Hubo un momento en que entendí que mis textos habían dejado de funcionar. No porque fueran malos, sino porque, de pronto, el mundo inventó las “nuevas formas”. Ya no basta con escribir un poema: ahora tiene que parecer la caída de una escalera, el susurro de unas hojas o un verso que el viento arrastró desde la tercera línea.
Un poeta del club “Alternador Met Áfor” dijo:
—La poesía de verdad sólo vive en la piel.
Se había tatuado en las pantorrillas un manifiesto sobre la eterna melancolía, de manera que para leerlo había que inclinarse entre sus propias piernas y tropezar inevitablemente tanto con el sentido como con el dedo corazón.
—Un símbolo —explicó— y un complejo garantizado para quien no esté preparado.
Pensé: ¿y si mi próxima obra no estuviera en un cuaderno, sino en el cuerpo? Una verdadera encarnación del texto.
Elegir el lugar se convirtió al instante en un debate de slam poético. Los brazos —demasiado visto. Esas citas en la muñeca ya son un yambo fosilizado. Las piernas —anfíbraco para maratonistas: todos salen corriendo, sólo unos pocos llegan al final. Yo no estoy en esa lista. El pecho —ahí cabe una oda entera, pero la gente se pone a discutir el contenido sin llegar siquiera a la rima. La espalda —épica pura: larga, desplegable, pero habría que recitarla entre aceite de masaje y comentarios tipo «uy, aquí tienes una contractura». El vientre —para recuerdos en estado de embarazo.
La zona del bikini —vanguardia para una audiencia muy, muy específica. Allí todo texto se vuelve interactivo: para leerlo se necesita valentía, buena luz y tacto. El problema es que cualquier palabra colocada ahí suena a metáfora erótica, aunque diga «helado de vainilla» o «inventario del almacén n.º 7». Y cualquier lectura pública se transforma en una performance para un grupo reducido pero extremadamente atento, dispuesto a arriesgar la moral, la vista y la reputación con tal de alcanzar la rima final.
Y entonces me acordé del culo. Tiene de todo: intimidad, humor y filosofía. No todo el mundo lo verá, pero quien lo vea entenderá que está ante una persona capaz de hacer tonterías en nombre de la verdad. El culo es el espacio perfecto para un nuevo formato poético: el asso-tattoo.
El asso-tattoo es un texto que sólo existe en unión con su lugar. No lo sostienen la rima ni el ritmo, sino el contexto: dónde está, en qué momento se muestra y en qué ojos se refleja.
En un mundo donde cualquier poema se puede robar con una captura de pantalla y cualquier texto se abarata convertido en cita de un post motivacional, el culo sigue siendo la última editorial fiable. La piratería aquí es técnicamente posible, pero exige cercanía. Y no todo el mundo está dispuesto a correr ese riesgo.
El culo es una paradoja filosófica: una forma simple que contiene todo el drama de las relaciones humanas. Es como la verdad: algunos hacen cualquier cosa por alcanzarla; otros apartan la mirada por miedo; y otros se meten en ella sin saber siquiera dónde se han metido.
El culo es geopolítica en miniatura: todos quieren controlar su territorio, pero nadie quiere firmar un tratado de paz. Es alquimia: carne y sentido fundiéndose en un único artefacto que empuja a la gente a tomar las decisiones más ridículas de su vida. Es un espejo del alma, pero curvado, para que en él se deformen con gracia nuestros complejos, deseos y autoestima.
El culo es templo de vanidad y, al mismo tiempo, su destructor: basta mostrarlo a los ojos equivocados para que toda grandeza se derrumbe como una Torre de Babel… pero en vaqueros. Es un enigma eterno por el que se pelean poetas, fotógrafos y cirujanos plásticos.
El culo es un test de sinceridad: si alguien lo mira con admiración, está vivo; si con indiferencia, o es santo o ya está muerto por dentro. Es como un pequeño planeta: tiene órbita de atención, campo magnético de atracción y hasta eclipses propios cuando la ropa toma el mando.
Y, sobre todo, enseña humildad. Puedes trabajarlo, esconderlo, subrayarlo, exhibirlo o negarlo, pero al final decide la gravedad. Y la gravedad, igual que el culo, siempre está de tu lado… hasta cierta edad.
Además, el culo es honesto. La cara miente, las manos tiemblan, la voz se quiebra, pero él dice sólo la verdad. Si ahí pone «amor», es que el amor existió. Si pone «libertad», es que se sintió al menos una vez. Si pone «Esto también pasará», es que ya se comprobó, y no sólo con laxantes.
Y lo mejor: la forma cambia en movimiento. Sobre todo la mía. Es casi poesía en género verso libre cinético: cada línea del tatuaje vive en el ritmo del cuerpo, y cuanto más rápido se mueve, más difícil es captar el sentido. A veces la frase se alarga como si la autora añadiera una palabra extra. A veces se corta a medias, dejando al lector en suspensión.
En estático —una simple inscripción. En dinámico —un performance vivo. Un body-art happening donde actriz, escenario y escenografía son lo mismo. Yo puedo pensar una frase filosófica, y tú, al moverte, convertirla en un chiste obsceno. O al revés.
No es un tatuaje. Es un pequeño género literario: interactivo, estratificado, con un montaje imprevisible.
¿A quién mostrárselo? A nadie. No es para ojos ajenos. Es como una caja fuerte cuyo código sólo conoces tú. A veces, en los días más repugnantes, basta con acercarte al espejo, bajar un poco el pantalón, leer —y recordar que es tuyo. No te has confundido.
Decidir qué tatuar fue un infierno. No era una frase: era un clasificatorio para un Nobel en tamaño miniatura.
Verso libre: palabras desperdigadas en diagonal. Bonito, pero dentro de un año ni yo sabría cómo leerlo. Haiku: sobrio, con metáfora natural. Pero tres líneas en el culo tienen efecto de «nota para el ginecólogo». Instapoesía: actual, pero me obligaría a fotografiarme en blanco y negro con #deep. Posmo: la cita que remite a la cita que es un chiste. Maravilloso, pero explicarlo en plena borrachera sería tortura. Experimento fonético: «shhhh-puf-crac». Muy atmosférico, pero tendría que aclarar que es sound-poetry y ver cómo la gente intenta leerlo en voz alta. Poema NFT: un código QR en blockchain. Genial, pero en cinco años el enlace morirá y me quedaré con un cuadrado pixelado y demasiadas preguntas.
Una sola línea:
—Si estás leyendo esto, ya estamos cerca.
Pero no quiero dar falsas esperanzas a los fontaneros.
Un diálogo:
—¿Tú?
—Yo.
Pero para eso necesitaría un socio con la simetría adecuada.
Y entonces me cayó la ficha.
«Vete al culo.» Dos palabras, dos clavos donde colgar todo mi archivo laboral.
En estático —un aforismo que golpea como una puerta. En movimiento —verso libre donde la primera línea persigue a la segunda o huye de ella. En la cama —una revelación que puede leerse como invitación o como punto final. En compañía —un gancho perfecto: la mitad se ríe, la otra mitad se ofende, y el resto empieza a filosofar.
Hoy es osadía; mañana, defensa; en veinte años, un resumen cansado pero satisfecho; y en la vejez, mi propio epitafio minimalista:
—Bueno, ya me fui.
Y quedarás tú —contigo. Con la piel donde hay más vida que en cualquier diario. Con la tinta que aún resiste, aunque tú ya seas otra. Y con el culo que, por extraño que parezca, también pasará… pero en otro sentido.
¿Para quién? Para ti, cabrona. Para que pienses en esto más que en el sentido de la vida. Para que, al cerrar los ojos, veas exactamente eso. Y para que, cuando estés hecha mierda, recuerdes: lo hice de una forma que no se puede borrar.
Y sí: un tatuaje en el culo no va de sexo. Va de memoria. De que la vida siempre está detrás, pero a veces hay que darse la vuelta, enseñarle la frase y decirle:
—Te veo. Y sé cómo termina esto.
Porque el sentido siempre es el mismo: tengo mi culo, y sólo yo decido a quién dejo entrar… y a quién mando al culo.
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