin responder.
―Por ahí se va al paso del río, pero no vaya, Si no conoce es peligroso. Aquí le traigo café y una arepa. Venga a comer―dice la mujer, dando explicación.
―Gracias, Margarita. ¿Así te llamas?
―Sí, señor. Margarita Blanco es mi nombre.
―¿Tardará mucho, mi hermano Jacobo?
―El tiempo que pierda en sacar tres pescados del río. Él me dijo que usted va a buscar toda la leña que está cortada desde antier.
―¿Y dónde está esa leña?
―Por esa vereda que está frente al portón, camine derecho y cuando llegue a un tronco atravesado, verá un montón de leña cortada. Desde allá hay que traerla al hombro, porque los animales no pasan.
Capítulo 9
Transcurrió su primer viernes en la hacienda El Cambural. Y contaba el quinto día, después de haber despertado bajo el mango de Pablo Coronel.
Sin pisar el umbral, la joven mujer, parada en la entrada del fortín de Coronel observa al hombre de perfil; quién sentado en el catre, lee ensimismado; ignorándola. El aroma de la taza de café humeante desvía su atención y embelesado contempla a la mujer, quedando en silencio sin apartarla de su vista.
―Nada más vine a traerle una taza de café y ya salgo ―es la joven quien habla.
José Campos se levanta, coloca el libro en el estante y se dirige a la joven.
―Ni has entrado, ¿cómo vas a salir? Pero no se moleste, quédese allí. Iré a por el café. Eres muy atenta en traerme café, Margarita. ¿Será por mi parentesco con Jacobo?
―Sí señor, me dijo Jacobo que usted es su hermano menor y que se llama como su padre. Dentro de poco le traeré su comida.
El inquilino del fortín de Pablo Coronel sale del refugio y observa a una mula de carga, amarrada en una viga del tranquero, y cerca de esta, suelto y ensillado, está un caballo. Al ver a los animales, José Campos presume la pronta aparición de Jacobo Coronel y se escabulle con ligereza.
Asumir el nombre Pablo Coronel, con la historia de aquel hijo perdido que tiene su esposa en España, le resulta comprometedor y a la vez lo favorece. José Campos sale pensando en eso y, caminando despacio, llega al primer cruce de camino. Anda solitariamente por media hora hasta llegar al camino enmontado. Esa ruta que le había servido de escape, que ahora la andaba, conociéndola a la perfección.
La leña prendida en llamas soltaba chispas hacia fuera, por el costado derecho del rancho de su protector, Pablo Coronel. Y allí estaba el viejo, pocos metros más adelante, dando unos pasos para buscar acomodo en su banco de madera y sentarse en el portal.
Apenas se había sentado el ciego Pablo Coronel, cuando del interior de la casa sale un hombre desconocido. Se trata de un hombre fornido, que echando maldiciones camina detrás del flaco perro de pelaje marrón. El can se acerca al ciego y se acuesta a sus pies, mirando al hombre que anda tras él.
―¡Leonor! Venga acá, mira esto ―grita el hombre con apreciable disgusto.
Leonor se asoma por la puerta de la casa y le pregunta:
―¿Qué es, hombre?
―Ese perro tiene una gusanera en una pata.
La mujer da la espalda, entrando de nuevo a la casa, desde donde habla alto, casi gritando; como suele hacerlo.
―¡Gua, León!, ¿para eso me llamas? Yo cocinando y tú no haces más gritar. Mejor curas al perro ahora mismo, no quiero encontrarlo muerto cuando regrese. Limpiale los gusanos y le pones alquitrán con tabaco.
El hombre revisa una totuma y saca varias hojas de tabaco. Luego, como un gesto de desprecio, lanza la totuma vacía a los pies del ciego. El perro se levanta, y al ver que León se aproxima, emprende una carrera, huyendo de la cura.
Maldiciendo tras el perro, que ya se internaba en el monte, continuaba la carrera el fornido León.
―Buenos días, señor Pablo ―saluda José, sorprendiendo al ciego.
Antes de que Pablo Coronel respondiera, José habla en voz alta, casi gritando, como al nivel en que la mujer se expresa.
―¡Buenos días, por aquí! ¿Cómo amanecen?
La mujer sale y lo mira, extrañada, interrogante.
José Campos habla de inmediato, evitando que alguno de los dos lo hiciera.
―No sabía que tenía una hermana, como tampoco usted lo sabía, que tenía otro. Yo soy Pablo Coronel, el del llano, el mismo ahijado que tanto añoraba Jacinto Toro.
―Sí, Leonor. Hasta yo lo creí muerto por tantos años; me lo trajo el compadre, Dios lo recompense.
―Hermana Leonor, como usted debe ya saber, estoy donde Jacobo. Será por pocas semanas, después me voy para España. Bueno, no es que quiera irme, sino porque no me gusta incomodar.
La mujer no comentó al respecto y, entrando a la casa se ocupó en su quehacer, dándolo a entender con un grito.
―¡Voy a seguir con las arepas!
José ve que León regresa y lo espera con la totuma que había recogido del suelo, agitándose entre las manos.
―¿Y de dónde salió éste peregrino? ―pregunta León, apartando el sudor de su cara con un dedo.
―Ya hablé con Leonor; ella prefiere ser quien primero, y mejor le informe sobre mi persona, en el fogón le está esperando. Vaya rápido, León.
León reacciona sin chistar y, con disgusto, camina hacia la dirección que le señala José.
―Se sabe amparar, José, ese hombre se dejó mangonear y derechito entró a la casa. No siempre se necesita la fuerza para vencer a un energúmeno. Leonor, que es una vela, manda al grandote, con su fuerte carácter, igual a la madre ―dice el ciego, levantando la cabeza al techo, y continúa hablando a José.
―Leonor es hija de crianza; cuando fui a buscar plata, peleando en la guerra, dejé a Jacobo con su mamá, allá en la misma casa donde sigue viviendo. De la guerra, a los años regresé, y la mujer tenía dos hijos más. Estaban pasando hambre; el hombre que le hizo esos dos hijos se iba cada vez que la empreñaba y regresaba cuando paría, para montarle otro. El último, que murió recién nacido, fue la causa para que el miserable hombre no volviera. Yo me hice cargo de todos, de Jacobo, que era mío; y de Leonor y Antero, que no eran míos. Después, al paso de pocos años, murió la que fue mi infiel mujer, y terminé viviendo aquí, pero esa es otra historia que no te interesa.
―Ahí viene Leonor con su marido, señor Pablo. Y creo que me trae una arepa. Le haré un comentario ―susurra José, al ciego.
―Tremendo susto me dio su marido, Leonor. Cuando llegó todo agitado, pensé en lo que dicen por Cambural, de que la semana pasada han visto bañándose en el río al asesino que busca Antero y lo describen idéntico al señor León, un tipo blanco, alto y fornido. No se lo dicen al sargento porque le temen. Y gracias por el desayuno, hermana. Que Dios los acompañe y Dios bendiga a mi sobrino.
La pareja escuchó a José, esperando hasta que terminara, y sin comentarios le dieron la espalda.
Pablo Coronel se dirige a José, hablando para que la mujer y su marido oyeran.
―Ellos van al cementerio de los indios, por allá viven los padres de ese León. Todos los domingos van a visitarlos, de aquí le llevan toda la comida. El papá del grandote es un holgazán. ¿Qué te parece, José?
―Algo vergonzoso, señor Pablo. Tome esta manilla de hojas de tabaco, de sus matas de Cambural. De estas hojas fumé anoche.
Los aludidos se preparan para salir, y el niño montado en un burro no presta atención a la conversación, tal como de indiferentes se muestran sus padres.
―Ninguno de ellos me estima. Jacobo no me perdona por haber dejado sola a su mamá. Leonor está solo por interés; cuando yo muera, se quedará con todo esto. Y de quien más esperaba, porque fue a quien más le di, me trata como enemigo acérrimo ―continúa hablando Pablo Coronel, siendo José el único oyente.
―Usted sabe que Antero es sargento y lo molesta llamándolo cabo, seguramente por eso lo ve como enemigo ―dice José.
―No, José, le digo cabo porque el apellido Padilla no merece ser más; fue el primero en conocer mi secreto, ni siquiera mi propio hijo mayor. Ese desgraciado me abandonó, me dejó desamparado en medio de unas montañas. Tráeme la comida, José. Y aprovechas para comer también.
―Gracias señor Pablo, ya desayuné en El Cambural, pero me llevaré la arepa que me regaló Leonor. Yo vine a sacar unas cosas que eran mías, que las guardé en la troja cuando me escondí.
―Si eran suyas, lo siguen siendo. La propiedad acaba cuando se vende o regala. De eso, sí conozco, José.
José se dirige al fogón, entra en la troja y de inmediato sale con un pequeño bulto. Volviendo donde estaba el ciego, también le trae la arepa que le entrega.
―Gracias, José. Si te regresas tan rápido, no era mucho lo que guardabas. Yo también guardaba ahí ciertas cosas de valor, pero te aconsejo que no tengas tantos escondites, alguno se olvida con los años.
―Suena razonable lo que dices. Y quiero que sepas que tomé una pequeña bolsa de cuero que estaba en el fogón; la necesito, Pablo.
―Llévela, era mía. En esa guardaba monedas, cuando tenía. Ya no me hace falta. Ni me acordaba de esa.
―Gracias. Me voy; Jacobo debe estar buscándome.
―Aún no, muchacho, aún no. Serás el último en saberlo; soy viejo y no habrá un cuarto al que confíe el misterio. Te contaré mi tribulación; no me interrumpas.
―Siendo joven, muy cerca del pueblo de Patanemo, de alguna manera que no antojo referir, conseguí mucha plata; con ella me monté en un bote añoso, que nadie usaba. Me agarró la noche por el mar, costeando. Remé y remé, salí del mar y entré al río, seguí remando lentamente por dos días; de día remaba o empujaba al bote, de noche dormía. Sin fuerzas, no pudiendo remar más en contra de la corriente, dejé el bote con algunas pertenencias y tomé solo la plata, que ya mucho pesaba. Y siguiendo el río, yo muy enfermo, con el cuerpo hirviendo de fiebre, por tres días caminé por las montañas, cargando con mi tesoro y comiendo algunas frutas silvestres, hasta que llegué a una laguna; en la orilla enterré la plata. Fui a la guerra y pasó el tiempo; durante muchos años creí que era el sueño de un muchacho que deliraba por la fiebre. Ya siendo un hombre viejo, me fui quedando ciego y comprendí que fue un hecho real que ocurrió en mi vida. Con esa plata quiero vivir mis últimos años. Necesito que alguien con buenos ojos me acompañe, y que sea un día de estos; no tan lejano.
―Dígame a cuál laguna le acompaño, y qué día propone.
―Je, je. Lo sabía. A la laguna de Tacarigua, el sábado a medianoche, con dos burros, una pala y dos machetes ―dijo Pablo Coronel y terminó dando un ligero sobresalto, y luego advirtió a José.
―Por ahí viene Jacobo, ese te anda buscando. Vete ya.
―Me voy entonces. Hasta el sábado, señor Pablo.
José Campos mete la mano en el bolsillo del pantalón y sonríe.
Con sigilo, caminando de espalda, de nuevo se introduce en la casa, esperando la llegada de Jacobo.
No tarda mucho en llegar Jacobo Coronel, y sin presentar el debido respeto a su padre, lo interpela.
―¡Pablo Coronel! No sé qué mañas tienen ustedes. Tú y Jacinto Toro. Están locos los dos o me tienden una trampa. Es posible que el tal hijo tuyo venga más tarde y te cuente algo de mí; aunque no lo creas, es cierto. Pero a lo que en realidad vengo es a recordarte lo del trato, mi plata completa, como quedamos. Y mejor si lo tomas como una amenaza. Aunque haya cosas que no te gusten, te la tienes que guardar y cumplir con lo que me ofreciste. Te advierto, si remotamente piensas en Antero para que me aconseje desistir, olvídalo. Ese no se mete conmigo, porque tengo información que lo puede perjudicar, y que de su propia casa sale.
―Vaya con sus chismes a otro lado, Jacobo. No parecen cosas de hombre. Mi palabra la mantengo hasta la muerte y pienso vivir por un rato largo. Te entregué lo que tenía y para el resto debes esperar, no te di fecha, tampoco tengo que firmar algo. Como te dije, mi palabra va por delante. Vaya a reclamar a otro, a mí no, ¡carajo!
A mitad del regaño, Jacobo había dado la espalda a su padre para marcharse; ni a sus oídos llegó la exclamación con que cerró el ciego la retahíla.
Casi detrás de Jacobo, José sale de la casa y se interna en el monte. A mitad del camino se oculta detrás de una piedra y de su bolsillo saca un tocho de carbón. Frotando poco a poco la oscura pieza en la piedra, esta marca una raya de cera y hollín, hasta aflorar un amarillo fulgurante.
Es un pequeño e irregular pedazo de oro, cubierto de grasa animal y ennegrecido por el humo, una probable muestra del tesoro del ciego, encontrado en la misma troja donde había escondido sus pertenencias y donde Pablo Coronel dijo que acostumbraba guardar algunas cosas de valor.
José Campos sigue caminando cauteloso hasta la poza del cotoperi. Unos niños bañándose entretenidos lo ven pasar. Ya quizás fuera de la vista de los niños, llega al árbol. Con rapidez lo sube, y baja con el atado; para luego retroceder. Volviendo a pasar por la poza delante del grupo de niños y tomando por un camino contrario al que llevaba a la casa de la hacienda.
José piensa en lo improbable que es pasar desapercibido ante alguien que él mirara tan de cerca; y, como es natural, esos niños se percataron de su presencia. Luego recuerda que en varias situaciones parecidas no lo tomaban en cuenta, como si no existiera o fuera invisible. Cual fuese el motivo que condicione el ocultamiento, está fuera de su control. Razona y descansa, sentándose por corto rato, y de continuo se encamina; estaba yendo río abajo, a donde no llegan los muchachos; sin embargo, a pocos minutos de marcha se desvía a la derecha y llega a unas ruinas. Lo que ve son vestigios de épocas coloniales, por doquier convertidos en letrina de la peonada.
José Campos saca de su bolsillo la pequeña bolsa de cuero y mete algunas de sus pertenencias en ella; luego echa la bolsa dentro de una ruinosa tinaja que allí encuentra y la entierra junto con otros restos de escombros; luego sobre eso defeca.
Casi a mediodía, José regresa a la hacienda El Cambural y observa a Margarita atendiendo a dos caballos.
Con el pelaje sudado, el caballo de Jacobo bebe por intervalos del agua de una vasija que sostiene Margarita. El otro animal come una mazorca seca de maíz amarillo.
―Te estaba esperando, Pablo, ya tienes el desayuno en tu mesa. Para que puedas ir con el estómago lleno. ¿Qué bojote es ese?
―Ya fui, Margarita. Anda a tu casa, no es conveniente que Jacobo te vea hablando conmigo. Cuando él se vaya, vuelve acá, necesito de tu ayuda.
―¿Una ayuda?
―Espera, Margarita; que ya Jacobo te vio, mejor quédate atendiendo el caballo, que yo adelantaré la conversación ―dice en voz baja el inquilino del Fortín del Coronel.
―Te veo ajetreado, Jacobo. ―Si en algo te puedo ayudar, dime ―se anticipa en decir, con voz alta, el supuesto Pablo Coronel, hijo.
―Te busqué por aquí hace rato y no estabas, Pablo.
―Ahh, hermano. Seguramente viniste cuando fui al río. ¿Y para qué me buscabas?
―Para entregarte este machete nuevo y enseñarte cómo debes limpiar el platanal. Hoy domingo, no te estoy mandando a trabajar; es que mañana puedo llegar muy temprano o tal vez en la tarde. Y tú puedes adelantar el trabajo, sabiendo lo que debes hacer. Bueno, para no perder el día, por hoy corta diez racimos de plátanos, nada más. Y mañana otros treinta. Son cuarenta los que vas a cortar, ni uno más, ni uno menos. ¿entiendes?
―A la perfección, Jacobo. ―¿Y de quién es ese caballo? No estaba cuando salí al río.
―Ese alazán es vistoso, es de don Rafael, pero mi hijo el negro, que trabaja en su hacienda, dispone del animal.
―Bonito caballo. Hace calor, con su permiso; me quitaré la camisa.
―Vaya rápido, le diré al negro que te enseñe cuales son los racimos que debes cortar, y no me dejes las matas paradas.
―¡Negro! Venga rápido. A los racimos, son diez, no once ni doce. Anda con este hombre. Enséñale para que él lo haga. Y que corte la mata, a flor de tierra, sin estropear otras. Voy a terminar de comer para irnos cuanto antes. ¡Y usted, Margarita, siga a su casa!
La aludida da tres pasos y se detiene cuando ve que el muchacho se acerca para hablar con el ahora llamado Pablo Coronel.
―Mi papá amaneció con ganas de pelear; yo lo dejo tranquilo y se le pasa. Me llamo Hermenegildo Rondón, pero me conocen como el negro Rondón. Mi papá me dijo que usted no sabe nada de la agricultura ni de los animales, entonces no entiendo qué puede saber, porque tampoco es militar.
―Sé de otras cosas, negro Rondón. El asunto es que aquí no las puedo desempeñar y dudo que en esta hacienda yo sirva para algo. Pero vamos a cortar los racimos; Jacobo está por llamarte.
―Si usted quiere, le digo a don Rafael y allá encontrará un trabajo que le sirva.
―¡Vaya a su casa, Margarita! Debe atender a su madre. No se quede acá afuera. ¡Aquí llega más gente que a la iglesia ―grita Jacobo, quien regresa, mostrando mal humor al ver que llegan unos hombres.
―¡Negro! ¿Dónde carajo estás?
―¡Ya voy, papá!
―Anda, Negro, pregunte qué quieren esos. ―¡Vaya a su casa, Margarita, ya le dije! Atienda a su madre.
El sargento y sus dos uniformados acompañantes entran caminando sin responder a las preguntas que les hace el muchacho.
José, sudoroso y sin camisa, se acerca al grupo sin dejar de machetear el monte; a las claras, con la torpeza de un citadino.
―Vengo a hablar contigo, Jacobo; no con el negro Rondón.
―Estoy de salida, Antero. Habla, que te oigo.
―Tú que andas por el río, me dicen que hay gente extraña que le gusta bañarse en las tardes. Un hombre fue visto la semana pasada, y en varias ocasiones. A ese busco.
―A nadie vi la semana pasada, Antero. Solo a gente conocida.
―¿De dónde salió tu nuevo peón? Ese jornalero no es de estos lados.
―Pablo no es peón de mi papá. Es un trabajador nuevo de don Rafael, pero vino conmigo y no le gusta estar sentado ―explica el muchacho, sin esperar que su padre respondiera.
―Ya veo. Y usted, Pablo, o como se llame. ¿Qué me dice? ¿A quién conoce por acá? ¿O lo mandó ese esbirro federalista?
―Ya conozco a varias personas; aquí me ve por dos de ellas: el negro Rondón y Pablo Coronel. Y es posible que dentro de dos semanas me vaya de este pueblo, sin recibir órdenes de ningún tipo de esbirro.
―¿Por qué mienta a Pablo Coronel?
―Como usted dijo, no soy de aquí, soy llanero, pero vivo en Puerto Cabello. Por estos lados llegué buscando a mi tío Ambrosio Alzarte. A la casa de Pablo Coronel fui a parar; él me dijo que sí lo conoció, pero lo presume muerto. Ese señor ciego; también busca a alguien, a un hijo muerto, y cree que soy yo. Y me puso el nombre de Pablo Coronel, hijo. Como es un anciano, no le llevo la contraria y creo que también su compadre Jacinto Toro está convencido de que soy ese hijo perdido. Jacobo Coronel lo puede confirmar. Y lo que dice el negro Rondón es cierto, comenzaré a trabajar en la hacienda de Rafael Barra. También debo decirle que mi verdadero nombre es José Campos.
―¿Por qué se queda por acá, hablador? Si al que busca, ya murió.
―Ya le dije, el señor Pablo lo presume, significa que no está seguro. Me dijo que lo debía buscar por Tacarigua, el sábado iré allá. Ya sea que lo encuentre o que no aparezca, me quedaré dos semanas más.
―El que acata a un loco, no debe estar muy cuerdo. Estaré pendiente durante las dos semanas que le quedan por acá.
―Negro Rondón, dígale a Rafael Barra que le ponga precio a ese alazán y me avisa. Trata de convencerlo. De ninguna manera le comente de mis insolencias, ahora no, quizás más adelante. Dígale de mi interés por el animal.
―Sí, Sargento Antero. Mañana le participaré su interés.
―Y ustedes dos, sigan con sus disparates, que así van a prosperar. Pendientes deben estar del prófugo; el hombre está bien armado y es peligroso. Mañana volveremos a vernos las caras.
Antero da media vuelta y camina hacia afuera, donde están los caballos. Lo aguarda un tercer soldado que mantiene agarrada la rienda de un brioso animal.
―Negro, ¿por qué le dijiste eso al sargento Antero?
―Por lo que hablamos, señor José. O no se acuerda.
―Por supuesto que lo recuerdo. Y sí estoy interesado en trabajar con Rafael Barra.
―Don Rafael me dijo que a personas interesadas en trabajar en la hacienda, les dijera que mañana a las dos de la tarde los espera, y que sean puntuales. Vendré a buscarlo a la una de la tarde, pero antes le diré que usted es mi tío.
Jacobo interrumpe la plática, parándose en medio y llamando la atención del muchacho.
―¡Vamos, hijo! No me sobra tiempo para conversaciones; a esta hora llevaremos al sol quemando el lomo. El camino es largo, no perdamos más tiempo; otro día llevamos los hijos de plátanos.
―Y usted, Pablo o José. Sepa que no importa un carajo cómo se llame, con tal de que haga su tarea y se largue cuando dijo.
―¡Margarita! Los racimos lo vienen a buscar antes del mediodía.―¡Asegúrate de que sean diez! ―hace Jacobo la observación cuando salen al camino.
.―Ni espera que Jacobo y el Negro den la espalda. A usted no le apetece estar aquí; salió muy temprano hoy. Y sale de nuevo tan rápido.
―Apenas oscurezca regreso, Margarita, y te contaré cómo funcionan algunas cosas.
Capítulo 10
“Los propósitos son el incentivo que permite continuar el camino de vida” ,
La tarde de ese día domingo, el primero en aquel tiempo remoto, juega con la cordura de José Campos. De camino al pueblo, un súbito anochecer le hace perder la noción del tiempo, sin explicarse cómo pudo ocurrir el acelerado paso de las horas. Con los pensamientos desorganizados, José interrumpe su marcha y se sienta a un lado del camino. Una terrible sensación de soledad lo abruma y piensa en la muerte como solución a su desgraciada situación, y a lo difícil que será lograr una salida.
Pensando en su desdicha, lo sorprende el canto de un gallo, muy cerca, casi pegado al oído. Una decena de gallos responden al primer y misterioso canto, el que ahora ocupa la imaginación de José. Camina desorientado, tratando de determinar dónde se encuentra el ave doméstica que tan cerca continúa cantando. Se despista siguiendo la idéntica voz de otros que cantan en diferentes partes.
Los gallos quedan por un momento en silencio y José Campos escucha una voz conocida. Sin darse cuenta, ha llegado justo donde debía estar.
―Otra tarde con el mismo trajín, prima. Ni siquiera porque es domingo hay sosiego; y que les importa a ellos que mataran a ese general, en vez de agradecer al asesino. Yo no veo tal guerra, pero Antero dice que en otros lados matan a cien hombres todos los días.
―Ay, mujer, la guerra me espanta, con tantos muertos. Don Rafael estaba hablando de eso con su hermano. Mejor me voy antes que oscurezca.
―No, Salomé, tienes que quedarte. Antero solicita que seas tú quien le informe directamente; él dice que yo cambio las palabras cuando le repito lo que tú averiguas. Porque todo lo que habla el flacuchento con su hermano debe entenderlo muy bien.
A seis metros de distancia, José escucha a la ruidosa mujer; entre oscuro y claro.
La pausa lo pega a la pared, y sigue atento cuando reanuda la charla.
―Las arepas ya están asadas y el marrano está frito; ahora hay que esperar al sargento. Dicen que para no aburrirse, se bebe café; le serviré una taza llena y así me echa la historia de Misia Ramona. Me gusta cómo narras esos cuentos, prima Dalia.
―Está bien, pero no te asustes. Presta atención y no me interrumpas. Era la época de la colonia y había una doña muy adinerada, llamada Sotera Ponte. Misia Sotera era dueña de una hacienda y tenía un solo hijo, que era un mozo deforme; él se llamaba Diógenes y se divertía haciendo maldades a los esclavos. Diógenes amaestró a una mula negra para que pateara a sus esclavos, injustamente, por pura maldad. Su madre lo permitía, complacida con el maltrato a sus esclavos rebeldes….
―Siga, Dalia. Ese que grita no es Antero.
―Al paso del tiempo el animal se puso indócil y dio una patada a la cabeza del mozo deforme, matándolo. Por eso la misia amarró las patas a la mula, y en las tardes, ella vestida enteramente de negro por el luto, le daba latigazos al animal. En esos tiempos había reventado la guerra de independencia y por la hacienda pasaron los realistas; ellos mataron a la doña y quemaron todo. Los demás animales corrieron y se salvaron; la mula que tenía las patas amarradas, la consumió el fuego, enterita.
―Ay, Dios, ¿y era de noche? Qué miedo tengo, Dalia.
―El demonio convirtió a la mula negra en espanto. A Sotera y Diógenes, en espectros. Todos aparecen en las tardes, cuando cae la noche, adentro en las haciendas. La mula negra echando candela por la boca y resoplando un rebuzno que para los pelos. La madre vestida de negro, dándole latigazos al hijo que grita como niño en pena.
―Ay Dios, pobre Sotera. La mula sí me asusta.
―¿Por qué te condueles de esa mujer tan malvada?
―Pobrecita ella, tener un hijo tan feo.
―Ya, ya, llegó Antero. Le llevaré la comida a la mesa, espéralo aquí, Salomé, para que le cuente de la conversación de don Rafael Barra.
―Mejor que venga a comer acá. Y de una vez le digo de lo que hablan esos españoles. Ay, Dios. Esa mula me asusta.
―Ja, Ja. Ya le digo. Miedosa.
Nuevamente hay un silencio prolongado, y José se aleja unos pasos. Luego, un susurro masculino lo acerca al sitio donde había estado.
―Aquí estás, Salomé, mi Victorita. Quien no te conozca, te compre ―¿Y qué hay de nuevo?
―Poca cosa, Antero. Don Rafael estaba hablando hoy con un hombre de unos cincuenta años, que no conozco.
―¿Estaba armado ese hombre?
―No, no le vi nada. Solo un rollo de papeles. Nada más.
―Me avisas si vuelve a ir, y disimuladamente averigua su nombre.
―¡Déjame, Antero! ¡Aquí no, hombre!
―No te pongas arisca, mujer, Dalia no viene hasta que no la llame.
―Debes hablar con ella, es una mujer muy noble, y a veces yo me siento sucia.
―No te sientas así, para mí eres la primera. Al finalizar esta contienda, tendré un rango superior, y nos iremos los dos a la capital. Y por Dalia no te preocupes, ella se ve con otro hombre. A ti, nunca te lo dirá.
―Mentira, no creo eso de Dalia.
―Mañana en la noche, cuando nos veamos en tu casa, te contaré todo. Lleva mi comida a la mesa; y te conservas como estás, así me gustas, Salomé.
―No vayas mañana, Antero. Mi madre está muy enferma y estoy durmiendo con ella para estar más pendiente de sus remedios.
El recorrido a pie entre el poblado y la hacienda El Cambural le tomaba una hora, a lo sumo. A José, esa noche lo sorprendió el portón de entrada al fortín; el trayecto le había resultado muy corto. El tiempo continuaba moviéndose de manera extraña. El improvisado portón que le permite acceder a su albergue está abierto y en la penumbra puede divisar a quien lo espera.
―Hace mucho rato que oscureció y usted me dijo que regresaba antes, por eso su cena está fría.
―No se inquiete, Margarita. No me gusta la comida tan caliente.
―Voy a atender a mi vieja y en un rato vuelvo para que diga eso, de las cosas que funcionan.
―Vaya, que no hay apuro. Seguiré leyendo el libro Los mártires, de Fermín Toro.
Margarita no muestra interés por el comentario de José Campos, alejándose de inmediato.
No habían pasado diez minutos cuando regresó Margarita.
―Ay, hombre, tenía hambre; dejó limpio el plato. Mi mamá solo tomó sopa, si usted quiere, le traigo más. Ay. Dios, no le había visto la cara; ¿usted estaba llorando o será que está enfermo?.
―No te preocupes, Margarita. Estoy bien, y muchas gracias, ya estoy lleno. En realidad, no dejé nada porque me gusta su sazón. ¿Y qué enfermedad sufre su señora madre?
―Sufre de muchos dolores en sus huesos, y pasa más tiempo en cama, que sentada.
―Entiendo, debes estar muy afligida. Noto que Jacobo se preocupa por su madre. Al parecer, es un buen hombre.
―Jacobo no es mi hombre, por si lo creías. Mi mamá es agradecida y lo quiere como a un hijo. De eso se aprovecha Jacobo para estar cerca de mí, para que lo atienda como si fuera su mujer. Hasta me pidió que durmiera con él.
―¿Qué edad tienes?
―Tengo veinticuatro y Jacobo más de cuarenta. Él ya tiene hijos que son hombres; con su mujer que vive en Cascabel. Por allá pasa dos días cada semana. Todas las semanas visita a su mujer. Antier no se fue porque el negro Rondón estaba en las peleas de gallos y le guardaba una plata que no pudo entregarle, pero si no va el viernes, va el sábado.
―Eres una joven hermosa y trabajadora. No debes tolerar que Jacobo te acose, puedes buscar un sitio adecuado donde vivir.
―Por mi mamá, por ella no me voy; ¿adonde puedo ir, con una pobre vieja que casi no camina?. Por eso lloro como usted. A Jacobo no lo quiero y no sé hasta cuándo pueda resistir; él me asusta cuando regresa borracho.
―No te agobies, Margarita. Todo tiene una solución, sólo hay que buscarla para acabar con el problema.
―Unas noches yo me pregunto; ¿qué será de mi vida cuando mi mamá se vaya al cielo?. Tantas cosas del futuro que me asustan.
―Por Jacobo Coronel no debes seguir sintiendo miedo. El lunes, cuando Jacobo regrese, yo estaré aquí. Si viene el martes, y no estoy, le vas a decir que te estoy consiguiendo un trabajo en la hacienda de los Barra. Con alojamiento para ti y para tu madre, y que me espere porque debo hablar con él.
―Ay, Dios, no me gusta mentir. ¿Cómo me va a decir esas cosas, si no conoce a don Rafael?. Y tampoco sabe cómo se comporta Jacobo cuando anda borracho.
―Te hablo en serio, Margarita. O no crees en mí, después de confiarte muchas cosas personales.
―No conozco otra gente del llano, o de la frontera. Usted, José, es un hombre extraño. algo raro.
―¿A qué te refieres con la palabra raro? Explícame.
―Bueno, raro como habla, las palabras que dice, eres diferente a los demás hombres.
―No soy diferente, Margarita, solo soy honesto y la palabra que no entiendas, pregúntame. Me gusta conversar contigo.
―¿Puedo preguntarle algo ahora?
―Lo que quiera, Margarita.
―¿Tiene hijos?
―No los tengo, Margarita. Posiblemente tendré.
―Yo me voy a acostar; usted también debe estar cansado, José.
―Y tú, ¿A qué hora te despiertas?
―Hago el café a las cinco y me mantengo despierta. Mi mamá se despierta antes, pero me deja dormir hasta esa hora.
―Mañana voy a entrevistarme con Rafael Barra y necesito que me ayudes, bien temprano.
―¿Y cómo lo puedo ayudar? Yo no conozco de esas entrevistas. Me voy a preocupar esta noche.
―No te preocupes, Margarita. Tu ayuda es para otra cosa, que sabes hacer. Te espero a las seis de la mañana. ¿A qué hora regresa Jacobo?
―Casi siempre a la hora del almuerzo, pero no sé si regresa mañana.
―Oigo que golpean una olla. ¿Es en tu casa?
―Sí, me voy. Mi mamá está llamando
Capítulo 11
“De un cuadro del futuro conocido, que se evade, aparece una parte ignorada del pasado como refugio”.
Lo mortifica el gesto de sorpresa que el muchacho refleja en su cara al verlo arreglado para la cita con Rafael Barra. El comportamiento adecuado adecuado del negro Rondón es esencial para favorecer el desarrollo de su plan. Margarita había ido adaptándose al cambio de apariencia con cada paso. Lavar ropa de un estilo despertaba su curiosidad; luego, mientras limpiaba las botas y la correa le preguntaba sobre el origen de otros objetos que eran completamente nuevos para ella.
Rasurarse la barba resultó ser una tarea difícil y llena de misterio. La navaja de afeitar que le trajo Margarita no la pudo usar. Las manos le temblaban; al verse en el espejo notó que sus pupilas habían cambiado misteriosamente de color.
Esa experiencia le transporta al futuro; consciente del cambio que irremediablemente debía aceptar y afrontar. Prefiere mantenerse en silencio; necesita concentrarse para el próximo movimiento. Ha maquinado dos estrategias, pero solo puede utilizar una, dependiendo de la reacción inicial del hacendado.
―¡Tío Pablo! Esa ropa, ¿de dónde la sacó? Y se cortó el cabello y la barba; parece otra persona ―finalmente habla el muchacho, después de haber quedado mudo por varios segundos.
―Eso le dije, negro. Yo tuve que rasurar su barba; él no podía. ¿Y por qué le dices tío Pablo?
―Así lo debo llamar, para que pueda conseguir trabajo, pero también debe limpiar su cara.
―Se estaba cortando con la navaja, por eso es que tiene sangre en la cara. Y esa ropa la tenía guardada; yo la lavé temprano. ¿Y dónde está Jacobo?
―Mi papá se quedó, fue para Aguas Calientes con unos hombres, me dijo que me quedara aquí esta noche.
―Vamos, amigo negro. Rafael Barra me espera.
―Monte el caballo ese, la silla está nueva.
―Mejor monte el bayo, José. Es un animal manso―interviene con rapidez la joven mujer.
―Gracias, Margarita. Regresaré para cenar de esa sopa que hace.
Capítulo 12
“Exagerar para obtener atención y lograr un objetivo, conlleva mentir de manera compulsiva”.
Frente a él está un hombre blanco de unos treinta años, que lo mira con asombro y cierta desconfianza. Se nota que está recién rasurado y cuidadosamente peinado. Es de contextura robusta, y aunque por pocos centímetros es más alto que él, yergue la cabeza estirando el cuello, para verlo desde arriba.
―Él es mi tío Pablo. Yo sigo con mi tarea, don Rafael. Voy a enjaular a los gallos de pelea.
El hombre reacciona con un pestañeo y de inmediato recorre la figura del visitante echando un ligero vistazo.
José Campos intuye que Rafael Barra se siente examinado. Y piensa que es un hombre perceptivo e inteligente; y con una actitud arrogante que le sirve para guardar distancia. Debe ser llano y parco con él, para ganar su confianza.
―Mucho gusto, señor Rafael. Soy José Campos, a su orden.
―Disculpe. Pase usted. Sígame, por favor.
José camina unos pasos detrás del hacendado, mirando sin disimulo todo el entorno, tratando de interpretar cuanto podía ver. Entran a una sala que no tiene otro acceso, ni salida; únicamente la ancha puerta de entrada. A mitad de la sala hay una mesa con gavetas, de casi dos metros de ancho, que también sirve como escritorio del hacendado y que con certeza esa medida cubre el vano de la puerta.
―Siéntese allí mismo, no tenga cuidado. Pensé que era mayor; el tío del negro Rondón. Usted no es de estos lados porque su apellido no me suena.
Rafael Barra le ha invitado a sentarse en un confortable sillón. Mientras él se acomoda en uno más sencillo, pero situado en el puesto principal del escritorio.
―Si me permite, y tiene tiempo puedo explicarle, don Rafael.
―Sí, sí, claro. Hable usted y luego yo pregunto.
―Por causas que aún desconozco, me desperté el pasado lunes tirado en el monte, detrás de la casa del señor Pablo Coronel. Allí nadie me conoce y, por supuesto, yo tampoco a ellos; pero eso no es lo grave. El inconveniente ha sido la fecha, que coincide con la búsqueda de un prófugo asesino. Envuelto en esas circunstancias y por consejo del señor Coronel, de quien pongo en duda su cordura, asumo el nombre de Pablo Coronel, hijo. Por ese nombre ajeno he sobrevivido hasta ahora. Usted es la primera persona a quien expongo mi delicada situación. Mi verdadero nombre es José Campos, tal como me presenté ante usted.
―¿De dónde viene usted, José Campos?
―Soy oriundo de Guasdualito, en la frontera con Colombia. Mi padre fue soldado del Batallón de la Muerte, sobrevivió a la guerra, pero no volvió a casa. Me crió mi madre, Ana Luisa Campos.
Al escuchar la ajena historia, Rafael Barra deja de mirar al narrador y este queda en pausa, poniendo sus ojos en un pedazo del cielo nublado. El frío silencio en la sala permite que entre un cacareo y detrás llega el canto de un pollo, tratando de pasar al gallo. Esas voces de aves rompen el hipotético hielo, provocando un gesto de contenida sonrisa en la cara de Rafael Barra, y de manera más expresiva en José Campos.
El hacendado abre una gaveta inferior y saca un adornado cofre que coloca sobre la mesa. Aunque parezca ser un acto distraído, no lo es; y José Campos lo sabe, la espera es importante, de ninguna manera lo interrumpiría. Ve las cuidadas manos del hacendado abriendo el cofre de madera y sacando un tabaco que se aprecia elaborado por expertos.
José Campos observa que Barra cierra la caja de madera, así descartando alguna oferta de parte del anfitrión. Acto seguido, busca como encenderlo y nada encuentra para crear una llama, entonces se levanta; e inclinándose en el escritorio, llama al negro Rondón. Sin esperar que repitiera el nombre del negro, José se para y saca de su bolsillo un encendedor cromado y con la llama abierta lo ofrece para prender el tabaco.
El hacendado no deja de mirar el encendedor que José guarda despreocupadamente en el bolsillo del pantalón. Y José, con toda la premeditada intención, levantando un poco su camisa, deja asomando someramente la hebilla de acero inoxidable de la correa.
Con disimulo observa los abiertos ojos de Barra y continúa hablando.
―Bueno, don Rafael. Usted tendrá otras cosas por atender. ¿En qué puedo serle útil? Me he sincerado con usted y no puedo mentirle sobre el motivo que me trajo hasta acá: estoy necesitado de un empleo y cuento con usted. Y me disculpo, don Rafael, si le parezco exigente.
―No, no. Seguro, ya le diré. ¿Dónde compró ese mechero?
―Ese encendedor tiene una larga historia.
―Cuéntele, Campos, que me interesa ese aparato.
―A los diez años fui con mamá a un hato, allá en el llano, del lado de acá del Arauca. Ella cocinaba para la peonada; yo ayudaba en la elaboración de queso y otras tareas menores. Tenía doce años cuando mi madre murió; hasta los dieciséis permanecí en el hato. No quise más esa vida y fui a San Fernando; allá me topé con un japonés, vivimos un tiempo en La Guaira, después en Puerto Cabello; de allá vengo. Ese japonés me enseñó todo lo que sé sobre números, cálculos, estadísticas, mecánica, los fundamentos de la física moderna. Soy yo, el ayudante de un científico inventor, del cual lamento su suerte. Discúlpeme por contarle tantas cosas y ni siquiera he respondido a su pregunta.
―Continúe, Campos, siga, por favor.
―El sábado antepasado, estaba yo con unos amigos tomando unos tragos de whisky, a manera de despedida, pues, me iría del país, acompañando a mi jefe. Estábamos en problemas con el gobierno, por un invento que desarrollamos, cuyos detalles me reservo. El lunes, hace dos semanas, íbamos a partir en barco a Norteamérica, y el japonés tenía en su poder todos mis documentos de identidad. Me acosté borracho ese sábado y amanecí donde le dije, con todas las pertenencias que llevaba encima la noche anterior.
―¿Y cuál fue la suerte del japonés?
―Ese sábado, antes de dormirme tirado en la borrachera, unos amigos fueron a mi casa y me avisaron que el japonés había muerto.
Con una actitud de pesadumbre, José sacó de su bolsillo una caja de cigarrillos con filtro y obsequió uno al interlocutor, encendiéndolo con el yesquero.
―¿En dónde consigue esos cigarrillos?
―Me temo que no los conseguiré más, don Rafael. Se los enviaban desde Europa al finado científico japonés.
―¡Qué pena! Cuánto lo siento, Campos.
―Ayúdeme, don Rafael, me siento paranoico. El nombre José Campos me pone en riesgo, por eso no regreso a Puerto Cabello. Tome, le regalo este encendedor, como acto de buena voluntad, que usted me inspira.
―¿Por qué dice Zippo?
―Es el prototipo de encendedor que fabricó el japonés; me lo obsequió después de la muerte de mi hijo. La palabra Zippo sustituyó a la original cipo. Fue pensada como un sinónimo de monumento para mi hijo muerto.
―Ah, qué pena, hombre. No puedo aceptar este encendedor, es de un valor muy personal suyo. Mi hermano llegará dentro de media hora; acompáñeme, le quiero mostrar algo.
―Deje el Zippo sobre el escritorio, para uso común; cuando me vaya, lo recogeré.
Capítulo 13
El flacuchento bachiller, así descrito por la mujer del sargento Antero, es sin duda un joven de complexión delgada. La piel rosada y lampiña acentúa la apariencia juvenil de Andrés Barra. Sin embargo, su altura y el tono de voz armonizan perfectamente con la autoridad que le confiere el título.
Desestimando cualquier protocolo, Andrés Barra interpela a José Campos.
―Así que no recuerda cómo llegó al Toco. ¿O hay otra historia?
―No, bachiller, con su hermano he sido sincero. Y a usted le confieso que en otras oportunidades me he emborrachado y al despertar no recordaba cómo había llegado, pero siempre me hallaba en casa. Esta vez no fue así.
―Y ese tal japonés. ¿Cómo se llama?
―Se llamaba Seiko, bachiller Barra. Lamentablemente, murió. Seiko Yamaha, era su nombre completo, nativo de Tokio, Japón.
José desabrocha un puño de su camisa y muestra el reloj; los dos hermanos miran con asombro.
―Le pertenecía; yo lo uso para presumir. Él era un ingeniero reconocido fuera del país; aquí se comportaba como una figura anónima, algo gris. No le convenía alardear de su conocimiento.
Los hermanos quedan pensativos y José prosigue, cambiando la conversación.
―Le ofrecí mis servicios a su hermano Rafael; lo puedo asesorar de manera integral en el desarrollo de su proyecto. Me sentiría complacido en colaborar, sin embargo, no puedo mentirles, tengo un interés personal por el cual prestaría mis servicios y conocimientos. Les trabajaré a ustedes a cambio de conseguir una identificación auténtica, que me permita salir del país. En Puerto Cabello me asocian al señor Seiko y puedo correr su misma suerte. Por acá me confunden con el asesino del general; mi vida corre peligro. ―Por eso último, no se preocupe, José Campos.
―¿Ya capturaste al asesino, Andrés?
―No, no hermano. Me refiero a la descripción física del asesino, dista mucho de este José Campos.
―Buenos señores, creo que no hay objeciones. Vamos de regreso a la sala; a ésta hora apetece un buen café. Y mientras bebemos el café, hablaremos de la manera de conseguir otra identificación a Campos.
―Yo no, Rafael. Tengo que resolver un asunto en el pueblo, hablen ustedes.
―Y usted, José. Preséntese aquí mañana a las ocho de la mañana; sobre su empleo debo hablar antes con Rafael. Esa decisión no la toma el sólo. Y, por favor, sea puntual
Capítulo 14
Rafael Barra está totalmente convencido de que el café ayuda al rendimiento mental, y con ese supuesto se inició una amena charla. Después del consumo de dos humeantes tazas de café, el tema de conversación se había centrado en los caballos del propietario de la hacienda La Reliquia. Quien, haciendo alarde de su memoria, pudo enumerar toda la descendencia de un caballo de paso fino que había traído su bisabuelo desde España. Así supo José Campos que el caballo bayo que lo trajo a la cita, el de pelaje amarillento con crines oscuras, se llama Gualdo, y es el más joven de la generación.
Disfrutando el acompasado andar de Gualdo, José Campos continúa maquinando sobre el esquema de funcionamiento que debe presentar para la próxima reunión con Rafael Barra. A pesar de querer focalizar su mente en la fábrica de la hacienda La Reliquia, no puede quitar de su pensamiento a Salomé. Durante la charla con Rafael, se había presentado la mujer con una excesiva cordialidad; ella sirvió las cuatro tazas de café y esperó todo el tiempo que tardaron en consumir la infusión.
Pensando cómo obrar con cautela para abordar a Salomé, fue sorprendido por otra mujer.
―El negro llegó primero que tú. Me dijo que don Rafael habló mucho contigo.
―Hola, Margarita. Así fue, hablamos por varias horas. ¿Y dónde está el negro?
―Se fue hace poco; una novia que tiene lo está esperando.
―No me lo encontré en el camino, necesitaba decirle algo.
―No se encontraron porque tú venías de la hacienda, y él iba para el cerro. Me dijo que no comentara que va a pasar la noche en el cerro.
―¿Conoces a la novia del negro?
―Por acá toda la gente se conoce. Se llama Azucena, y…
―¿Qué te pasa, Margarita?
―Mire para allá, vienen otra vez esos hombres. El sargento y sus ayudantes. Antero, tampoco deben saber que el negro se fue.
Ya próximo a ellos, el militar uniformado empareja el ala de su sombrero, levanta el mentón y rasca la barba de su cuello.
―Me llevo el caballo que trajo el peón. Y le vengo a participar de algo. . . ―Es que el bachiller no lo recibirá mañana porque estará fuera del pueblo ―dice el altivo sargento.
―Si Andrés Barra le dio esa orden y lo mandó a buscar el bayo, puede llevárselo, sargento. Y como mañana debo tratar con Rafael Barra, de todas maneras iré a la hacienda.
―¡Cabo Alcides!
―Dígame, sargento
―Agarra las riendas de ese animal, para eso viniste. ¿Dónde está el negro Rondón?
―No lo sé, sargento. Acabo de llegar. ¿Sabes tú, Margarita?
―Él se fue a bañar al río. Si quiere, lo espera, sargento.
―No esperaré, ya nos vamos. Y usted, peón, no se confíe tanto de su suerte; un día le puede abandonar. ¡Arre!
―¿Por qué Antero te dice eso?
―Lo que hoy diga Antero, no es importante. Te traje una barra de cacao procesado; come despacio y luego me dices si te agradó. Voy al río, allá donde está bañándose el negro Rondón.
―Sabes que no está ahí; si tú querías decirle algo al negro, esperarás mañana.
―Puede ser irrelevante, pero te lo diré antes de que se me olvide. Una mujer en la hacienda me identificó como tío del negro; ella me pidió que le recordara las hojas de yanten que le ofreció y que se las llevara ahora a su casa. Es todo.
―¿Cómo se llama esa mujer?
―Ella me dio su nombre, pero no recuerdo; es una mujer joven, de pelo negro y liso muy largo.
―¿Es flaca?
―Un poco gorda, pero con cuerpo agraciado.
―Debe ser Salomé, la prima de la mujer de Antero; a ella le dicen Victorita, por su parecido a la reina. En su casa tiene un retrato de la reina Victoria y otro suyo al lado. El llantén debe ser un remedio para su mamá. Esa mujer es habladora; si el negro no le entrega la mata, hasta Antero se entera.
―Si me dices dónde vive, yo se lo llevo ahora y excuso al negro.
―Ella vive en una casa que se está cayendo, al final de la calle principal
Capítulo 15
Al momento que parte el sargento Antero, José Campos llega a la deteriorada casa de Salomé, aunque la coincidencia no es exacta porque el sargento sale hacia un estrecho camino que lo aleja del caserío y Campos entra por la vía principal. Al entrar a la casa y ver a Salomé, no considera necesario formular la pregunta. La mujer, con la cara enrojecida, solloza sin reparar que parte de su cuerpo está descubierto, mostrando piel a través de jirones en su ropa.
―Gracias a Dios que llegó un hombre ―dice una voz detrás de José Campos.
El agradecimiento proviene de una anciana que está recostada en una pared.
―Le aseguro que ese hombre no volverá a molestar a su hija, por eso no se preocupe más.
―Dios le oiga, Don. Hablen ustedes, yo me voy a recostar en la cama.
Una hora después se despide José Campos de Salomé.
La supuesta suerte, la que Antero le había atribuido, se prolonga a su favor, siendo producto de las oportunidades que él mismo sargento facilita. En este momento, José Campos cuenta con fehaciente información extraída del repertorio de Victorita. De ella escuchó una serie de cuentos que le abren otra ventana para infortunio del sargento.
Salomé es el noticiero de una emisora, que ya sabe cómo sintonizar.
La noticia que llevó Antero a la hacienda El Cambural era falsa; un ardid del propio portavoz. La simulada ausencia del bachiller tenía como objetivo propiciar la inasistencia de José Campos a la reunión prevista y así poder catalogarlo de irresponsable. Al conocer el malintencionado plan de Antero, modificó también el suyo. Llegaría a la hacienda dos horas antes de lo pautado con Rafael, para adelantar conversaciones sobre el proyecto, antes de que llegara Andrés Barra.
Y así ocurrió. Al día siguiente, sin esperar la plena claridad, se presentó en la hacienda La Reliquia.
―Al parecer coincidimos con la expectativa; anoche pensé mucho en esto. ―¿Tomaste café? ―le recibe con amabilidad, Rafael Barra.
―Sí bebí, pero acostumbro tomar varias veces al día. Y en cuanto al proyecto, de inmediato podemos empezar con un esquema, para plasmar los pasos en cada proceso, en función de las máquinas operativas, tal y como están, y el viernes haremos una prueba experimental con el nuevo ingrediente.
―No creí que tan pronto fuese posible. ¿Estás seguro?
―Pienso que sí. Anoche adelanté esto; te lo mostraré, pero si tienes alguna información sobre el proceso utilizado por esa fábrica inglesa, sería de gran ayuda.
―He estado averiguando sobre el proceso de fabricación del chocolate. En Bristol está mi principal cliente del grano; tiene más de una década fabricando las barras de cacao. El mercader, con quien trato para exportar el producto, me vendió algunos planos y recetas, asegurando que se lo suministró un empleado de Fry and Sons. Son estos, míralos.
―Déjame revisar; así viéndolo por encima, está bien descrito el procedimiento. Desde aquí partiremos.
―Bueno; te aclaro que con esta información inicié mi proyecto; sin embargo, quiero mejorar el producto y tengo algunas dudas. Principalmente en cuanto a la formulación; también he pensado que se deben tener más indicadores para el ajuste de las maquinarías, que para mí es lo complicado del proceso.
―Perfecto, Rafael. Entonces comencemos a trabajar con estas modificaciones en que pensé anoche.
―Antes de acometer este asunto, te contaré que también adelanté algo ayer, sobre tu petición. Escúchame y analízalo.
―Te oigo, Rafael.
―Mi hermana es muy allegada a la iglesia y, hablando con el cura, los dos consideran que Pablo Coronel es el nombre conveniente; pues, con un acto de confirmación de bautismo y dos testigos que sepan leer y escribir, se asienta el nombre en el libro de la iglesia. De la forma convencional es un poco complicado el asunto, porque se necesita una fe de vida firmada por dos testigos de tu ciudad natal; y como allá estás bautizado, aparecerá tu nombre real. Con la primera opción, donde aparecerás con nuevo nombre; la figura del matrimonio, como acto civil, te concedería la nueva identidad de manera legal. Y con ese nombre se puede gestionar un pasaporte.
―¿Le comentó esto a su hermano?
―Le comenté, y Andrés me dijo que existe otra opción por la parte política. Mi hermano está asentando en un libro de actas a todos los pobladores de esta región, con el objeto de quitarle autoridad civil a la iglesia.
―Lástima que su hermano estará hoy fuera del pueblo, según me dijeron. Por las alternativas que usted propone, me interesa hablar con él.
―Sí, él salió de viaje; cosas de la política, pero vendrá a la reunión prevista, tal vez con algo de retraso.
―Muy bien, así el asunto de mi empleo se resolverá hoy mismo.
―Usted ya está contratado, Pablo Coronel. Ayer tomamos la decisión. El último requisito lo cumplió hoy; inclusive llegó dos horas antes. Para nosotros, la puntualidad es primordial; es un indicador de respeto hacia las demás personas.
―¿Ustedes contrataron a Pablo Coronel, hijo?
―Sí, Campos. Y personalmente le sugiero la opción que tiene el cura.
―Gracias por tu recomendación, Rafael; sin embargo consultaré con Andrés cuando él regrese.
―Usted decide, José Campos
Capítulo 17
“Al retroceder hasta una época pasada, cierto recuerdo puede ser impreciso”.
El sábado que el ciego Pablo Coronel propuso para ir a la laguna de Tacarigua, llegaba con ocho días de retraso. En la tarde, José Campos hace los preparativos sin dar previo aviso al ciego.
A quien primero informa es a Hermenegildo Rondón.
―Esta noche iré a Tacarigua y debes quedarte acompañando a Margarita; me dijeron que tu padre regresa hoy. ―¿Antero fue a la hacienda, hoy?
―No, tío. Ese señor no se presentó hoy.
―¿Por qué me sigues llamando tío?
―El patrón me dijo que no dejara de llamarlo tío Pablo y que debía acatar todas sus órdenes. En la hacienda hablan mucho de usted, dicen que es un letrado.
―¿Irás mañana a la gallera?
―Nunca falto a las peleas, tío. Debo acompañar a don Andrés; que si gana su gallo, me regalará un pollo pinto. Hasta hago planes con mi gallo pinto.
―Mañana, en la gallera, se presentará el capitán Narciso Montoya. Averigua con quién se reúne en el pueblo. ―¿Conoces a ese capitán?
―Sí, señor, lo conozco. Tiene un marañón que le saca los ojos a los otros gallos.
―Tengo unos planes sin gallos y nos irá muy bien, negro Rondón. ―¿Tienen mañas estos animales que me traes?
―Esa mula, aunque está vieja, es noble y trabajadora. El pollino es brioso y un poco terco, pero con la mula marcando paso; él se acomoda.
―Gracias, negro, enfilo hacia Tacarigua a medianoche. Margarita está preocupada por eso; no le alientes contando historias oscuras.
―Sí, señor. A ella, ahora la noto algo desacostumbrada. No sé qué le está pasando.
―¿Quién era ese hombre que venía contigo?
―Él no venía conmigo; nos encontramos en el camino y siguió para el río.
―¿Sabes quién es?
―Es Alonso López, el celador de la hacienda. Yo no lo conocía antes de trabajar con don Andrés; creo que es un forastero. Por el pueblo poco anda; es por orden del patrón.
―¿López es el único celador?
―Tres peones lo ayudan a patrullar en las tardes, después que termina la jornada. Y de noche lo acompaña el cabo Nieves. La gente dice que el cetrino no duerme. Le dicen así por el color de sus ojos. Ese hombre me da una… ―explica el negro Rondón, sin terminar la última oración.
―Ese cabo Nieves, ¿es el mismo que anda con Antero? ―pregunta José.
―Nieves no era cabo, primero era caporal de la hacienda y hace poco le dieron el nombre de cabo. Creo que don Rafael lo puso para que vigile al sargento Antero; porque él habla mal del gobierno.
―Después seguimos hablando, Hermenegildo. Nos veremos mañana.
La noche clara de luna brillante se oscurece en algunos pasos del camino enmontado. Allí, donde los copos de los árboles de cada lado del camino se tocan y entretejen, para así la vegetación formar un techo que impide el paso de la luz reflejada por el satélite. Los dos jinetes cabalgan callados, pareciendo atravesar un negro y expectante túnel.
Al salir de uno de esos pasadizos, José puede observar una parte de la ruta, en el momento en que su acompañante acaba con el silencio.
―De aparecidos están llenos los caminos, José. Y los que ven se acobardan, pero quien vive en la oscuridad no le teme a las sombras ―dice Pablo Coronel, en voz alta.
―Yo, a plena luz del día he sentido temor, no por espantos. Ha sido por mi propia cara frente al espejo―confiesa José, creyendo que es el momento oportuno para hablar de su experiencia.
―Eso significa que cargas la muerte encima, pero no te preocupes; eso es natural y nada malo pasa mientras a uno le alienten las ganas de vivir.
―Debe ser así, señor Pablo.
―¿Andas asustado, José?
―No lo estoy, pero ahora me siento algo raro. Tengo la impresión de que ya pasamos por aquí hace media hora.
―Entonces vamos bien encaminados, estamos en la vereda del pilón de Rodrigo, que ya no existe, ese hombre murió. Como este, hay dos caños muy parecidos, pero uno tiene dos jabillos a la derecha y el otro un indio desnudo. Falta poquito para salir a la carretera; hay que doblar a la derecha y de ahí se sigue para Tacarigua.
―Llegamos al cruce, Pablo. Y los animales parece que conocen el camino; tomaron la derecha.
―Las buenas bestias no tiran a la izquierda y esta mula que monto tiene casta de paso fino, me gustaría quedarmela; para comprarla sobrará la plata.
―Siguiendo para Tacarigua, a la laguna. ¿Hay solo un camino?
―Varios caminos, pero desde acá solo uno, José. Falta un buen trecho para llegar a la laguna, pero mucho menos que mi esperanza. Ni lo adivina María Aranguren.
―¿Quién es María Aranguren?
―Es un alma en pena, metida en el cuerpo de una mujer. Esa mujer tiene una personalidad intocable, diría que impenetrable. Ya la conocerás, José. Te dejará embrujado.
―Ya lo veré, Pablo.
―Mejor dime lo que ves ahora, o al menos lo que la oscuridad quiere que veas.
―Estamos pasando entre una siembra de maíz ya seca, hay pocos árboles, a la derecha hay un rancho, un poco retirado ―va narrando José, a la medida de su visión.
―Aledaño, a la izquierda hay una alfarería que era de un español manco; del otro lado hay un palo quemado que ya debe estar podrido y después, a treinta metros, está un puente sobre un río hondo que en esta época del año tiene poca agua ―describe con exactitud el ciego Pablo Coronel, haciendo gala de su memoria.
―¿Puedes ver la chimenea de la alfarería?
―Sí la veo, Pablo. Es alta y cilíndrica.
―El manco también fundía metales. Yo trabajé en ese horno.
―¿Quién nos sigue, José? ―pregunta de inmediato el ciego.
―Nadie está atrás, no veo a nadie, señor Pablo. Adelante, si se mueve algo.
La indeterminada existencia cobra identidad, y ese algo toma la forma de dos hombres que trancan el paso.
―¡Alto! Apéense los dos y se identifican.
―¿Quién es ese, José?
―Son dos soldados jóvenes, están armados y nos apuntan.
―¡Que apeen, dije! Y dejen de hablar. ¡Identifíquense!
―Soy el que no te puede ver y mi compañero, al que no puedes mirar ―dice Pablo Coronel, con voz ronca y malhumorada.
―¿Qué dices, viejo? ¡Estás loco!
―Acércate, si no lo crees. Por tu voz, eres un soldadito que todavía vive pegado a la falda de la madre ―con el mismo tono anterior, el ciego incita al novel militar.
―Cállese, viejo. Ningún soldadito. ¡Soy cabo!
―¿Vio ese animal, mi cabo? Está engrifo. ¡Ay, mi Dios! Es la hora de los espantos; ese hombre no tiene ojos en los huecos.
―No se acobarde, soldado. Apunte usted al viejo, para ver quién carajo es el otro.
―¡Cuidado, cabo! El animal está detrás del espanto. ¡Dispárale, cabo!
Simultáneo a los gritos del soldado, se escucha un corto aullido que es seguido por un fuerte ladrido y cerrado con ronco estertor. Luego, una retumbante explosión.
La detonación es seguida por un silencio sepulcral que se prolonga por casi un minuto. Para los grillos es imposible seguir en silencio, pero más alto que los chirridos de los insectos, se escucha la voz gruesa del ciego jinete.
―¡Habla, José! ¿Estás herido?
―Me estoy revisando, Pablo. El perro le saltó, por eso no pudo atinar. Y se acobardó tanto que el fusil lo tiró al suelo antes de salir corriendo.
―¿Y el otro hombre?
―Ya corría cuando el perro aulló, dejó solo al cabo.
―Hay que apurar el paso, recoge ese fusil y salgamos del camino. Fíjate bien, antes de llegar a la primera casa, hay un camino a la izquierda. Ahora tú adelante; esa vereda debe estar enmontada.
―¿Cuánto falta para llegar, Pablo?
―Por aquí el trecho se acorta y el tigre ronca. ¿Seguimos acompañados?
―Sí, Pablo, viene detrás, sin jadear. Usted sugestionó a esos muchachos; realmente se asustaron.
―Cualquiera se asusta si no puede ver los ojos de un hombre.
―Está oscuro y es dificultoso descubrir una cara.
―Ellos vieron lo mismo que tú, cuando te miras al espejo. ¿Desde dónde nos sigue el perro?
―Estaba echado en el portón de la alfarería, y después lo vi cuando el soldado lo enseñó.
―En el paso de la quebrada haremos una pausa, a esperar que amanezca porque amerito tus ojos. Más adelante, esta quebrada se convierte en río, es porque le entra la corriente de un brazo que arrastra agua desde la montaña, y al final del río hay una desembocadura que adentra en la laguna. A seis metros de la orilla de la laguna, en la pata de una ceiba está la botija, enterrada a un metro de profundidad.
―Comprendo que no es la primera vez que intenta sacar el entierro. ¿Por qué no lo ha logrado?
―Podía ver un poco cuando llegué aquí con Antero. Estaba muy molesto porque el muchacho no dejaba de quejarse y eso que viajamos con claridad. Y después se puso peor por la lluvia; no le gustaba mojarse.
―¿Llovía mucho?
―Veníamos secos, comenzó a llover adelante; donde sale el río de la montaña. Me acuerdo porque ahí mismo empecé a sentir una fuerte presión dentro del ojo izquierdo; al ratito veía todo borroso y me dolía la cabeza. Por fin llegamos al palo de ceiba y entonces le dije a Antero que hiciera el hueco. Llegó a una profundidad de metro y medio, pero no encontramos nada. El creyó que el tesoro no existía y se molestó; me insultó con groserías y desprecios, no lo reconocía.
―¿Estaba seguro de que esa era la ceiba?
―Sí era, la más cercana a la laguna, aunque tuve dudas y quise asegurarme de que tenía razón.
―¿De qué manera, Pablo?
―En mis sueños figuraba otro escondite, en la pata de la montaña, como a cincuenta metros. Cuando llegamos al sitio, borrosamente vi un rancho, que no estaba cuando enterré la otra botija. De ahí salió un perro negro que nos ahuyentó. El perro que parecía una fiera, Antero que no dejaba de insultarme, y yo con mi malestar; no quedó más remedio sino devolvernos por donde habíamos llegado. Antes de llegar al brazo de agua, sentí náuseas y empecé a vomitar; veía al sol con anillos de todos los colores. Dejé de vomitar y quedé totalmente ciego a la merced de Antero. En medio de dos montañas me dejó el desgraciado; huyó asustado por unas sombras que lo seguían.
―Después de quedar ciego, ¿volvió usted a venir, Pablo?
―Con Jacobo vine hace un año, fue cuando conocí a María Aranguren y durante dos días nos quedamos en el rancho. Esa vez no pudimos hacer nada porque debajo de la ceiba se guarecían diez soldados que venían derrotados de la batalla del Palito. No quisieron seguir a Zamora para San Felipe y tampoco querían presentarse a su destacamento de Valencia. María Aranguren se encargaba de curar a tres soldados malheridos; por ellos supe que también era la misma María Culebra que muchos mientan.
―¿Y la botija de la pata de la montaña?
―Saqué algo, en verdad menos de lo que imaginaba. Esa plata sirvió para unas cosas y un poco me queda; no me puedo quejar.
―Está aclarando, Pablo. Vaya con su mula adelante; el cauce está despejado, ¿qué piensa ahora sobre el entierro de la ceiba?
―Ese es un árbol notorio; el cabo Antero no hizo el hoyo donde era. Usted sí lo hará, José.
―¿Por qué está tan seguro?
―Anoche tuve un sueño con María Aranguren. Ella me adivinaba el futuro, y me vio viviendo en una casa de ladrillos de barro cocido, muy rojos y sólidos. Hay que apurar el paso, José. Ya quiero escuchar la voz de esa mujer
Capítulo 18
“A más tiempo, menos memoria”.
―¡Fuera de aquí!
La voz grave de la mujer evidencia fuerza y dominio; sin embargo, el aludido, después de un pequeño sobresalto, no presta mayor atención al pedido de la intimidante fémina.
―¡Qué hombre tan desvergonzado! ―Salga de mi conuco, miserable vividor ― machete en mano, insulta esa mujer al desentendido hombre.
―Te levantas muy temprano, María Aranguren. Ya creo que anoche no volaste en tu escoba, o te dieron con un palo de piñón y te caíste, ja, ja. ―¡Venga, muchacho!, traiga esa cesta para echar estas mal paridas raíces de yuca ―se burla el hombre de la espigada mujer, haciendo caso omiso al reclamo de ella.
Y así continúan; la mujer reclamando su derecho sobre la tierra, amenazando con un machete; y el hombre, sin menoscabo, empeñado en molestarla.
―¡Infeliz!, malogras mis matas de yuca. A esas raíces les faltaba tiempo.
―No sé por qué te quejas, mujer. Ahí sembré seis estacas; y no fue tanto lo que saqué, apenas tres plantas.
―Ni una puedes sacar, holgazán. Nada sembraste aquí.
―Eres muy egoísta, María Aranguren; una madre no puede negarle la comida a su hija. ―¡Ramón!, deja dos pescados gordos en la pata de esa ceiba; para que coma la bruja.
―Salga de mi conuco, inútil.
―No soy un inútil, María. Te dejo pescados y sembré unas estacas de yuca. Yo puedo mantener a dos mujeres, y hasta tres si lo quisiera. Aunque seas bruja, todavía tienes porte de mujer; y como todo cojo a un bastón, toda hembra necesita a un macho. Si me dejas vivir aquí; en un par de meses no me dejarás salir de tu rancho.
―Lárgate, Juvencio. En un par de meses, tu sepultura no te dejará salir.
―En tus maldiciones no creo, María Culebra; por algo estoy viviendo con tu hija. Y a ti te esperaré por allá.
―No me esperes despierto, Juvencio Cano. Preocúpate cuando duermes.
―No me asusta ninguna bruja, todas tienen algo entre las piernas y no son más que mujeres desconsoladas, que necesitan de un marido. Me voy de aquí, víbora.
―Aproveche la mañana fresca, porque el infierno está caluroso. Vaya a su casa, Juvencio, y recoja su asqueroso bastón. ¡Inútil!
― ¡Vamos, Ramón! Con esta loca no se puede hablar. ¡Piensa en mi oferta, María Aranguren!
El anciano ciego, pisando la misma vera donde pocos minutos antes se encontraba María Aranguren, extiende su brazo para pedir información a su acompañante.
―Estamos cerca, José. ―¿Qué ves a la izquierda?
―Un conuco con algunas plantas de plátano y varias de yuca.
―¿Y más adelante, está la laguna?
―Ahora la veo, y también a un árbol altísimo.
―¿Es una ceiba?
―No lo sé, Pablo. Para mí, todos los árboles son iguales.
―¿De dónde carajo eres? Un hombre que no reconozca a una ceiba, no lo puedo creer. Llévame hasta allá, yo lo toco y te digo si es una ceiba.
―Está a unos tres metros a su izquierda, pero tenga cuidado, Pablo, porque hay un palo seco atravesado en el suelo.
―Ya me di cuenta, ¿y de dónde sale la hediondez?
―Debe ser de dos pescados que están en el pie del árbol.
―Voy a tocar para saber.
―¿A los pescados?
―¡No, carajo! Al árbol. Y quita esa pudrición de aquí.
―Ya está, Pablo. No se moleste por tonterías. Estire su brazo; a un metro puede tocar algo con forma de raíz que sale del tallo.
―¡Esta es la ceiba! Póngase a cavar, José. No perdamos el tiempo.
―La tierra fue removida hace muy poco, señor Pablo; en cada uno de los tres ángulos que forman el tronco.
―¡Ese fue Jacobo! El miserable sacó mi entierro y me sigue pidiendo plata. ¡Maldito sea el demonio que lo sostiene en este mundo!
Ninguno de los dos hombres vio aparecer a la mujer. Ella los miraba a corta distancia y fue la maldición del ciego lo que descubrió su presencia.
―No maldigas tanto, Pablo Coronel. Se van a asustar las guacharacas.
―¡María Aranguren! Siempre te lo diré. ¡Lástima que no te pueda ver!
―Él vino el domingo, con otro hombre. Yo vi cuando hacían los huecos, y nada sacaron. Ellos andaban angustiados y ni me vieron, como ustedes.
―Entonces me robaron antes, cuando no vivías aquí. O fue el marido de tu hija. Ya sabré si ese maldito cojo me bailó.
―Juvencio Cano es más pobre que una rata. Si hubiera sacado el entierro, todo Cascabel lo supiera. Ese miserable vive pescando en la laguna y robando en los conucos.
―Lo averiguaré, María, antes de morir me llegará la información. De todo lo que me han ocultado en mis sesenta años. A tiempo, o tardíamente, me entero porque todos estamos entre el cielo y la tierra. ¿O no es así?
Pablo Coronel queda esperando una reflexión, que no sale de la boca de la mujer; por lo que se dirige a su compañero de caminata.
―Mírala bien, José. Ella es María Aranguren. Es la única mujer por la que ansío mi vista. ¿Por qué no hablan?
―Oye, María. Este hombre se apareció en mi casa cuando ya perdía la esperanza de volver acá. Y ahora me encuentro con que no hay nada. Pero, por algo anda conmigo. ¿No lo crees?
―No creo en los caídos del cielo, Pablo. Lo que sí creo es que este no te dejará a mitad del camino.
―¿Y quién era ese, el que andaba con Jacobo?
―Era un hombre igual a este, con un rifle y de poco hablar; Jacobo lo llamaba Jefe.
―¿Ese hombre tenía la apariencia de un militar?
―No usaba uniforme, pero tenía semblante. Mandó a Jacobo a tapar los huecos y se fueron sin comentar.
―Oye, José, ¿qué opinas de lo que cuenta María?
―Jacobo no es lo que aparenta, señor Pablo
Capítulo 19
Por la posición del sol puede calcular la hora; ya se acostumbrará a eso, José Campos. Entre la una y las dos de la tarde es la hora aproximada en que llega a la hacienda El Cambural. Al entrar a esos predios, se deshace del visceral pensamiento de volver a la laguna de Tacarigua y hablarle a María Aranguren. La ostensible figura de otra mujer abarca el panorama, y al igual que en los días anteriores, de manera amable y hasta halagüeña, es recibido por Margarita Blanco; conducta que le inspira complacencia.
―Caldo de gallina para acomodar el estómago y plátano asado con queso para llenarlo ―dice Margarita a modo de bienvenida.
―Es mucha comida, Margarita. Tomaré solo el caldo; lo demás para cenar.
―¿Vio a su tío?
―Estaba para Magdaleno; el próximo sábado volveré allá, le dejé esa razón. ¿Regresó Jacobo?
―Él regresa en la noche cuando viene solo; si viene con su amigo, llegan a media tarde. Debes bañarte, José; y ponerte ropa nueva para que vean que no eres ningún peón.
―No es ropa nueva, Margarita. Es ropa usada, que Rafael Barra me regaló. Y, si me voy a bañar, es porque me pica todo el cuerpo; no por otro motivo.
―¿Por qué le interesa Narciso Montoya?
―¿Quién te dijo que me interesaba?
―Te estaba oyendo; ayer cuando hablabas con el negro.
―¿Y qué me puedes decir de Narciso Montoya?
―Ese señor ha venido para acá; le gusta mi caldo de gallina, pero no sabía que era un capitán.
―¿Viene con frecuencia?
―No, José, dos veces nada más ha venido; él come y descansa. Jacobo habla poco con él, pero como lo respeta y estima, lo acompaña cuando se va.
―¿Cómo sabes que se llama Narciso Montoya?
―La última vez que vino me dio su nombre; pienso que agradeciendo por la comida.
―Creo que te llama tu madre.
―Sí, sí. Fue que terminó de comer; voy a llevarla a su cama. Hoy está animada. Coma usted; antes de que se le enfríe el caldo; luego vengo a buscar el plato.
La suave voz de Margarita Blanco llega en susurro al oído del hombre.
―¡José! ¡José! No se asuste, soy yo. Levántese, José; venga a cenar, aproveche que la arepa está caliente.
―Apenas tomé la sopa me quedé dormido; ¿llegó Jacobo?
―Sí llegó, pero se acostó apenas salió su amigo, el capitán Montoya.
―¿Le diste caldo de gallina? Si es así, dormirá un buen rato.
―Los dos acabaron con todo el caldo, estaban hambrientos.
―¿De qué hablaban?
―De una recua de burros y que le faltaba plata para el equipamiento de no sé qué. El capitán hablaba con palabras distintas, pero Jacobo parecía entender aunque nada decía.
―¿Te preguntó por mí?
―Le dije que estabas acostado y hasta acá vino, a ver si le decía la verdad. Y después se echó a dormir, con toda la ropa encima.
―¿Recuerdas exactamente lo que decía Montoya?
―Tengo buena memoria; si quieres, te lo digo.
―Cuéntame todo mientras como.
Capítulo 20
Ya estaba Rafael Barra bebiendo una taza de café cuando apareció José Campos en la hacienda La Reliquia. Y después de un amistoso saludo, los dos hombres entablaron una plática que enseguida se transformó en una extendida narración por parte del visitante. El rostro del hacendado mostraba sorpresa o incredulidad tras cada aseveración de José Campos. Y terminada la exposición, Rafael Barra expresa su asombro.
―No imagino cómo eres capaz de indagar y obtener tanta información confidencial. A mi cabeza le cuesta asimilar que esa gente pueda estar involucrada.
―Vaya asimilando, Rafael Barra.
―Andrés está en casa, lo voy a llamar. Espero que seas abierto con él, como lo eres conmigo. Y no entiendo cómo has hecho para recabar tantos testimonios en apenas tres meses que tienes en la hacienda.
―Pablo, confíe en mí, ¿quién le informa? No delataré tu fuente.
―Llame a su hermano y le explicaré a los dos.
―Espérennos quince minutos, Pablo Coronel.
―Si es tan amable, mande bastante café.
―De inmediato le mando el café con Salomé.
―Usted es un hombre perspicaz y no titubea para colocar el redil.
―No es de mala intención; mi amistad es incondicional.
Pocos minutos tardó en llegar Salomé; y sin mirar a José Campos, sirvió en una taza.
―¿Cómo está tu madre, Salomé?
―Ayer la dejé en casa de mi prima, porque anoche vine a atender al enfermo de aquí.
―¿A cuál enfermo te refieres?
―A quién más. Al tío de don Rafael, el que llegó de España.
―Hablaré con Rafael, tu madre te necesita durante las noches.
―No se preocupe, ya me voy a casa. Antes de que llegue Antero.
―Esta noche iré a tu casa con buenas noticias para ti, Salomé.
―¡Dios lo escuche!
Capítulo 21
Llevado con finura, el jinete aprecia la bondad de la raza del animal. El tranquilo avance de la mula brinda a José Campos la oportunidad de meditar sobre las inquietantes que, sin querer, han comenzado a surgir en su mente. Imaginaciones que desde hacía una semana van ganando espacio, para convertirse en pensamientos intrusivos. Lo complejo es que no se siente angustiado, a pesar de que en ocasiones una serie de imágenes desagradables se le presentan a velocidad vertiginosa. Encontrarse en medio de la guerra ha removido la mente inconsciente, concibiendo ideas distintas a su personalidad. Algo que jamás hubiera imaginado en el contexto más íntimo de sus propios valores. Y en este tiempo actual está decidido a participar en la lucha armada que se libra entre los dos bandos de la nación, pero a su modo de ver se necesita un tercer frente, que se mueva a conveniencia hacia cualquiera de los dos polos.
En las noches con Salomé, averigua los movimientos del sargento Antero. Con los datos que aporta “Victorita” y lo que rastrea con Margarita Blanco, se va formando una idea precisa de las acciones militares. No está inventando algo nuevo, por eso busca aliarse con el comandante Narciso Montoya. Por lo averiguado con Margarita Blanco, las operaciones que ejecuta el comandante son improvisadas y subversivas. Con escaramuzas somete a las tropas afectas al gobierno y a cualquier otro grupo de personas que transiten por los caminos marginales.
El paso acompasado de la mula se transforma en repentino corcovear, hasta negarse a continuar la marcha, quedando paralizada y con un leve temblor en la cabeza. La cercana quebrada en donde tres semanas antes estaban los dos soldados trancando el paso, parece rememorar al animal lo acontecido aquella noche. Y aunque ahora es de día, el ambiente sombrío produce desconfianza al jinete, de cualquier manera transmitida por el temblor de la mula.
José Campos se apea y, receloso, da tres pasos hacia un borde del camino. No se trata del mismo hombre que se escondió en la troja del anciano Pablo Coronel. Este nuevo hombre es el sargento Pablo Coronel, hijo, quien porta un fusil y lleva puesto un descolorido uniforme militar.
La sospecha de que alguien se esconde en la quebrada no es infundada. Tres hombres armados salen cautelosamente de la hondonada, y a corta distancia uno de ellos grita:
―¡Alto ahí! ¿A qué bando reporta?
El sargento Pablo Coronel observa detenidamente a los soldados y contesta a manera de réplica.
―¡Santo y seña, cabo!
―¿Y quién eres para pedir contraseña?
―Sargento mayor, Pablo Coronel. Copartícipe en la causa del capitán Montoya.
―¿Y por qué no lo conozco?
―Porque no tendría lógica mi función. Debo permanecer encubierto. Ni debería mirarme tanto, cabo. El capitán me espera y usted me retrasa.
―Siga su camino, sargento. Y no tenemos contraseñas, para que lo sepa ―aclara el cabo, con la vista en el suelo.
José Campos toma la rienda de la mula, que ha permanecido quieta al lado de él, y antes de montar se voltea hacia el cabizbajo militar, para decirle:
―A partir de mañana entrará en vigor la contraseña. Debe estar atento, cabo; yo mismo la impartiré.
―¡Sí, señor!
La farsa da acceso a una vía libre hasta la laguna de Tacarigua, hacia donde se dirige José Campos. Ha logrado engañar a los soldados con un argumento no del todo improbable. La credibilidad de sus historias se basa en que tienen algún atisbo de verdad, y que emplea las palabras correctas en la exposición. Para él, mentir no es una conducta nueva, sin embargo; ahora, lo analiza muy rápido, pudiendo pensar en las probabilidades de que un evento se lleve a cabo, de acuerdo a las circunstancias que lo rodean.
Por medio de sus invenciones, José Campos ha sorteado dificultades, pero es consciente de que, como autor de sus propias acciones, debe continuar metido en el rol de los diversos personajes que representa. Lo que ha sucedido ya no se puede cambiar; debe aceptar que las adversidades son parte de un conflicto ya no ajeno. Y para eso ha tomado una decisión. Sin haberlo comunicado a persona alguna, formará un escuadrón de caballería, un pequeño ejército autónomo que comandará con el grado de capitán. Con suficiente recurso económico, no será difícil conformarlo. La clave es el tesoro del ciego Pablo Coronel y la amistad con los hermanos Barra.
Capítulo 22
Los hermanos Barra llegan a paso apurado. Cae un recio aguacero que prolonga la oscuridad del amanecer. Y sin preámbulos, el mayor de ellos habla al menor.
―Pablo Coronel me ha confiado cierta información, que en lo particular me cuesta asimilar. Le he pedido que sea franco contigo, Andrés. Y deja a un lado tu predisposición.
―Le escucho, señor Coronel ―dice el bachiller Andrés Barra
―Voy a hablar largo y tendido; por favor, no me hagan preguntas. Cuando termine todas las que piensen. ¿Estamos de acuerdo?
―Enteramente, señor Coronel ―afirmó el bachiller.
―Ahora ante ustedes, aunque no sea afable, deseo ser asertivo. En nuestra primera conversación, le dije a Rafael que Seiko y yo desarrollamos proyectos secretos para el gobierno central y eso nos daba acceso a mucha información; a mi entender, por esa razón desaparecieron al japonés, como borrado de la faz de la tierra. Ahora les reitero que me reservo ciertos fundamentos que puedan comprometerme. Así que esta es la información que daré por ahora:
―Narciso Montoya, de manera encubierta reporta al comandante Ceferino Aceituno. El comandante cuenta con diversos recursos para imponerse en la contienda; lo confirman palabras dichas por él: “Sigo con mis burros cargados de pasto”. Aunque no lo crean, estas palabras tienen un sentido; indica que continúa con planes descabellados, como la exitosa estrategia de soltar doce docenas de burros frente a la guarnición de Coro para crear confusión y tomar la plaza. Montoya tiene colaboradores locales, valiéndose de su vínculo con el coronel Muñoz, sin restar importancia a que saca provecho de su afición por las peleas de gallos, por la que accede a personas influyentes con las que se codea y logra beneficios. Como resultado de su original participación en esta guerra. De los novecientos fusiles Minié, sustraídos del cuartel de Coro; cien de ellos están en manos de sus fieles que reciben órdenes ambiguas, expresamente ideadas por Montoya. Lo que hace difícil relacionar a Montoya con un determinado bando. Montoya y Muñoz no son la excepción; por eso al presidente Tovar le han creado obstáculos de todos los géneros, siendo el más grave y significativo la progresiva defección de las tropas al servicio de la república.
―Y cierro alertando: hay un personaje que no deben perder de vista, sobre todo usted, bachiller. Su nombre es Pedro José Rojas. El resto de la información, nueva o complementaria, se la entregaré por escrito a cambio de tres favores.
―Primeramente, mi identidad como José Campos. De segundo: un empleo y alojamiento para Margarita Blanco y su madre. Y por último: una pistola para uso personal, de ser posible la más moderna que tengan en la hacienda. Es todo por ahora.
―¿Conoce al presidente Tovar?
―No personalmente, Rafael. Sí, a personas muy cercanas a él.
―¿Para cuándo me tienes el manuscrito?
―Estaré ausente por una o dos semanas y no me pregunten dónde voy, pero me comprometo a que al regresar se lo entregaré, Andrés.
―Podrías darme el nombre de alguien de tu confianza que me sirva de enlace con Pedro Rojas.
―Presumo que Montoya conoce a este enlace, quien seguramente es el militar que le suministra información desde Caracas. Aunque te recomiendo que no tomes la delantera y pretendas sacar esa información a Montoya. Tus rasgos no son los ideales para abordar al capitán Narciso, mientras que con Rafael no se despertará sospecha porque al cumanés también le atraen los gallos.
―¿Conoce de gallos, José?
―Escasamente, Andrés. Soy desconocedor de ciertas materias.
―Eso no abarca el ámbito femenil, por ello presumo el verdadero motivo de su ausencia.
―Solo son cuentos, amigo Rafael, que hacen granjear esa fama.
―Por la señorita Blanco, deje de preocuparse. Dígale que cuando ella disponga puede mudarse a la hacienda. Ella con su madre.
―Gracias, Rafael. Mañana mismo vendrán, solo facilite usted la ayuda de Rondón.
―Cuente con eso. Y en cuanto a la pistola, ese asunto es con Andrés.
―Tengo dos pistolas que forman parte de un lote de armas confiscado hace poco. Son pistolas volcánicas, calibre 41. Le entregaré una de ellas, José Campos. Eso sí, con carácter devolutivo ―dice Andrés Barra.
―Entiendo que me han concedido mis tres exigencias; que en verdad he pedido como favores. Y me atrevo a decirle que la información del manuscrito que le entregaré lo ubicará en un privilegiado plano político, Andrés Barra.
Momentáneamente, la conversación se suspende; los tres hombres prestan atención al temporal. La constante lluvia se ha convertido en tormenta, cobrando auge la penumbra para así dar mayor brillo a los relámpagos.
―Mañana mandaré a por la pistola. El arma la solicitará Carlos Lorenzo Gamez; él es un joven de mi total confianza. Ya debo marcharme ―asegura José Campos.
―Con este clima nada se puede hacer, hay que esperar a que escampe y llegue la claridad del día ―repara Rafael Barra.
José Campos mira su reloj y, sin apartar la vista de la esfera plana, asiente con la cabeza; su respuesta es para el moderno aparato que le muestra las dos agujas posicionadas en el número siete. Sin palabras, sube la cabeza y con la mano izquierda levantada se despide de los hermanos Barra. Bajo el aguacero atraviesa el patio y llega hasta el cobertizo; allí, guarecida de la lluvia, permanece ensillada la mula. El clima frío hace temblar a la hija de burro y yegua. José, sin importar la inclemencia, monta sobre el animal dando una palmada al anca. Se dirige a Toco Abajo. Mojado entregaría el regalo al ciego Pablo Coronel, la mula de paso fino que él cabalga. José Campos ya dispone de dinero para comprar animales de carga.
Capítulo 23
Mucho tiempo ha pasado desde que los tres hombres hablaron durante aquel lluvioso amanecer. En las clandestinas reuniones que después se efectuaron, por más de dos años en tiempos de guerra, nunca estuvieron juntos los dos hermanos Barra. En este día, en el lóbrego recinto donde se encuentran, el semblante de ellos es diferente. Las voces suenan pausadas y las miradas parecen extraviadas. No obstante, el verbo de Rafael Barra induce a pensar que están sucediendo cosas positivas.
―Conozco un sefardita que se apellida Ramos; él llegó al país beneficiado por el tratado de paz y comercio del año veintinueve. Ramos, con astucia y trabajo, se hizo de varios bienes, y aunque ahora es un hombre mayor, está muy enérgico y ansía regresar a Willemstad. En Punda vive un primo suyo con muchas propiedades allá y afectado por la nueva ley, quiere emigrar a Brasil. En curazao, la mano de obra escasea a raíz de la abolición de la esclavitud. Mi amigo Ramos ve oportunidades donde otros se rinden. Hace tres meses un reconocido general mostró interés, y dispone del dinero para comprarle el fundo a Ramos. Mi amigo Ramos puede recibir oro porque él tiene donde colocarlo fuera del país sin que sospechen. Entonces le he propuesto un negocio: que te entrega el dinero que reciba del general y tú le das el oro con un veinte por ciento debajo del precio de mercado. Esto se me presenta como una forma de obtener moneda nacional a cambio del oro acuñado, que te delataría. Si estás de acuerdo, hablamos con él.
―Estoy de acuerdo con Rafael. Con moneda de curso legal puedes adquirir abiertamente, sin secretos ni restricciones ―dice Andrés, avalando lo dicho por su hermano.
―Estando preso, creo que nadie haga negocio conmigo. Rafael, encárgate de mostrarle una pieza. Si hay acuerdo, te indico dónde guardo lo que ha quedado.
―Eso no hará falta, Campos. Dale la noticia, Andrés.
―El próximo martes me darán tu boleta de excarcelación, con la condición de que vivas en la hacienda por un tiempo prudencial..
―¿Por qué creen ustedes que ese general sigue interesado en comprar?
―El Convenio de Coche dio beneficios a varios colaboradores directos de Rojas y de Blanco; ellos aprovecharon un sustancioso remanente del empréstito inglés. El fulano general, ahora con más recursos, quiere invertir en haciendas. Es tanta su riqueza que hasta La Reliquia le interesa.
―Sesenta días presos he permanecido aquí, Andrés. Manteniéndome al margen de los acontecimientos. Me apresaron el veintitrés de abril, desde entonces sin acceso a un abogado, y me han hecho firmar declaraciones falsas. Aquí permanezco solamente porque Rafael me lo pidió. Yo, sin haber esperado el indulto, pude salir fugándome con relativa facilidad.
―No es un indulto, José Campos. En el actual panorama político no se contempla esa gracia. El gobierno organiza una asamblea nacional y yo ocuparé una de las ochenta curules. Tu libertad fue litigada y, por mi nuevo cargo, hubo consideraciones. En dos días te darán libertad condicionada y en dos semanas el señor José Campos será un ciudadano sin antecedentes penales. En mi poder tengo los folios que firmaste, por lo que te aseguro que esto no trasciende. Espero haber despejado tus dudas al respecto.
―Gracias, Andrés. Gracias. Rafael. Imagino que no fue fácil defenderme.
―En efecto, Campos. Era inviable defenderte con tu argumento; ante ningún juez se podía justificar que mataste a dos hombres para prevenir el asesinato de una mujer, atendiendo a una epifanía donde se presenta el supuesto crimen. Por eso manejamos otros móviles, que también fueron difíciles de demostrar.
―Para mí lo más importante es que ella sigue viva; eso justifica mi encarcelamiento. Y aquella visión se desvaneció, Andrés; porque el problema es conmigo, por ella no se originó. Cuando actuaba para prevenir, no lo sabía; lo comprendí aquí, encarcelado. De manera que por esa causa no debí matar a esos hombres, aunque todos merecían la muerte.
―Ahora bien, una vez aclarado ese incidente, sigue latente una interrogante que no dejo de formularme; es una preeminente inquietud que me desvela; y creo que ha llegado el momento de despejar las incógnitas. ¿Usted, José Campos, puede predecir el futuro? ¿Cómo sabía que la guerra culminaría con el Convenio de Coche?
―No soy clarividente; del presente acontecer político me valgo para aproximar o proyectar futuros eventos. Y no lo puedo negar, también apoyándome en los presagios de una vidente.
―Interesante respuesta, y al parecer su vidente no es agorera; de lo contrario, hubieras acabado en una nefasta noche de placeres. Sin dudas, los que se presentaron por adúlteros amoríos, y de los que te has librado.
―Fui prevenido por ella; tanto de mi proceder como de las consecuencias. Y no fue por descuido, realmente la quise controvertir. Al final le doy la razón.
―Para la próxima trate de no ser displicente con esa dama, ¿acaso la conocemos?
―No la conocen, ni ella los quiere conocer. Ella es misántropa, Andrés.
―Bueno, aun así, de mi parte sería descortés no enviarle un saludo de agradecimiento.
―Ni se lo comentaré, Andrés. Ella repudia las lisonjas. Disculpen que dé por terminado este tema. Quiero solo una respuesta suya, para sentirme aliviado. Es por el asunto de la boleta de excarcelación, ¿es definitiva e inalterable?
―Sí, Campos, es una sentencia firme, es un hecho irreversible. Te dije que esperaras hasta el martes, porque mañana enviaré al capitán Antero Padilla al cuartel de Cumaná.
―Sea a cualquier ciudad a donde se marche ese hombre, deben tener cuidado. Y por favor, Rafael, mande a la señora Sabina a mi casa para que se encargue de asear y que deje las llaves con Jacinto Toro.
―Cuente con eso, Campos, que aproveche la comida que le mandaron. Le recomiendo consumir esos caldos. Al comenzar el día martes estarás legalmente libre.
―El martes en la mañana podrás salir sin inconvenientes, ya giré las instrucciones. Lo de tu permanencia en la hacienda es una recomendación personal, por tu estado de salud. Dentro de un mes volveré a la hacienda; Rafael queda a cargo de todo. Acepte la recomendación de Rafael con respecto al oro. Y cuando yo regrese de Caracas, haremos planes concretos con ese dinero.
Capítulo 24
José Campos camina por la calle principal del poblado; sabe que no lo ven y menos en esa situación, que por su aspecto parece un desconocido que a nadie interesa. Encorvado y con la mano izquierda puesta en su abdomen, se para frente a una casa, la cual es quizás la mejor vivienda de esa cuadra.
Ejercer el control de encubrir su figura a la vista de otras personas le confiere una superioridad incierta, pues lo coloca a un paso del umbral que por mucho tiempo ha evitado volver a traspasar. Los avatares de la guerra de la Guerra Federal y el tiempo en prisión han hecho estragos en su salud física y mental. Todas esas vicisitudes lo empujan a un plano inédito. Y surge una exigencia, la de trascender. Lo que ha permanecido oculto debe ser conocido o sabido.
Sin que la mujer notara cuando lo hizo; ya se encontraba sentado en una silla de madera de alto espaldar.
―¿Cómo entraste? ¡Me asustas, hombre! Verte ahí sentado de repente.
―¿Y tú por qué estás aquí?, ¿Cómo sabías que llegaría a esta hora?
―No lo sabía, vengo a ratos todas las noches. Sabina limpió la casa y me entregó las llaves. Báñate y ponte esta ropa limpia; te veo muy demacrado, José.
―¿Por qué no te fuiste con Antero?
―Lo mío con él quedó en el pasado. Que le vaya bien y no regrese nunca. Dalia le prometió que iría después, cuando él se estableciera en Cumaná, pero no lo hará. Ella me lo dijo hoy.
―Y tu madre, ¿Cómo está su salud?
―Ella está bien. Digo bien porque está igual, no peor.
―Comprendo lo que quieres decir. Tráela a vivir acá, así ella estará en mejores condiciones; recuerda que esta casa es tuya.
―Lo había pensado, y ahora que lo autorizas, la traeré mañana mismo. Debo irme; mi mamá no se acuesta a dormir hasta verme llegar. La soledad también enferma. Este pueblo está lleno de viejas solas. ¿Tú crees que esa sea mi suerte?
―Si desconozco mi futuro, mentiría al predecir el tuyo.
―Juntos podemos pensar en un futuro, José. Quiero acompañarte por muchos años.
―Me siento cansado, Salomé. Me cambiaré esta ropa.
―Disculpa, José, yo hablo mucho. Tu comida está en la mesa. Y sí te esperaba esta noche. Me enteré por Sabina.
―No era hoy mi llegada, te anticipaste y coincidimos.
―Bueno, como sea. Lo importante es que estás libre. Antes de comer te bañas y luego te acuestas. Debes descansar; cuando venga mañana temprano a traerte el desayuno, me darás una respuesta. Necesito saber qué piensas sobre nosotros.
―Seguro, Salomé. Después hablamos.
Después de levantarse, por una hora aguarda la llegada de Salomé. La ve entrar; está recién bañada y con el cabello húmedo recogido; la nota más delgada. El tiempo de espera le ha servido para aclarar ideas, y ya cuenta con un plan; un objetivo que de ninguna manera dejaría de cambiar por solicitud de la mujer, que al mirarla, a toda vista era muy predecible esa intención.
―Te paraste muy temprano, José. Te traje desayuno; come de una vez.
―Tomaré sólo el café y de regreso desayuno. Gracias, Salomé.
―¿Para dónde vas?
―A casa de Jacinto Toro. Espérame acá.
En diez minutos está a pocos metros de la casa de Jacinto Toro, y se detiene. El tiempo en prisión ha minado su salud, causando sorpresa el deterioro de su aspecto. Con esa condición física no quería impresionar al viejo. Piensa en devolverse y enviar a Salomé a por el caballo; cavila por segundos y continúa caminando.
El respeto que siente por su mentado padrino lo lleva a seguir sus consejos. Esta vez, le comunicaría su decisión, que seguramente no aprobará, pero esa resolución no la cambiaría Jacinto Toro, ni nadie.
José da tres gritos, viendo hacia el fondo de la casa de su padrino. Ni un perro se alerta y entra con paso decidido. Ve que su caballo está ensillado, y sin perder tiempo lo monta.
Al jinete en su caballo a paso lento, lo ve salir Jacinto Toro.
―A eso fuiste, José. ―A buscar tu caballo para irte ―le reprocha Salomé, al verlo llegar e imaginando que el hombre partiría.
―Entra a la casa, Salomé. Hablaré contigo.
―Primero desayunas, debes alimentarte.
―Puedo comer y hablar a la vez.
―¿Y qué me ibas a decir?
―Me marcharé para siempre, Salomé. Y quiero que sepas que no me arrepiento de nada de lo nuestro.
―¿Para siempre? ¡Te irás a morir!
―Tal vez, Salomé. O para algún otro lugar.
―No pensarás irte a vivir a otro lugar, con la Margarita esa.
―La que mencionas se llama Margarita Blanco y es la madre de mi hija.
―Ya que me dices que no seguirás conmigo, te sacaré de ese engaño. La niña no es tu hija. A Margarita Blanco la embarazó Hermenegildo Rondón; ese es el verdadero padre de la niña.
―Lo dices por celos, Salomé; pero si en algo te consuela, no pretendo llevar una vida en pareja con Margarita Blanco.
―¿Y me puedes decir a dónde vas?
―De inmediato, al rancho de María Aranguren, luego no sé. Allá veré.
―Después de tanto tiempo y con todo el daño que te ha hecho esa mujer, pareciera que no piensas, José.
―Al contrario, Salomé. Nunca lo había pensado tanto.
Capítulo 25
La posibilidad de desplazarse con libertad podría verse como un efecto positivo del Tratado de Coche, ya que le permitiría andar por la vía principal y así ahorrarse tres horas de camino. No obstante, el aparente sosiego originado por el término de la guerra no alcanza los pensamientos de José Campos, que se mueven en desorden. Más aún, perturbado por la debilidad física que le preocupa, intensifica el caos en su manera de razonar. Imágenes que desfilan por su mente, sobreponiéndose una tras otra, como cuadros borrosos de una película antigua: el fusilamiento de Jacobo Coronel, el asesinato de Juvencio Cano, el fallido intento de acabar con el capitán Antero y muchas otras muertes que pesaban en su conciencia. Todo se manifiesta para recordarle sobre su incontrolable impulso de eliminar a quien se interponga en el desarrollo de su vida privada y que, tal vez, podrían seguir vivos hoy sin afectar en absoluto su renovado propósito, del que la guerra no es responsable.
El oscuro pasado de Margarita Blanco y la sospecha de su infidelidad, junto con la traición de Salomé al advertir a su amante Antero, de quien nunca se apartó, logrando salvarle la vida. Todo ello, sumado a su propia conducta deshonesta que comienza a pasar factura, lo ha encaminado a un lugar. Es María Aranguren la única capaz de tenderle la mano, de comprenderlo y facilitarle su deseo: regresar al lugar del que provino
Capítulo 26
Quien pudiera ver la escena, de seguro la asociaba con una curandera dando el brebaje a un enfermo intransigente.
―Está amargo y caliente, María.
―Bebe, sabe áspero porque es remedio y se toma bien caliente. Te pondrá a sudar; échate en el catre. Hazme caso, José.
―¿Sabes leer, María?
―Yo nunca aprendí a leer ni escribir; mi hija sí sabe.
―Ayer comencé a escribir sobre mi vida en estos tres años; siento que mi tiempo se acaba.
―Eso no lo sabe uno, a menos que se ahorque.
―¿Cuántos años tienes?, ¿a qué edad murió tu mamá?
―No llego a los cincuenta, creo yo. Y mi mamá era bastante mayor cuando murió; aquí mismo, bajo este techo murió.
―Dentro de cien años, ni tu nieto estará vivo; quizás un hijo de él sea un hombre viejo para entonces.
―Sacas cuentas que no entiendo. Debe ser por la fiebre que tienes.
―Estoy pensando en enterrar algunos objetos y unos documentos personales; todavía no sé exactamente dónde y cómo. No se puede escapar un detalle. ¿Tú me ayudarías?
―No sigas hablando, descansa para que te dé sueño. Estás peor de lo que pensaba; te haré otros guarapos con vira-vira, ajenjo y cariaquito blanco.
―Espera, María, entrégame mi cédula; la enterraré también.
―No tengo eso que dices; descansa, hombre.
―Si la botaste o quemaste, no me importa. Solo dime.
―Eso era un dibujo; el hombre que está retratado no existe.
―Es mi fotografía, así lucía cuando me la tomaron.
―Traté de verlo en el agua y no me sale ninguna visión. Cualquier gente de verdad sale, aunque haya muerto. Lo que sí encontré fue una puntada de cabeza. Esa pintura la quemé cuando te fuiste hace veinte meses. Y lo hice porque me dijiste que no regresabas, ¿o solo viniste a buscar eso?
―No. María, tengo otras intenciones y ciertos planes.
―Estás hablando de días por venir. Y el tiempo no te favorece, José.
―Me ocultas algo, María Aranguren.
―Si esa enfermedad quiere acabar contigo, entonces que sean mis yerbas las que te maten. Quédate quieto; saldré a buscar las hierbas y unos tres pescados.
José Campos la ve salir; siguiendo con la vista los enérgicos pasos de la curandera, hasta que se interna en el bosque. María Aranguren es diferente a las otras mujeres; le permite actuar sin exigir compromiso ni pedir cuentas. Ella nunca le objetó la perversidad que mostró durante la guerra; tampoco se interesó en la fortuna hallada bajo las raíces de un tronco seco, el tesoro de Pablo Coronel. Y lo más digno de ella, que aun sabiendo, no mencionaba a la relación que sostiene con otras mujeres. Por todo ello se encontraba allí, porque si su destino era permanecer en ese espacio de tiempo, María Aranguren sería su mejor compañera.
Capítulo 27
El saludo protocolar y la consecuente deferencia ya no corresponden al comportamiento actual de los dos hombres. Un silencioso y fuerte abrazo demuestra que los lazos de amistad se han estrechado. Rafael Barra y José Campos se distancian un paso conforme dos personas buscan espacio para mirarse en la penumbra y observar sus reacciones corporales. Hecho esto, José Campos se expresa verbalmente.
―Había dado por terminados los tiempos de intriga y misterios. Aquí, a esta hora, con tanto misterio, y citado por Afonso López; me parece fuera de lugar. Cuando Afonso fue a verme pudo encontrarme mejor de salud, y aunque sabía que lo mandaste, vine porque él me debe su vida y he comprobado que es un hombre en quien se puede confiar; no me fío de cualquiera que diga ser mi amigo. Y no me refiero a ti, Rafael; al contrario, no tuve dudas de que tu figura estaba detrás de la cita con el cetrino y aproveché la ocasión para traerte algo, porque el tiempo está en mi contra.
―Discúlpame, Campos, era la única manera de alertarte. Andrés no admite tu presencia en La reliquia y la hora, por lo oscuro de la noche. En cuanto al lugar, lo escogió López; él descubrió dónde te escondías cuando llegaste; justo aquí pasabas las noches. Y nunca te delató. Apenas lo supe ayer.
―¿De qué me quieres alertar, Rafael?
―Tu vida corre peligro. Tu cabeza tiene precio, José Campos.
―Mi vida siempre ha sido así y no será diferente ahora. Aquí, en esta época, me he acostumbrado a todo; resignado a que ocurra lo peor, al mismo tiempo en que permito que las circunstancias me arrastren. Y a veces pienso que eso lo dicta el azar.
―Suponemos que la vida es un sinfín de coincidencias, pero no en tanta magnitud para negar excepciones. Te lo digo porque ello también depende de lo extenso de nuestro ámbito.
―No entiendo lo que dices, ¿a dónde quieres llegar, Rafael?
José Campos si entiende a Rafael Barra. Su experiencia le ha enseñado que, cuando su amigo prepara una exposición cargada con detalles fuera de contexto y referencias a eventos históricos reales, como si tejiera una especie de narrativa novelesca, es porque la noticia que quiere dar tiene gran relevancia. Por ello, con un gesto interrogativo que hace desaparecer de inmediato, permite que Rafael Barra se extienda.
―Por medio de mi amigo Ramos, conocí al pintor Camille, quién es hijo de un sefardita; un antiguo socio de Ramos y actual dueño de una próspera empresa de navíos en el puerto de la ciudad Carlota Amalia. Camile está en el país acompañando a su maestro Fritz, un artista danés. Bueno, para concretar; todo parte a raíz de que el pintor danés estuvo en la hacienda de coche y leyó algunos artículos escritos por Pedro Rojas; entre ellos, Frutos de la dictadura. De ese y otros temas comentó Fritz a su pupilo y de alguna manera mi amigo se enteró.
―¿Qué tiene eso que ver conmigo?
―De allí me explicó Ramos lo que supo por esos contactos. Rojas se irá en exilio a las Islas Vírgenes, pero antes eliminará a un hombre que desveló su flaqueza. Y por el cual no aceptaron sus adversarios la propuesta original del convenio, ¿vas viendo a donde quiero llegar?
―Sigue, Rafael. Ya comienzo a ver.
―El sentenciado tiene dos nombres: José Campos o Pablo Coronel, eso ya lo sabe Rojas y dispone de gente y recursos para lograr su propósito. El primer lugar donde te buscarán es aquí, en La Reliquia; después en Las Vegas. ¡Irán tras tus pasos, Campos! Día y noche, hasta encontrarte.
―¿De cuánto tiempo dispongo?
―Ya no lo hay, no deberías estar aquí. Tendrás que esconderte y esperar a que Andrés se posicione mejor en el nuevo gobierno y así podamos brindarte seguridad. Por lo pronto, López te acompañará el tiempo que sea necesario, hasta que él pueda ubicarte en un refugio seguro.
―Yo vine con otra intención, Rafael Barra. Ya no necesito esconderme. Expresamente vine a traerte las cien monedas acuñadas; úsalas a tu discreción. Quizás no te vuelva a ver. Espero que no ocurra, pero en caso de que mis hijos queden desprotegidos, por favor, vela por ellos.
―No estás hablando como el hombre que conozco, ¿qué te sucede, Campos?
―Mi vidente se puso pesimista. Hay presagios agoreros, mi querido amigo; solo eso.
―Los vaticinios de María Culebra vienen de los susurros de sus difuntos, que la acosan. Los muertos no decretan sobre los vivos. Mejor que yo, lo sabes, capitán Pablo Coronel. Tus muertos ya son inofensivos.
―En mi primer día, el ciego Pablo Coronel se burló de mí cuando dijo: “Dudo que seas un sayón y menos con valor para matar a un general”. En aquel tiempo tenía razón ese anciano, como la tienes tú ahora. Mis muertos ya no pueden defenderse, ni siquiera el primero pudo hacerlo estando vivo, pero esta noche te hablo en otro sentido.
―El asesinato a Juvencio Cano fue la respuesta a un estímulo fisiológico, llamado celo, y María Aranguren la causa.
―No lo interpreto de esa manera; él y los demás muertos fueron secuelas de la guerra.
―Todos en nuestro interior llevamos un sutil asesino de inclinación libertaria, y que de manera neutral espera un evento o un estímulo para actuar. Cuando ese estímulo nos invade, basta un poco de aprendizaje y escasos medios para desencadenar en una respuesta, el asesinato. La guerra lo justifica y el hombre se vanagloria.
―Yo no me glorifico, ni que me tributen alabanzas; por eso no, Rafael Barra. Mi proceder fue imperativo, no por doctrina.
―No eres sincero conmigo, José Campos. O en el fondo eres un apóstata.
―Es hora de despedirme, Rafael. Dígale al cetrino López que me siga los pasos, pero solo hasta Las Vegas de Toco Abajo.
Capítulo 28
“Hoy miércoles 24 de junio de 1863, a una semana de haber asumido la presidencia el general Falcón, asentaré en este manuscrito una serie de testimonios para que en un futuro conocido puedan servir como prueba cierta de mi crónica y de esa manera me permita demostrar el insólito fenómeno que experimento desde un tiempo de tres años y cinco meses”.
“El lunes 30 de enero de 1860, desperté en medio de un maizal, en un ambiente desconocido habitado por personas desconocidas; y en cierta condición, para mí novedoso”.
“Fue a la semana cuando cabalmente comprendí que estaba en otra época y viviendo bajo otras circunstancias. Obligado a encarar la situación que se tornaba peligrosa, decidí actuar valiéndome de algunos sucesos que para entonces me favorecen”.
“Al mes conocía a unas veinte personas y vivía en la hacienda La Reliquia, donde trabajaba. Y en fin de semana, iba al fortín de Pablo Coronel, donde lo pasaba. En ese lapso me di cuenta de que podía pasar desapercibido de manera inexplicable. Con esa preponderancia averiguaba, espiaba y vigilaba; obteniendo mucha información local que usaba para obtener privilegios y favores”.
“Al segundo mes, contaba con una identidad asignada con el nombre de Pablo José Coronel Campos. Al contar con identidad pude andar de manera solvente, dándole deferencia al nombre que asumí”.
“Al tercer mes, obtuve otra identificación; la de José Campos Arcano, que me permitía gozar de toda la información local sobre la política y sus escaramuzas, vinculando esos movimientos con los cabecillas de la guerra civil, de la cual tenía cierto conocimiento histórico; lo que me arrojó importantes dividendos”
“Al cuarto mes tenía en mi poder una cuantiosa fortuna, obtenida de un cofre enterrado por mi mentor, el anciano Pablo Coronel. Con ese dinero compré la hacienda El Azufre, la casa de don Quirino Azuaje. También remodelé la casa del anciano Pablo Coronel; hoy convertida en la hacienda Las Vegas, y por último, consolidé la hacienda El Cambural”.
“Al quinto mes, armé y lideré un grupo de cuarenta hombres al servicio de la causa federal, con el grado de capitán en jefe”.
“Los siete testimonios que dejo por mi marcha en el tiempo antes mencionado, deberían ser las futuras pruebas que confirmen mi estadía en un lugar del tiempo pasado”.
“Primero: El nombre Pablo José Coronel Campos está escrito en el libro de bautismo del año 1860; en el registro eclesiástico del templo San Antonio de Padua”.
“Segundo: El nombre José Campos Arcano, que actualmente admito y me representa, está asentado en el libro de protocolo de registro civil de la ciudad de Valencia durante el año 1863”.
“Tercero: El anciano Pablo Coronel fue enterrado en el cementerio nuevo tal como indica el plano. Y hago las siguientes menciones: está ubicado al lado de la tumba del difunto Aventura Lope, fechada en 1847; y al pie de la lápida del difunto Coronel, grabé la palabra Arcano”.
“Cuarto: La hacienda El Azufre la dejo a mi hijo, Pablo Antonio Coronel Piña; según reza el documento de propiedad que fue amparado y asentado mediante el decreto de disposiciones varias de 1862. Aclaro que quien se apellida Coronel Piña es mi hijo, engendrado con Rosa Piña, anterior concubina de Carlos Lorenzo Gámez. Este último figuró como mi lugarteniente en la Guerra Federal y murió víctima del veneno de una cascabel, meses antes de finalizar la contienda. En esa propiedad antes descrita y en el punto que indica el plano enterré, a una profundidad de un metro, al fusil con el cual me hirieron por primera vez en la guerra que recién finalizó”.
Quinto: En el documento mediante el cual vende Quirino Azuaje a mi concubina Salomé Garzón y que está asentado en los libros de propiedades de inmuebles del año 1862, aparece mi nombre como testigo y subrayo en la firma con el número 1951”.
“Sexto: La actual hacienda El Cambural, por mí heredada del anciano Pablo Coronel, a raíz de la muerte de su primogénito Jacobo Coronel, fue traspasada por mí a la señora Leonor Padilla, viuda de León. Hago la observación de que hasta la fecha no existe el documento que lo demuestre. En dicha propiedad y como lo describe el plano, se ubica el llamado Fortín del coronel. En su interior hay un estrecho y poco profundo aljibe; al fondo de él, lancé miles de municiones como prueba de la guerra que me tocó”.
Séptimo: La hacienda Las Vegas es la última propiedad que me corresponde bajo el nombre de Pablo Coronel Campos. Esa propiedad está habitada por Margarita Blanco, madre de mi hija Margarita Zoila Coronel. Esa hacienda la maneja como usufructuario mi amigo y colaborador Hermenegildo Rondón, quien en estos días me ayuda a fabricar un nicho o bóveda con cemento portland, donde resguardaré estos testimonios”.
FIN DE LA PARTE II
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